El escritor Fernando Aramburu emplea las palabras justas. Para qué más, si ya en las setecientas páginas de Los vencejos (Tusquets) lo ha dicho todo. Cinco años después de Patria, un libro que marcó definitivamente su carrera (vendió más de un millón de ejemplares y fue traducido a 34 idiomas), Aramburu llega a los lectores con una novela que retrata un mundo de dobleces y contradicciones, una historia literaria hasta el tuétano, que devuelve a la novela a su condición de artefacto inflamable. Quién si no él para hacerlo. ¿Quién?
Todo comienza cuando Toni, un profesor de filosofía de instituto, elige una fecha para suicidarse. Se ha dado un año de plazo para organizarlo y desprenderse de todo. En esa cuenta atrás hacia el fin de sus días, escribirá un diario íntimo en el que repasa su vida. No pretende hacer nada con esos folios, ni siquiera se pasea por la posibilidad de que lleguen a ser leídos por alguien más. Hay tanta franqueza como acritud, tanto humor como ternura, una compasión casi amortajada que revela una dimensión desértica de lo humano.
A lo largo de doce meses, el narrador pasa revista a sus libros y objetos, que regala o deja dispersos para deshacerse de ellos. También recorre, enumera y ordena en listas sus odios, que no son pocos: al padre, un escritor frustrado, profesor universitario alcohólico y marido infiel; a la madre, a veces víctima y en otras verdugo; a Raúl, su hermano menor, al que detesta con la misma intensidad que él lo detesta a él; a Amalia, su mujer, o a su hijo Nikita. Su perra Pepa es el afecto que le queda; lo único que le importa. ¿Hay o no sentimientos? «Depende, depende…», contesta Aramburu sobre los seres que ha creado.
Un hombre desgarrado entre la lógica y las pulsiones se abre paso en una novela de verdades incómodas. Toni hunde la cabeza en el hoyo de lo vivido y a veces, cuando levanta la mirada, ve volar los vencejos como si de un plazo o una salvación se tratara. Completan la foto humana secundarios como Patachula, amigo de Toni y su atrabiliario escudero en este viaje al fin de la vida, una travesía que habrá de completar entre prostíbulos y asilos, calles solitarias y parques al sol. Un catálogo de vidas pulverizadas.
Quien espera de Los vencejos la novela de un suicida se equivoca: en estas 700 páginas Aramburu libera una bandada de verdades necesarias, por ásperas e inoportunas. En una época de eufemismos y buenismos, Aramburu nos picotea: sexo, desamor, enfermedad, vejez, violencia, soledad, familia e incluso la actualidad y la política actual. Esta novela ocurre en la España de 2019 y es justo desde ese lugar desde donde Aramburu interpela a los hombres y mujeres de su tiempo.
Los vencejos irritará a más de uno, y Fernando Aramburu lo sabe; incluso desea que así ocurra. “Donde hay barullo hay novela”, dice el escritor frente a un café cortado. En plena promoción, Aramburu regresa a España para hablar de uno de los libros más esperados del otoño. Conserva su aspecto rotundo, casi tanto como su marcado acento y esa costumbre de vestir americana y zapatillas. En su estampa de potente novelista conserva algo del joven poeta que hace más de treinta años abandonó el País Vasco rumbo a Zaragoza para estudiar Filología y al poco tiempo a Alemania, donde vive desde 1985. Más de treinta años y veinte libros después, regresa Aramburu. ¡Y de qué manera!
—Esta no es la novela de un suicida. Es una foto de conjunto. ¿De quién, de quiénes? ¿Es un ajuste de cuentas? ¿Es Toni una metáfora del tiempo que vive?
—Toni es el narrador, y todo lo que averiguamos sobre él y de otros personajes será a través de su perspectiva. Por eso conviene ser cuidadosos y tener la sagacidad suficiente para, a partir de las palabras de esos personajes, saber cuál es la verdad de este hombre. El hecho de que en la primera página él decida suicidarse no quiere decir que sea una novela sobre el suicidio. A partir de ese momento en el que pasa a conocer la hora y la fecha exacta de su muerte, Toni adquiere una nueva mirada sobre las cosas, así como una nueva jerarquía de valores: lo que antes era importante ya no lo es. Se le impone una nueva estrategia vital porque tiene los días contados. Eso sí es importante.
