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El equipaje del viajero y la isla de Hydra - María José Solano - Zenda
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Looking for Paddy (VII): El equipaje del viajero y la isla de Hydra

Acabada la contienda, Balasha escribiría en el reverso de una foto en la que aparece elegantísima e inevitablemente mayor, con un rictus artificial de maquillaje en el rostro: “Ya no quieren saber nada de nosotros, de nuestra educación ni de nuestra cultura”. Ese triste “nosotros” es el más preciso epílogo que leí jamás sobre aquella...

Los amantes fueron tremendamente felices aquellos días de verano en el molino de Lemonodassos, pero las tardes de agosto se iban acortando y las primeras tormentas anunciaban un otoño que no tardaría en llegar y que no prometía ser demasiado agradable en aquel lugar sin electricidad ni agua corriente. Por entonces, Balasha había terminado ya el magnífico retrato de Paddy. Decidieron regresar a Atenas, aunque apenas tenían dinero para comer. Entonces la princesa propuso a su joven amante un viaje a Rumanía para poder pasar el invierno juntos en Baleni, la casa solariega familiar de los Cantacuzeme. Aquel año de 1936 ambos vivieron en las inmensas y decadentes propiedades principescas junto a la hermana de Balasha, Pomme y los pocos criados que permanecían con ellas como una idílica familia salida de una novela de Sienkiewicz; sin embargo, en el aire enrarecido se podía percibir el humo premonitorio de la guerra Civil Española anunciando el ocaso de un mundo que gestaba la Segunda Guerra y también, aunque ellos no podían saberlo entonces, la separación definitiva de los jóvenes amantes.

"Ese triste “nosotros” es el más preciso epílogo que leí jamás sobre aquella vieja Europa"

Acabada la contienda, Balasha escribiría en el reverso de una foto en la que aparece elegantísima e inevitablemente mayor, con un rictus artificial de maquillaje en el rostro: “Ya no quieren saber nada de nosotros, de nuestra educación ni de nuestra cultura”. Ese triste “nosotros” es el más preciso epílogo que leí jamás sobre aquella vieja Europa.

Envuelta en el aroma de los dos espléndidos limones brillando en la bandeja trasera del coche, abandoné Lemonodassos con una punzada de melancolía. Eran casi las dos de la tarde y todavía me quedaban unas dos horas de camino hasta el puerto donde tomaría el ferry para cruzar a la isla de Hydra. En el pequeño hotel de la isla dejaría olvidado (todavía no puedo explicarme cómo) mi ejemplar de Mani. Semanas después, de vuelta en España intenté comprarlo, pero ninguna librería lo tenía; incluso llamé a la editorial que lo publicó en español, aunque por aquel entonces aparecía como libro descatalogado. Por desgracia, aquella respuesta no me extrañó en absoluto, acostumbrada como estoy a preguntar por un libro editado diez o doce años atrás mientras el librero que te escucha impasible enarca las cejas y niega mirándote con una mezcla de asombro y extrañeza, como si hubieses solicitado poco menos que un incunable impreso en Venecia por Arístides Torquia en 1666.

Padre de Paddy

Paddy en Venecia, en el 39

Paddy en Rumanía

Aprovechando una corta estancia en Londres, compré todos los viajes de Paddy en edición de bolsillo con las portadas originales de Craxton en una de mis librerías favoritas de la ciudad, Daunt Books. También tuve en aquel viaje especial otros encuentros con cosas y personajes fermorianos, pero de eso hablaremos al final de esta historia.

"El artista dibujó un árbol enorme con el mismísimo Peter Pan durmiendo dentro de un nido de pájaros. Aquel sería el paisaje vivo, literario, del pequeño Paddy"

“Las cosas que llevaban los hombres que viajaron”. Me gusta pensar en todos esos objetos y en su importancia para la vida de los hombres en general y la de los viajeros en particular. Elementos irreemplazables no por su valor económico, sino por ser pequeños portales que, al tocarlos, devuelven puntuales un lugar, un aroma o una luz; testigos misteriosos del paisaje preciso de los recuerdos. ¿Qué viajero que se precie no posee mil historias reales o imaginadas, mezcladas con los objetos salpicados a lo largo de los estantes de una biblioteca?

La biblioteca griega de Paddy era, dicho por sus muchos testigos, inabarcable, inclasificable, multilingüe, caótica, desbordante y fructífera, como deben ser las bibliotecas de los escritores viajeros. Como casi todas, tuvo su origen en una infancia de libros amparada por Aileen, la inquieta y culta madre de Paddy, quien de regreso de la India pidió al ilustrador Arthur Rackham, vecino de los Fermor, que les pintara una de las puertas de acceso a la misma. El artista dibujó un árbol enorme con el mismísimo Peter Pan durmiendo dentro de un nido de pájaros. Aquel sería el paisaje vivo, literario, del pequeño Paddy que, al igual que el muchacho que se negó a crecer, había pasado los primeros felices seis años de su vida subido a los árboles, en Northamptonshire. Esas cosas quedan grabadas en el rincón más limpio de la memoria de un hombre, y por eso quiero creer que el título de su primer libro publicado, El árbol del viajero era también un tierno guiño (tal vez inconsciente) al dibujo de aquel paisaje y aquel héroe de su infancia.

