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¡Galatas, Lemonodassos! - María José Solano - Zenda
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Looking for Paddy (VI): ¡Galatas, Lemonodassos!

Dejo atrás una zona inundada de marismas que espejea en la bruma ondulante de un calor húmedo. Miro al cielo, temerosa. Hasta aquí, en los alrededores de la ciudad arcadia de Estínfalo, llegaría Hércules para acabar con un ejército de pájaros antropófagos dotados de alas, pico y cabeza de hierro y poderosas garras retorcidas.

Dejo atrás una zona inundada de marismas que espejea en la bruma ondulante de un calor húmedo. Miro al cielo, temerosa. Hasta aquí, en los alrededores de la ciudad arcadia de Estínfalo, llegaría Hércules para acabar con un ejército de pájaros antropófagos dotados de alas, pico y cabeza de hierro y poderosas garras retorcidas que se habían refugiado en estas lagunas huyendo de los lobos y aterrorizando a los humanos. Apolodoro, entre otros, describe esta aventura admitiendo que el forzudo Hércules no pudo acometer este sagrado trabajo en solitario, demostrando que, a veces, la fuerza requiere de la ayuda del ingenio incluso para los semidioses, por lo que el musculoso hijo de Zeus tuvo que recurrir a su hermanastra, la estratega Atenea.

Esta versión de la historia coincide con la de quien realmente consiguió conservar y transmitir los doce trabajos hercúleos, convirtiéndolos en un verdadero best seller cuyo eco llegaría hasta nuestros días. Se trataba del escritor latino (español, para más detalle) Cayo Julio Higinio, un liberto que solo con la fuerza que da el conocimiento terminó convertido en un hombre sabio, admirado por emperadores y filósofos.

Bibliotecario de Augusto e íntimo amigo de Ovidio, Hyginius estuvo al frente de la Biblioteca Palatina de Roma escribiendo sobre todas las materias que abarcaban el saber de su época: historia, ciencia, filosofía, literatura, religión, astronomía y astrología. Para escribir sus Fabulae, como un Borges romano, recorría los interminables pasillos marmóreos de la biblioteca consultando los rollos decenas de veces copiados de Apolodoro, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Homero y Hesíodo, y por las noches, bajo la bóveda azul romana, daba forma a su Astronomía poética, un libro dedicado a los catasterismos o transformación de personajes en estrellas, sin saber que aquellos cuatro tomos se convertirían en la fuente donde beberían las leyendas medievales sobre constelaciones y zodíacos, iluminados en los oscuros monasterios de la Cristiandad con crípticas ilustraciones.

"Aunque ya nadie sabe quién es Cayo Julio Higinio, este experto en catasterismos ha terminado convertido él mismo en una estrella"

En los actuales mapas astrales existe un “cráter lunar Hyginus” que lleva ese nombre en su memoria, así como el asteroide 12155 Hyginus, perteneciente al cinturón de asteroides, descubierto el 26 de marzo de 1971. Es curioso, pues aunque ya nadie sabe quién es Cayo Julio Higinio, este experto en catasterismos ha terminado convertido él mismo en una estrella. Una singular justicia poética.

Pájaros míticos y estrellas literarias guían mi camino por la estrecha carretera secundaria en dirección a Lemonodassos, cuando de repente la desierta vía se bifurca sin señalizar y pierdo la conexión del GPS. Paro el coche y salgo al calor de la mañana. Las hermosas huertas de vides y frutales se pierden en la lejanía, las chicharras cantan enloquecidas y no hay ni un alma a quien poder preguntar. Salgo del coche y hago visera con la mano. A lo lejos, por el arcén, una pareja se acerca caminando. Son un hombre y una mujer mayores, de aspecto nórdico, ataviados con sombreros de paja cargando unas cestas llenas de limones. Me preguntan en inglés si pueden ayudarme y charlamos un rato. Son daneses y llevan viviendo en la cercana ciudad de Galatas desde que se jubilaron. “Tenemos un pequeño huerto aquí cerca y antes de que el sol sea demasiado fuerte solemos venir a recoger algo de fruta”, me explican. “¿Quiere? Son deliciosos, debe probarlos”.