—Hay estropicio, dureza y miseria humana en esta historia, también belleza. ¿Hasta qué punto retrata, e incluso desafía, la sociedad en la que ha sido escrita?
—La novela se centra en las vivencias de un varón maduro de la sociedad actual, con la particularidad de que él se ha creado un espacio de soledad que quiere proteger a toda costa. Por eso acomete una tarea diaria de escritura. Toni intenta aclararse y hacer un recuento de sus ruinas y cosas del pasado, a la manera de una novela involuntaria.
—En esa especie de diario airea temas incómodos. Tanto Toni como Patachula se muestran como misóginos, machistas e incluso violentos.
—Lo son cuando nadie los oye. Ellos tienen la diplomacia suficiente para presentar una determinada cara en sus relaciones sociales, pero cuando están solos es cuando se ve su verdad y lo que realmente piensan. La novela juega todo el tiempo a eso, juega a ser descarnadamente sincera porque Toni está convencido de que nadie leerá esos fragmentos. Si no se capta esa esa doble moral, la novela no se va a entender del todo.
—También el resto de los personajes poseen visiones proscritas e incluso amargas del mundo.
—Porque ya vienen heridos del pasado. Toni tuvo una educación acorde a los tiempos de quienes nacieron en los años cincuenta y sesenta, que fueron criados en la creencia de aquel refrán «quien bien te quiere te hará llorar» o «la letra con sangre entra». Cada uno es hijo de su época. Patachula pierde una de las piernas en los atentados del 11M. Es decir, ni él ni Toni llegan como machos combatidores, porque la vida ya los ha apaleado a cada uno. Ambos se juntan en una determinada época, que es explícita, verano de 2019. Por eso, cuando están a solas, se despachaban a gusto en toda clase de conversaciones y críticas, de la misma forma en que intuyo que hacen multitud de personas cuando creen que no los oye nadie.
—¿Eligió a un profesor de instituto porque necesitaba un narrador culto o hay una alusión implícita al sistema educativo?
—Antes de comenzar mis novelas tomo una serie de decisiones. Elegí que el narrador fuese un profesor de filosofía por practicidad. Yo también soy docente, y no se trata del hecho de que quiera contar mi vida, sino porque conozco bien la vida en los claustros de maestros y el contacto con los alumnos. Eso me permitía sacar provecho. También necesitaba un narrador culto, para mostrar el desgarro del personaje: es un hombre analítico, con un discurso lógico, que he leído mucho, pero por otro lado en sus pulsiones naturales y sexuales entran en conflicto con la parte racional. Es un andamiaje que no para de menearse y que él lleva por dentro, entre el deseo de comprender las cosas y esos impulsos humanos que la fuerza de la cultura no ha conseguido dominar nunca.
—Patachula trasciende la figura de la víctima, a la vez que posee recovecos retorcidos. ¿Es un escarmentado? ¿Ilumina recovecos de Toni?
—Ninguna novela puede existir sin un interlocutor. Cuando don Quijote sale por primera vez para vivir sus aventuras no tiene a quien contárselas y se vuelve a las quince o veinte páginas. Yo lo que he ideado es un compañero. Porque Patachula y Toni tienen una amistad un poco peculiar, pero sí que es amistad. Y él podía ver aspectos sarcásticos de esa relación: es un hombre que tiene unas convicciones determinadas, pero actúa de otra forma. Posee facetas de desamparo, arrastra unas enormes debilidades e incluso coquetea con temas que para otros son muy serios.
—Lo familiar es político. ¿Qué hay de eso en la relación de Toni con su hermano Raúl, su padre o su mujer?
