Fernando Benzo publica en Zenda una serie de artículos, con el nombre de El viajero de la Vía Láctea —jugando con el título de su última novela Los viajeros de la Vía Láctea—, en los que relata sus experiencias musicales.
Solía decir que uno de mis grupos favoritos era Radio Futura. En los primeros 80, en las habitaciones del Colegio Mayor manteníamos viscerales debates sobre fútbol (o eras de Maradona o eras de Juanito), mujeres (el duelo andaba por entonces entre Brooke Shields y Jamie Lee Curtis) y música. En todo ello, había que tomar partido y defender la posición con inflexible apasionamiento. Cuando tocaba música, uno podía ser blandito y apostar por lo facilón, defendiendo el tecno-pop, la new wave y a los nuevos románticos o darse pisto de entendido y alternativo y, entonces, se usaba como referente obligado de calidad a Radio Futura. Yo era de esos.
Mi idea en estos artículos es contar mi experiencia personal, mi pequeña anécdota con músicos de mi juventud. Con Radio Futura no tengo ninguna más allá de esas discusiones en que me aprovechaba de ellos para quedar de enrollado. En realidad, yo no era de los enterados, de los eruditos musicales, de los que de verdad sabían lo que se cocía, de los que seguían fielmente los criterios de Jesús Ordovás en Radio 3 y veneraban a Paloma Chamorro y su televisiva edad de oro, grandes valedores ambos de la banda. Yo era, como aún hoy, un ignorante más cercano a las modas que a las rarezas.
Tardé muchos años en apreciar las canciones de Radio Futura. Tardé en entenderles, como también tardé en saber apreciar a Bowie, a Talking Heads o a Jimi Hendrix. Radio Futura podía parecer uno más de esa avalancha de grupos que habían hecho el viaje desde el escenario innovador y alternativo del Marquee al plató de sábado por la tarde del programa Aplauso. Pero no, no eran como el resto. Podían, como todos, frivolizar en sus canciones hablando de escuelas de calor o pegatinas en el culo, pero había en ellas algo más. Había un toque intelectual, una ambición creativa, que les diferenciaba de la gran mayoría de bandas de pop de consumo rápido. Los hermanos Auserón eran chicos con estudios y formación e inquietudes artísticas (Santiago filosofía y Luis arquitectura) y, como diría una madre, eso al final se nota. Su música no consistía solo en juntar tres acordes pegadizos con un estribillo chisposo. Había algo indefinible, un misterio en sus letras y sus ritmos, que te atraía y te alejaba a la vez. Allí, en su música, había algo más que un ritmito perfecto para entusiasmar a las fans en La juventud baila, jaleadas por aquel presentador marchoso llamado Fradejas.
Musicalmente, en Radio Futura hay un poco de todo. Sin receta. Un buen puñado de ingredientes echados a la vez a la cazuela para lograr un guiso que exige un paladar educado para distinguir cada uno. En su música hay mucho rock y punk pero también un puñado de soul, un pellizco de funk o dos gotitas de reggae. No es un bocado de digestión rápida. Hay que saborearlo, dejarlo crecer en la boca, dejarse envolver por su sabroso aroma, nada de consumo apresurado. Y, curiosamente, con el paso del tiempo, esa mezcolanza de múltiples influencias, citas musicales, experimentos y prueba y error acabarían cuajando, sintetizándose y fusionándose (o como se quiera decir en el lenguaje de la creatividad gastronómica, que no domino) y convirtiéndose en algo con personalidad propia: el rock latino, del que Radio Futura terminaría convirtiéndose en pionero y definidor. Ese es el camino de cocción lenta que lleva de «Divina» a «Corazón de tiza» o, si se prefiere, de Santiago Auserón a Juan Perro, una transmutación casi mitológica de un músico inaprensible.
En las letras, Radio Futura también tiene su miga. Ellos no cantan, como todos, sobre la chica guapa y moderna a la que quieres conquistar en una barra de bar, nada de simplezas a lo dubidú dubidá. Sus letras tienen enjundia. Metáforas que requieren ser descifradas, imágenes que hay que componer mentalmente, referencias filosóficas y literarias que van desde Leibniz a Edgar Allan Poe. Radio Futura empieza dedicándole versiones de T-Rex a Alaska y pasa pronto a dedicárselas a una estatua del jardín botánico, en un proceso de abstracción que huye siempre de lo previsible.
Los Auserón y Enrique Sierra, el ya desaparecido Kike, nunca fueron conformistas ni se acomodaron en el éxito fácil. Su objetivo no era la cima de las listas de ventas y, de hecho, el exceso de popularidad acabaría siendo el veneno en la piel de la banda que la llevaría a su disolución. Lo suyo nunca fue engordar la cuenta corriente, recaudar royalties o vivir de remixes, recopilaciones y discos de homenaje. Buscaban algo más y, como le pasa a muchos de los que inician una búsqueda, tal vez ni siquiera sabían qué era exactamente lo que buscaban y su destino acabó siendo más la propia búsqueda que el hallazgo.
Hace unos días, hablando con un amigo de estos artículos entre vintage, camp y nostálgicos sobre la música de los 80 en que ando metido, me decía que «hay canciones muy malas de aquellos años que aún sigo escuchando y disfrutando». Me gustó mucho esa paradoja. Efectivamente, hay muchas maravillosas canciones malas. Si cuatro décadas después aún las escuchas y sonríes, las canturreas y las dejas sonar enteras sin darle al next (o como se llame la tecla del móvil que ha sustituido a la de FF de los casetes), esas canciones malas son, en realidad, pequeñas obras maestras.
Con las canciones de Radio Futura ha pasado un poco lo contrario. Son magníficas canciones que ya no se escuchan tanto como otras mucho peores. Tal vez porque no son las canciones de nuestro primer beso a la chica de nuestros sueños, ni de aquel inolvidable baile lento con la más guapa de la fiesta, ni de aquella noche de verano en que viste amanecer en la playa con la compañía perfecta. Son canciones que están ahí, inmortales, ya clásicas, pero complicadas de ubicar, por más que seamos capaces de tararearlas con soltura. Siempre diremos que son de nuestras favoritas y ya no será mentira al decirlo pero, también, siempre caeremos en el error de ignorarlas un poco cuando ahora, con los mismos amigos de entonces, recuperemos la discusión siempre inacabada de aquellos días sobre si era mejor entrenador Molowny que Venables, si nos parecía más espectacular Cindy Crawford que Claudia Schiffer o si era mejor banda The Smiths que The Clash. O sea, los debates que de verdad importan.
Yo no era enrollado ni moderno pero gracias, Radio Futura, porque me ayudasteis a parecerlo.
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Entregas anteriores:
El viajero de la Vía Láctea (I): Alaska, deseo carnal
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