Uno se pregunta muchas veces si los madrileños son del todo conscientes de la fortuna en forma de cordillera que tienen a menos de cincuenta kilómetros; como quien dice, a la puerta de su casa. Montañas compactas y abarcables, muy andaderas, que parecen diseñadas por la madre Naturaleza siguiendo los benéficos principios del aurea mediocritas: ni tan altas como para guardar nieves eternas, ni cerrillos tristes y acogotados como tantos que hay dispersos por la meseta. Sus bosques, amenos, frondosos y hasta oscuros, están tan adecuadamente referenciados por el entorno que ni el más despistado se extraviaría (imposible acuñar aquí ese refrán que citaba García Márquez: habla más que un perdido cuando lo encuentran). Las infraestructuras de acceso son justas y medidas: los aparcamientos convenientemente escasos evitan el efecto llamada, y un estupendo tren cremallera permite a los visitantes llegar con la mayor comodidad. La prueba, en fin, de que este espacio natural tiene dimensión humana es la cantidad y variedad de excursiones distintas que pueden disfrutarse en una única jornada; en lo que da de sí el tiempo entre que el sol sale y se oculta.
La sierra madrileña ha mantenido su serena dignidad a lo largo de los siglos. Los romanos la engrandecieron con una calzada cuyos restos son bien visibles y, desde la Edad Media, poetas y caminantes han cantado la belleza de sus rincones y lo fatigoso de sus desniveles. Hasta de la guerra civil salió relativamente indemne; algo sin duda notable, pues fue frente de batalla. Pero lo que eones y cañonazos no consiguieron, quizá lo logre la codicia y la desvergüenza: un engendro denominado Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, puesto en marcha hace pocos años por Esperanza Aguirre con el poco disimulado afán de mercantilizarlo todo, amenaza seriamente el futuro de nuestras montañas queridas. ¿Veremos pronto chalets en Guarramillas, pruebas de motocross por la Cuerda Larga? Dependerá de la duración de la carrera política de esa señora y de su sucesora en la presidencia de la Comunidad de Madrid, al lado de las cuales el caballo de Atila era un cándido conservacionista. A uno le traen a la memoria al barón Dembowski, que pasó por estos andurriales a mediados del XIX, y ya menciona en su libro de viajes la existencia de bandidos y salteadores de caminos entre Siete Picos y Navacerrada…
Pero no perdamos la perspectiva, esto es un viaje literario y no la crónica de una depredación medioambiental anunciada. Y nuestra sierra, si de achaques de literatura hablamos, tiene mucho que ofrecer, pues ha sido más que medianamente transitada por escritores, muchas veces mencionada en libros e incluso laureada con monumentos pétreos alusivos, de tan buena voluntad como dudoso gusto. Ahí están, por ejemplo, cerca del antiguo puerto de Tablada, unos berruecos grabados con versos del Arcipreste de Hita; también de Antonio Machado, Rosales y Aleixandre en el llamado Mirador de los Poetas donde, por cierto, una extraña losa con marcas tendida en el suelo, que pretende ser un reloj, está dedicada a Camilo José Cela. En la Fuenfría hace nacer Cervantes a Rinconete, y mientras que para el Buscón de Quevedo es lugar de paso que merece todo tipo de maldiciones, el Marqués de Santillana y el ya mencionado arcipreste Juan Ruiz poco menos que lo tenían de picadero (en la segunda acepción del diccionario de la Academia).
El paseo literario que vamos a proponer cae hacia la vertiente segoviana, de la sierra, mucho más rica en leyendas que el lado madrileño, y es un homenaje a un autor hoy solo recordado por unos cuantos irreductibles: Jesús de Aragón y Soldado (1893-1973), alias Capitán Sirius, también conocido como el Julio Verne español.
Situémonos en los inicios del siglo XX, una época dorada de la literatura popular. Entre un amplio repertorio de diversos géneros, la editorial Rivadeneyra dispone de una incipiente colección de ciencia-ficción, la Biblioteca Novelesco-Científica, cuyo autor, José de Elola, militar y geógrafo, firma como Coronel Ignotus. En su estela, remedando también el seudónimo, un joven ingeniero segoviano comienza a publicar narraciones donde los más modernos artilugios inventados y por inventar se combinan con parajes exóticos, científicos locos, exploradores intrépidos y jóvenes románticas que no se llaman Kate o Jane, sino María José o Dolores. Jesús de Aragón, Capitán Sirius, escribe hasta una docena de novelas con títulos sugestivos como Cuarenta mil kilómetros a bordo del aeroplano Fantasma (1924), Una extraña aventura de amor en la Luna (1929), La destrucción de la Atlántida (1933) o Crepúsculo en la noche roja (1934), casi todas en la editorial Juventud, todas con buen pulso narrativo y una fantasía tan fresca que Julio Verne, de haberlas podido leer, no sólo no las hubiera repudiado, sino que con seguridad le habría contratado como negro… y con garantías: precisamente de negro hizo Jesús de Aragón para Emilio Carrere en la que pasa por ser su mejor novela, La torre de los siete jorobados, como bien se explica en el documentado prólogo de Jesús Palacios para la reciente edición de Valdemar.
