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Historia de los libros perdidos - Zenda
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Historia de los libros perdidos

El imperio del sueño gobierna la larga noche de ser hombre, y su vibrante pero secreta actividad es la fuerza que nos hace sentir una misteriosa nostalgia por todos esos destinos descartados en que se ramifica hasta la más aislada e inocente de las vidas humanas. Soñamos con el país al que nunca viajamos, con...

El imperio del sueño gobierna la larga noche de ser hombre, y su vibrante pero secreta actividad es la fuerza que nos hace sentir una misteriosa nostalgia por todos esos destinos descartados en que se ramifica hasta la más aislada e inocente de las vidas humanas. Soñamos con el país al que nunca viajamos, con esas penínsulas de asombro y de dicha que un día dejamos atrás, con pequeñas fracciones de espacio y tiempo que encapsulan fielmente una porción ya lejana de nuestra experiencia: y vivimos buena parte de nuestras vidas habitando lugares que pertenecen al sueño, espejeantes recuerdos —similares al falso oasis del sediento— no ya de lo que fue sino también de lo que pudo haber sido. Corremos el riesgo de perder, mientras tanto, nuestra incierta cualidad de percibir y habitar el presente que fluye, una cualidad tan extraordinaria que sólo es realmente comprendida por los dioses, para los cuales no existe el pasado ni el futuro sino una sola corriente que los inunda con la fuerza del todo: esa corriente es el ahora continuo, que los hace eternos.

Me pregunto si el deseo que sentimos por recuperar lo que alguna vez existió y que el tiempo y las circunstancias nos hicieron perder es un correlato inevitable de nuestra condición humana o una aspiración con la que nos tientan nuestros sueños, nuestra inevitable aspiración por ese algo más que la vida, con sus porosidades y sus anfractuosidades, no es capaz de saciar; al fin y al cabo, el tiempo con el que contamos para colmar nuestra experiencia en este mundo es limitado, y el ansia del conocimiento es una flecha muchas veces lanzada a ciegas que no sólo emprende su vuelo hacia delante sino también hacia atrás, cuando no hacia los lados, cuando no en diagonal. Parte de nuestra felicidad y nuestra desdicha tiene que ver con lo que trae hasta nosotros la envenenada punta de esa flecha cuántica. Pero, independientemente de los resultados que brinde a nuestra laboriosa indagación de la experiencia del ser, lo cierto es que en este prodigioso esfuerzo por aunar lo que pertenece a universos tan distintos, en este vivir inmersos en el sueño y, al mismo tiempo, percibir desde todos sus ángulos la realidad que fluye tras las ondulaciones de la imaginación y la memoria, es posible reconocer una de las condiciones naturales del espíritu artístico: la misteriosa fuerza que domina a ese individuo asombrado de todo que se adentra por los planos de lo irracional y la materia sin diferenciar claramente el uno del otro, desconcertado y aterrorizado al mismo tiempo. Sé que al decir esto no estaré descubriendo nada pero, aun así, quiero dejar constancia una vez más de mi absoluta convicción de que, fuera de ciertas conquistas de la ciencia, no existe mayor prueba de nuestra sed de trascendencia, de nuestro anhelo por ser “semejantes a dioses”, que esa aspiración de alcanzar lo absoluto a través de lo perecedero desde los más remotos rincones de la experiencia y dejarlo cristalizado en la forma más transparente y duradera posible: un breve poema, un lienzo de abigarrado trazo, la más leve y aterida sonata.

"Historia de los Libros perdidos puede ser un libro casi por completo equivocado en su aproximación a la verdad, o puede ser un testimonio de las complejas relaciones entre la realidad y el arte."

Reflexiones como estas, que parecen no venir a cuento de nada, son en realidad el producto de haber pasado unas cuantas horas al calor de este breve librito, donde se nos relata la historia de ocho obras literarias que alguna vez existieron y, ya sea por la usura de los hombres o la erosión del tiempo, dejaron también de existir: se convirtieron en el sueño y el deseo de otros hombres, en aquello por lo que, sin darse cuenta, dejaron escapar muchas veces el recóndito misterio del presente que huye. Entre esas obras se encuentran las Memorias de Lord Byron, los relatos de juventud de Hemingway, una novela de Sylvia Plath, la segunda parte de la maravillosa Almas muertas de Gógol o los textos que había en la célebre maleta perdida de Walter Benjamin. Dicho esto, conozco muy bien lo que es y lo que debería ser la labor de la crítica: pero una vez que el acceso a lo que cuenta un libro comienza en su solapa o en su contraportada, creo que un crítico puede permitirse el privilegio de emplear ese espacio que no va a usar en contar lo que puede saberse por otros medios para valorar cosas tan subjetivas como, por ejemplo, la capacidad de una obra para provocar o negar el desarrollo de esa conversación interior que con suerte une al lector y al libro. Esto es algo completamente personal y no aspiro a que el lector o cualquier otro crítico estén de acuerdo conmigo, y de hecho soy del todo consciente de que la profundidad de una reflexión motivada por la lectura de una obra literaria no tiene por qué ser directamente proporcional al mayor o menor espacio que ésta ofrezca a nuestra inmersión, pues para perderse en esa clase de ensoñaciones a veces basta con remojar, como quien dice, los pies en la orilla. Pero uno, a fin de cuentas, tiene que creer en algo. Otra de las misiones de la crítica consiste —o debería consistir— en aislar esos destellos de arte puro que puede encerrar una obra y ofrecerlos como prueba de que nos hallamos ante algo privilegiado, algo único, algo, cuando menos, a tener en cuenta. En ese sentido, he acabado por pensar que las imprecisiones históricas y biográficas que me han hecho fruncir el ceño durante mi lectura de este libro no se deben a la mala memoria del autor o a una mala elección de sus fuentes, sino a que nos encontramos ante una especie de experimento borgiano, una aproximación a la verdad a través de la fantasía, una forma de invocar el recuerdo de lo que alguna vez fue mediante el ocelado prisma de la imaginación o de la memoria tentada por el sueño. En el peor de los casos, es una metáfora involuntaria de la experiencia desdoblada del artista: la realidad fluye en una dirección, la imaginación en otra, y en mitad de ello se alza el individuo que no se conforma con ninguna de las partes y trata de conquistar, como los dioses, la memoria y la emoción del todo. Así pues, Historia de los Libros perdidos puede ser un libro casi por completo equivocado en su aproximación a la verdad, o puede ser un testimonio de las complejas relaciones entre la realidad y el arte si de veras no pretende hablarnos de los libros que fueron, ni de los hombres de carne y hueso que había detrás y alrededor de ellos, sino de cómo nuestra memoria se empeña en volver a trazar nuestros viejos pasos para reconquistar nuestro pasado: para cerrar de una vez, mediante el curioso arte de imaginar la historia, esa terrible porosidad del tiempo que nos hace —para bien y para mal— mortales y humanos.

Autor: Giorgio Van Straten. Título: Historia de los Libros perdidos. Editorial: Pasado y presente. Edición: Papel

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Lorenzo Luengo

Lorenzo Luengo (1974) ha publicado las novelas La reina del mediodía (2002), El quinto peregrino (2009), Amerika (2009) y Abaddon (2013), la colección del relatos El satanismo contado a los niños (2014) y la primera edición completa en español de los Diarios de Lord Byron.

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