—He leído a los rusos del siglo XIX y hago un serio esfuerzo para que mis personajes no sean comprehendidos por el lector. Si describo un personaje tacaño, ese mismo personaje ha de tener algo de generosidad en las páginas siguientes. Me gustan los comportamientos inesperados. La relación con el hermano es catastrófica, en buena parte por su propia culpa. Toni ya viene con culpas de la infancia, podría protestar por haber recibido violencia, pero él la ha ejercido. Aun así, tanto como marido como padre nunca quiso repetir la experiencia que vivió con su hermano. A veces hace pequeños intentos de acercarse a él, pero es rechazado. Tienen una vinculación sanguínea, pero por no se tienen mucho afecto. Esta es una línea conductora de la novela.
—En Los vencejos no hay amor…
—Depende, depende…
—El único ser por el que siente amor Toni es Pepa, su perra, un animal.
—Es un animal para ti, pero para él es Pepa. Yo tengo una perra. Evidentemente es un animal, como lo soy yo. Somos especies distintas, pero si le pones un nombre, la singularizas, y si además asumes responsabilidades: alimentación, limpieza… la relación comienza a humanizarse. Él sólo ama a Pepa. Hablo como el intérprete de mi propia novela, porque uno va un poco a ciegas porque demasiado tiene con juntar sus propias palabras como para además interpretarlas. Hay una sucesión de secuencias en las que Toni describe minuciosamente el odio que siente…
—Por su madre, por su padre, por su hermano…
—Ésa. Descubrí que estaba gozando profundamente mientas lo escribía. Entonces me pregunté: ¿será el odio la forma de amar a sus semejantes? Le ocurre con su ex mujer. No puede parar de escuchar su programa, sigue disfrutando cuando le pilla un error. Lo mismo le ocurre con su hermano o su padre, que ya murió, pero de quien conserva su foto y en cierto modo esa fotografía sigue ejerciendo autoridad sobre Toni. Habla con la foto, le pide consejo, le promete que no le fallará … ¿Qué clase de odiador es este que es incapaz de destruir lo diado e incluso de perderlo de vista?
—Hay humor en la novela, muchas veces negro, pero humor. ¿De dónde sale tal cosa en una historia como esta?
—Hay una máxima franqueza en la escritura de este hombre y por tanto no tiene que disimular ni limitar su sinceridad, todo lo contrario. Esa puede ser una de las virtudes de la ficción: nos permite mirar por dentro hasta la última pieza. Es como abrir en canal al personaje, para que nos lo muestre todo. Decía Sancho Panza que nadie conoce el alma de nadie. Aunque convivamos siempre quedan rincones escondidos del otro: del cónyuge, del hermano… Eso lo rompe esta novela.
—¿Es consciente Fernando Aramburu que eso lesiona e irrita? ¿Es consciente de eso?
—No sólo soy consciente de que generará incomodidad, quiero que ocurra. Porque si así ocurre, el lector habrá olvidado que tiene un artefacto de papel que ha funcionado. Cuando el lector odia al personaje es porque se lo ha creído y considera que está vivo, que es persona. Participo en una tertulia de la que aprendo mucho y en la que hombres y mujeres denigran a un personaje porque les parece un malvado, no tiene corazón ni empatía o pega a la mujer. Me he dado cuenta de que esta gente no considera que es ficción, un texto que hay que descifrar, de manera que nos podamos hacer la película en la cabeza. Es como Don Quijote, que he releído recientemente, cuando la emprende a espadazos contra los títeres del teatro porque cree que es verdad, no una obra de teatro ni una ficción, sino que es verdad.
—¿Y no resulta un poco frustrante explicar que Toni no es Aramburu?
—¡Bahhh…! ¿Qué quieres que te diga? Hay cosas peores en la vida. Yo no soy Toni. Ni soy madame Bovary.
—El vencejo como signo está cargado de poesía. ¿Entraña el libre albedrío, la capacidad de elegir acaso?
—Para mí sí, pero no quiero tutelar al lector, diciéndole: «Mire usted, debe interpretar la presencia de esa manera u otra». Sólo puedo decir que no es un elemento decorativo, cumple un papel simbólico. ¿Cuál…? Vamos a dejar que sea el lector el que descubra por qué Toni proyecta en ellos una serie de imágenes y sensaciones.
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