Tras la guerra civil, por alguna razón nunca explicada, Jesús de Aragón cortó de raíz con su vocación literaria, pero no con la producción de libros. Publicó los mejores, si no los únicos, manuales de contabilidad de la época. Y a eso, al arqueo y la administración de empresas se dedicó profesionalmente el resto de su vida. De la fértil fantasía a la árida contabilidad: curiosa evolución, a contramano de la de algunos de nuestros gobernantes, cuya imaginación parece desbordarse sólo cuando empiezan a manejar dinero público.
A estas alturas se preguntarán ustedes qué tiene esto que ver con los pinos de las cumbres y las retamas de las veredas serranas por las que pretendemos pasear. Pues bien, el sorprendente devenir de nuestro autor nos guarda una última sorpresa, y es precisamente la razón de este viaje literario.
En 1931, Jesús de Aragón publica La sombra blanca de Casarás. Es una novela singular y genial, rara mezcla del género gótico con el costumbrista; distinta, en todo caso, al resto de su obra. No desvelaremos la trama, pero daremos algunas pistas: en primer lugar, la nómina de personajes que el autor se las ha apañado para juntar en un pequeño pueblo segoviano a los pies del Peñalara: el caballero templario Hugo de Marignac; don Andrés, don Mariano, Domiciano y Francisco; respectivamente párroco, médico, sacristán y barbero del lugar; la bella calabresa Graciela Rizzi; doña María, esposa de Sancho IV de Castilla, Blanca de Torrenuño, dama de compañía de la reina; Oriel, el monje nigromante de la cueva; un geólogo alemán que invocaba a la cierva de Sertorio; el demonio Bafonet y, last but not least, el inspector Serrano, jefe de la policía de Segovia. Reconozcamos que alguien capaz de elaborar algo coherente con semejante elenco merece un respeto. Ahí te querría yo ver, Arturo Pérez-Reverte.
Es importante también el entorno físico, mencionado íntegramente en el primer capítulo: el pueblo de Valsaín, Siete Picos, La Pradera, La Granja de San Ildefonso, el Montón de Trigo, Cercedilla, la Fuenfría… referencias todas más que familiares para los que conocen la geografía del Guadarrama.
Finalmente, Casarás. Un tenebroso castillo templario semiabandonado con sus correspondientes almenas, patios, mazmorras y pasadizos, donde tienen la guarida el fantasmal templario y su blanca cabalgadura.
Eso, en la novela. En el mundo real, Casarás es… el objeto de nuestro viaje literario.
Cómo ir a las ruinas de Casarás
El punto de partida es el puerto de Navacerrada, en la linde de las provincias de Madrid y Segovia, al que habremos llegado en tren (desde Cercedilla, cuando hay servicio) o coche. Recorremos el pequeño tramo hasta Los Cogorros para acceder a la Senda Schmid (otros dicen Schmidt) que nos llevará hasta el puerto de la Fuenfría. Es un camino bellísimo, por la vertiente norte de la ladera de Siete Picos, y también muy cómodo, pues mantiene constante la cota de 1.800 metros. En tiempo, a paso normal, habremos empleado algo menos de hora y media. Otra opción, precisamente desde Cercedilla pero bastante más fatigosa, es alcanzar la Fuenfría subiendo por la carretera de la República. Así que, de un modo u otro, hemos de vernos en el puerto, reponiendo la cantimplora en la fuente Fría, y haremos bien en brindar con su tonificante agua por Eduard Schmid, senderista pionero, cuyos restos descansan en el no lejano pueblo de El Espinar.
De la Fuenfría a Casarás podemos optar por la pista forestal o, más propiamente, por el trazado de la calzada romana, cuyos restos, bien distinguibles, pisaremos con la debida devoción. Un par de kilómetros después, en un despeje del terreno, y poco antes de divisar la fuente de la Reina, hay que salir del camino y desviarse a la derecha. Alcanzaremos a ver enseguida una pequeña explanada con restos dispersos de muros que conservan algún que otro arco. Hemos llegado.
