Torniquetes, una fotografía de Marta Nieto Moreno
Ya no sonaba su música, tampoco la mía. Tan solo sonó nuestro empeño de romperlo todo, asegurándonos de que nada quedara en pie. Así transcurrieron las últimas horas de regreso a casa, un larguísimo portazo donde poníamos fin a nuestras vacaciones y a nuestra confianza. La confianza consiste en regalar a otra persona la capacidad de destruirte, porque tienes la firme creencia de que jamás lo hará. Frenó en seco frente a mi portal. Pisé el asfalto sintiendo cómo la sangre inflaba los dedos de mis pies. Abrí el maletero, único lugar donde todo había encajado.
Desde la ventanilla del conductor saltó mi bañador hasta la acera. Luego alzó el vuelo una chaqueta de segunda mano que compramos en Bilbao. —Te sienta bien, me dijo. Al día siguiente, cuando me la puse, me preguntó si era nueva. Mientras ella tiraba las últimas cosas que quedaban en el asiento trasero, yo me esforzaba por arrancar la maleta de allí, anclada junto a la suya, que pesaba como los años. Una gota de sudor se metió en uno de mis ojos y una rabiosa lágrima, mezcla de sales, cayó sobre el asa.
Hubo un tiempo en el que la cama parecía solucionarlo todo. Me refiero a los años antes de conocerla, cuando los remolinos de sábanas eran torniquetes contra el pasado. Creía que esos cuerpos, de un solo nombre, lubricaban las preocupaciones. En realidad, mi deseo resbalaba sobre pieles extrañas como nocturnas pistas de patinaje. Orgasmos con los que se amuebla un amor perdido. Así sonaba mi música.
Su cuerpo fue el primero que puso fin a los tactos resbaladizos. Lo supe en Leiria, en ese hotel de llave con adoquín de madera, cuando ella cogió mi mano y dijo que tenía dedos con forma de cono. El enamoramiento es un extraño rodeo: mediante la piel ajena se logra habitar la propia. El sexo itinerante puede ser una forma retardada de autodesprecio, pero el sexo sin pasión de las parejas es la forma más sutil y refinada del exilio de la carne.
Siempre he sentido una extraña relación entre los libros y los cuerpos. Hace ya varias semanas de aquel portazo y no logro leer. Paso el día buscando palabras en una casa llena de libros, pero ningún párrafo es capaz de tensar las fibras de mi cuerpo. Los miro, los abro, pero solo veo ladrillos que revisten las paredes. Ahora las páginas permiten la libre circulación de recuerdos, abriendo ese tiempo de la necesidad de torniquetes.
Leer siempre ha sido una forma de fidelidad hacia la vida, el deseo de anclarse o la sal que se esparce sobre el hielo. Todo libro, como todo cuerpo, puede leerse desde la aproximación o la huida de esa fractura de lo cotidiano que llamamos enamoramiento. Cuando se acaba aparecen dos locuras, o bien se enmudece de presentes, viviendo silenciosa y domésticamente de las rentas de lo que se fue, o se dobla la apuesta, arriesgándolo todo al futuro, en ese sueño de volver a los gestos que traen siempre nuevos nombres. La literatura, o el enamoramiento, impide que la vida resbale sin sentido.
Empecé a patinar por su cuerpo hace unos meses, cuando los dos estábamos tirados en el sofá, en la confianza legañosa de los pijamas. Era un domingo de esos que visten las cosas con un manto grueso. Yo leía, ella miraba su móvil. Uno frente al otro. Leí un fragmento en voz alta de Anne Carson: Todos los deseos resultan igual de contradictorios que el de alimentarse. Querer que aquel al que amo me amara a mí. Pero si me entrego totalmente entonces deja de existir, y yo dejo de amarle. Mientras que si no se me entrega totalmente es que no me ama lo suficiente. Hambre y saciedad.
Se incorporó del sofá y vino a mi lado, posó su mirada sobre el libro, releyó en silencio. Acto seguido mató la cita con el flash de su móvil. —¡No lo muevas!, gruñó. Nunca antes la había visto fotografiar un libro —¿Qué te parece?, pregunté. —Está bien, respondió. Quise coger su mano, pero se dio la vuelta. Seguí leyendo, ella regresó a ese mundo que ya no compartía, ambos desde una lejanía cada vez más familiar. Pasados unos minutos se levantó y dejó el móvil en la mesa del salón. Antes cada movimiento por la casa venía acompañado de un beso. Escuché la puerta del servicio. Su móvil se encendió y apareció un mensaje. Deslicé mi índice tembloroso sobre su pantalla y leí: Me encantaría que pudieras venir. A continuación aparecía la ubicación de un hotel, enviado por un tal Pieter. Cuando regresó hablé de las vacaciones, una noche en cada ciudad, doblando la apuesta en esa locura de quien quiere vivir los libros, cuando ya no es capaz de seguir leyendo.
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