Leigh Fermor en Bulgaria

Ilustración de Arthur Rackham

Casa de Ghyka, quemada en 1961

El primer objeto perdido en el largo viaje por Europa fue el saco de dormir. Lo había comprado, junto con el resto del escueto equipaje, en Millett’s, un almacén que vendía excedentes del ejército en el Strand londinense; nada que ver con la elegante Rowe’s de Bond Street, la tienda infantil de moda entonces, donde su madre le compraba los trajes, entre ellos el atuendo preferido de Paddy, un traje de marinero con su gorra facultativa en cuya cinta bordada con letras doradas se podía leer HMS Indomitable. Un término absolutamente premonitorio.

"Lewis le mostró a su hijo el cuchillo que acababa de comprar, retándole a pelar una manzana sin que se le rompiera la espiral de piel"

En Millett’s el muchacho encontró todo lo necesario para el largo viaje: botas de clavos, chaqueta de piel blanda sin mangas y con bolsillos para los documentos y el dinero, pantalones bombachos de montar completados con unas largas bandas de lana gruesa para proteger las pantorrillas del frío, y un gabán del ejército, rígido y pesado, que usó millones de veces como petate y manta. Vendían allí hermosos y útiles cuchillos, pero finalmente no compró ninguno, pues su presupuesto era más que ajustado, y además no tenía buen recuerdo de su primera experiencia con un cuchillo. Ocurrió en el ansiado viaje en el que el muchacho Fermor, de tan solo nueve años, y su admirado y desconocido padre viajaban juntos y solos por el norte de Italia. En el tren que los llevaba al lago Como, Lewis le mostró a su hijo el cuchillo que acababa de comprar, retándole a pelar una manzana sin que se le rompiera la espiral de piel. Por supuesto, Paddy lo consiguió, pero en la emoción de lanzar la monda por la ventanilla tiró con ella también el cuchillo, lo que le provocó un inesperado ataque de risa. Su padre, sin dejar de mirarlo con gravedad, le obligó a salir del compartimento, realizando el resto del viaje en vagones separados.

Millett’s

Muchos fueron los regalos de aquel tiempo aventurero de Paddy: el libro de las Odas de Horacio que le regaló su madre, una hoguera donde secar la ropa húmeda, aquella cálida piel de cordero sobre la espalda, la jarrita de metal azul donde beber la retsina fresca, una copa de coñac caliente acompañando un plato de carne con especias, las intoxicantes y salvajes canciones de los gitanos búlgaros, unos higos dulces bajo una encina, El Pygmalion de Shaw y los Contes drolatiques de Balzac pertenecientes a la biblioteca de la hermosa y enfermiza señora Pojarlieff, en Grabrovo, y el bazar de Tivorno, con sus escalones atestados de mercancías singulares, como aquellos faiines escarlata, el mismo color de la sangre de Alejandro I de Yugoslavia, asesinado por un búlgaro en aquellos días en los que la vieja ciudad de los zares enloquecía de venganza y felicidad al son de «Shumi Maritza» mientras el joven viajero tomaba notas en su cuaderno.

"La pérdida más dolorosa de todas quizás fuese la de la casa de Hydra perteneciente al pintor Ghyka, íntimo amigo de Paddy y Joan"

En el balance final, lo hallado fue mayor que lo perdido, pero hubo pérdidas singulares que Paddy cita con un recuerdo goteante y agridulce a lo largo de su obra: el hermoso bastón de caminante de madera de fresno, aquel cuaderno pautado lleno de anotaciones, la medalla plateada de Penka, o la útil y peligrosa daga búlgara. Aunque sin lugar a dudas, la pérdida más dolorosa de todas quizás fuese la de la casa de Hydra perteneciente al pintor Ghyka, íntimo amigo de Paddy y Joan, donde el matrimonio se instaló una larga temporada a solas sintiendo que aquel era su “primer hogar griego”, en cuya terraza repleta de buganvillas el viajero Fermor encontró la calma necesaria para escribir una importante parte de su obra.

De aquella casa a la que ahora me dirijo no quedan hoy más que los cimientos, pues ardió bajo las llamas vengativas de una mujer herida de pasión y celos, como en una tragedia de Sófocles.

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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas

Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa

Capítulo III: Atenas era una fiesta

Capítulo IV: El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron

Capítulo V: Historia de unas pantuflas por el camino de Teseo

Capítulo VI: ¡Galatas, Lemonodassos!

Próxima semana: Hydra de ida y vuelta

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María José Solano

Autora de Una aventura griega (Debate) y Jerez (Tinta Blanca). Columnista en ABC Licenciada en Historia del Arte, cofundadora de zendalibros.com, colabora en FD Magazine, ABC Cultural y Diario ABC, donde conduce el podcast de entrevistas "Casa de fieras". Es corresponsable de la editorial Zenda-Edhasa y directora del taller de la Fundación de Arte e Historia Ferrer Dalmau (FFD). mypublicinbox.com/mariajosesolano

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Bixen
3 años hace

En mi pueblo, se dice chimeneta, no chimenea ya.
Tendencia arábica indiscutible, más que griega.

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