Tapiz flamenco: Sexto Trabajo de Hércules

Óbolo de plata griego con Hércules y el Ave de Estinfalia

Poética astronómica de Hyginius

La mujer, de ojos azules, me tiende dos hermosos limones de piel gruesa y dorada. “Gracias”, le digo distraída. “Si son vecinos de este lugar quizás les suene el nombre de Patrick Leigh Fermor. Es un escritor inglés que estuvo por aquí un tiempo con su mujer, Balasha”. Ellos negaron con la cabeza. “No. I’m sorry. No hemos oído hablar de esas personas”

“Tal vez conozcan el lugar donde vivieron”, insisto esperanzada. “Se trata de una vieja taberna, muy conocida por los vecinos de Galatas”.

Ellos seguían negando. “No, no, sorry, no taverns in here”.

Desolada, me despedí de la amable pareja convencida de que en aquel laberinto de limoneros y vides jamás encontraría el camino. Entonces me acordé de un detalle.

“¿Saben si hay algún molino por los alrededores?”, les grité desde lejos.

"Allí no hay nada. Nothing. Tipotha"

Se giraron, sonriendo. “Yes, yes!”. “Justo al final de aquel estrecho camino de tierra, pero está completamente abandonado, ni siquiera tiene agua. Allí no hay nada. Nothing. Tipotha”.

Nos dijimos adiós en la distancia, agitando los brazos. Dejé los hermosos limones en la bandeja trasera del coche, cerré con llave, cogí mi mochila y me adentré en el camino. No tenía nada que perder. El angosto sendero de tierra bajaba, serpenteante, flanqueado de pinos y mirtos, higueras, olivos y bajos muros encalados que se perdían por entre la maleza. Anduve bajo el sol unos cincuenta metros hasta que, en una curva pronunciada, un altarcito con la imagen de una virgen dentro de una hornacina repleta de flores me hizo parar a admirar aquello. Por detrás asomaba un viejo cartel en forma de flecha de madera con unas letras garabateadas con pintura negra: LEMONODASSOS.

Cráter lunar Hyginius

Paddy frente al Mediterráneo

Pueblo de Galatas

Huertas en Lemonodassos

¡Eureka! ¡Qué maravilla! Me precipité por el sendero que ahora corría en paralelo al lecho de un arroyuelo cubierto de vegetación. Allí estaba por fin. Lemonodassos, el molino de Los limoneros; el paraíso griego de Paddy y Balasha. Lo reconocí enseguida porque todo estaba intacto; la casita blanca con su puerta azul, las mesas y sillas de la taberna colocadas a la sombra de un viejo emparrado, el rumor del agua del arroyo movido por el pequeño molino … Exactamente igual que lo describe Artemis Cooper en la biografía de Paddy, pero cubierto todo por una campana desoladora de silencio y quietud. Porque, curiosamente, nada estaba desordenado; al contrario, cada elemento se encontraba dispuesto, como esperando a que ellos volvieran a aquel lugar. No había destrozo, vandalismo ni ruinas, tan solo un callado abandono. Al fondo, una vieja torrecilla de ladrillos medio derruida con una oxidada maquinaria en mitad de un cauce encharcado, era el único vestigio del molino que confirmaba el nombre de aquel lugar. Uno tenía la impresión, al pisar la hojarasca, de ser una especie de caballero medieval adentrándose en el castillo de la bella princesa durmiente.

"Al anochecer solían reunirse también, bajo la acogedora parra, los trabajadores de los canales de agua y frutales, que acudían para tomar café, beber y cantar"

Unas espinosas plantas trepadoras enredadas por entre la parra habían crecido, salvajes, por toda la terraza cubriendo las mesas y sillas y parte del suelo. A la sombra de estas vides, Paddy y Balasha vivieron juntos aquellos meses estivales del 35, su último verano juntos. Ella pintaba, apoyada en una de estas mesas de madera, el retrato de Paddy, y él leía y estudiaba los libros prestados por la British School de Atenas, con la intención de escribir una historia de Grecia.