Casarás, a la luz del día, no consigue tener un aspecto tétrico, incluso yendo predispuesto a buscárselo. Ni siquiera da el nivel de ruina romántica al uso. Será la luminosidad, o el hermoso entorno que propicia el claro del bosque y permite esparcir la vista por los alrededores, a las lejanas cumbres y al cercano valle, pero el caso es que estas piedras son hasta acogedoras. Invitan más a un picnic que a una misa negra. Lo cual, por cierto, nos estropea el guión, pero es coherente con la verdadera historia del lugar.
Casarás es una deformación de Casa Eraso, que a su vez refiere a Francisco de Eraso, secretario de Felipe II, bajo cuyo mandato se construyó lo que fue refugio y posada situada estratégicamente para facilitar el cruce de la montaña en las frecuentes visitas del monarca a su palacio de Valsaín. En esas altitudes, y según la época del año, contar con un sitio seguro donde descansar y resguardarse podía hacer la diferencia a la hora de tomar la decisión de ponerse en camino… y no por nada le llamaban Rey Prudente. Dos siglos después, con la apertura del paso a través de Navacerrada, el lugar decayó, y al poco tiempo fue totalmente abandonado.
La leyenda se fue construyendo a la vez que los muros del edificio se desmoronaban. Jesús de Aragón, que pasó su infancia en estas tierras, la conocía bien: cuando la orden del Temple fue violentamente disuelta, un grupo de caballeros escapó llevándose inmensas riquezas, llegaron a las montañas segovianas y allí las escondieron. Parece disparatado, pero en los años 40 un capataz de los jardines del palacio de La Granja subió a las ruinas con una cuadrilla de trabajadores y estuvieron agujereando por los alrededores. No consta que dieran con el tesoro.
Para salir de Casarás hay varias opciones: desandar lo andado (la más descansada); descolgarse allí mismo ladera abajo hasta dar con el Eresma y la carretera general o, finalmente, si tenemos ganas –muchas- de caminar, apuntar hacia la salida del valle por Valsaín y La Granja. En este último caso, nos bastaría con retomar la calzada romana en el punto en que la habíamos dejado. Enseguida alcanzaríamos la fuente de la Reina y, dirección norte y bordeando cerros, unas 3 horas después se llega a la Cruz de la Gallega y de ahí a Valsaín. Para los más audaces, en algún punto intermedio de esta parte del recorrido y cuando veamos abajo a nuestra izquierda el embalse de Revenga, queda la posibilidad de bajar monte a través hacia el río de la Acebeda y, no demasiado lejos de la cola del pantano, encontrarse con el azud del Acueducto. Desde el punto del cauce en el que se recoge el agua hasta la imponente arcada que todos conocemos, emblema de la ciudad de Segovia, hay más de 10 kilómetros de canalización a pendiente constante, sorteando obstáculos e irregularidades del terreno. Una maravilla de la ingeniería romana que, todavía, en su construcción original a cielo abierto, puede verse en alguno de los tramos.
La sombra blanca de Casarás
La sombra blanca de Casarás fue publicada en la colección Aventura de la editorial Juventud en 1931, y se reeditó en formato de bolsillo, al igual que el resto de obras del autor, en los años 90. Arriesgaremos el tópico: es una obra de culto.
Nos hemos acostumbrado fácilmente –cómo no– a las librerías en internet. Nos parece de lo más normal buscar un libro que sabemos raro o descatalogado, ver surgir en la pantalla múltiples ofertas, elegir con un click, pagar con otro y recibirlo en casa tres o cuatro días después. Si bien se piensa, eso es algo tan portentoso como el Acueducto y tan fantástico como el tesoro templario. Unos años atrás, encontrar según qué ejemplar podía llevar años de peregrinación y encargo a los libreros amigos y, aun así, para quedarse a veces con las ganas.
Con La sombra blanca de Casarás pasaba esto, que nunca aparecía. La edición de 1931 era imposible; la de 1995 enseguida se esfumó. Nada extraño, en la época pre-internet, para una obra que se había ganado una merecida fama en los círculos madrileños del libro de lance. Lo curioso es que con el florecimiento de la venta online y las decenas de miles de librerías que hay en la red no ha mejorado la cosa (desafío al lector a conseguir siquiera la reedición de Juventud), y eso, que puede ser normal en libros de bibliófilo, resulta extraño en uno corriente y moliente como este. Uno más de los misterios asociados a los templarios.
Afortunadamente, Ícaro, una librería y editorial de La Granja de San Ildefonso tuvo el valor y el mérito de sacar en 2013 una nueva edición. Es la única disponible. Cómprenla si no la tienen, y se harán un favor a sí mismos. Y apresúrense a visitar Casarás antes que los gestores del malhadado Parque Nacional la conviertan en una discoteca, con Hugo de Montignac de portero.
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