Las puertas de acceso a la construcción cuyo piso bajo había sido la alegre casa de los amigos de Paddy estaban cerradas, pero a través de las contraventanas entornadas se distinguía parte de la sala de estar y la cocina, con sus cacharros y utensilios ordenados en los estantes, todo cubierto de una espesa capa de polvo de un sucio dorado. Allí, el matrimonio compuesto por Spiro y Marina Lazaros vivían con sus ocho hijos cuidando del molino y las huertas cercanas y alquilando la habitación superior, más aireada y fresca, a los esporádicos inquilinos, a los que también servían comidas a modo de improvisada taberna. Al anochecer solían reunirse también, bajo la acogedora parra, los trabajadores de los canales de agua y frutales, que acudían para tomar café, beber y cantar.

Paddy con Spiro y Marina en Lemonodassos

Balasha pintando el retrato de Paddy

Uno de los gruesos muros de la casa lindaba con un alto hueco, como una hendidura curva en la roca viva, alisada por la erosión del agua de un arroyo que un tiempo tuvo que caer desde la parte superior, formando una especie de ducha natural. Paddy lo recuerda así:

“Bastaba con dar un paso desde la habitación al exterior y ya estábamos bajo el chorro de una gloriosa ducha fría”.

"Un tiempo de regalos hallados y perdidos, conservados o recordados, testigos silenciosos de la vida singular y plena del viajero"

Trepé al interior de la ducha natural, arañándome las piernas con los espinos. Entre estas piedras brillantes llenas de musgo cada tarde, después de la larga siesta, Paddy y Balasha refrescaban la piel del sudor de las horas interminables de amor, o endulzaban sus cuerpos cubiertos con el salitre cristalizado tras nadar desnudos en la cercana bahía de Ártemis. Una de aquellas mañanas, mientras se secaban, medio dormidos, tumbados en la arena de la playa, Paddy notó, tocándose el cuello con urgencia, una extraña sensación. Al incorporarse descubrió que ya no llevaba el medallón de plata con la imagen del guerrero Jorge matando al dragón que le había regalado aquella novia búlgara, Penka. Preguntó a Balasha, que se encogió de hombros entornando los ojos bajo una elegante pamela. Ni siquiera hizo el gesto de buscarla, aunque la medalla nunca apareció.

Quién sabe, pensé. Quién sabe. Es muy legítimo querer borrar hasta la última huella del recuerdo de otra mujer de la vida y el cuerpo del hombre amado. De todas formas, los aventureros días de Paddy desde que saliera de Londres aquel lluvioso diciembre dispuesto a recorrer Europa están llenos de historias de objetos singulares propios y ajenos. Un tiempo de regalos hallados y perdidos, conservados o recordados, testigos silenciosos de la vida singular y plena del viajero.

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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas

Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa

Capítulo III: Atenas era una fiesta

Capítulo IV: El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron

Capítulo V: Historia de unas pantuflas por el camino de Teseo

Próxima semana: El equipaje del viajero y la isla de Hydra 

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María José Solano

Autora de Una aventura griega (Debate) y Jerez (Tinta Blanca). Columnista en ABC Licenciada en Historia del Arte, cofundadora de zendalibros.com, colabora en FD Magazine, ABC Cultural y Diario ABC, donde conduce el podcast de entrevistas "Casa de fieras". Es corresponsable de la editorial Zenda-Edhasa y directora del taller de la Fundación de Arte e Historia Ferrer Dalmau (FFD). mypublicinbox.com/mariajosesolano

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Bixen
3 años hace

En mi pueblo, se dice chimeneta, no chimenea ya.
Tendencia arábica indiscutible, más que griega.

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