No ha tenido suerte el bueno de Cristóbal Colón a ojos de la historia. En su vejez arrasado por la gota y los mosquitos, abandonado en la costa homónima del Nuevo Mundo. Más tarde fallece en Valladolid arruinado, solo, con Américo Vespucio dando nombre a su hazaña, y sin tener la más mínima consciencia de lo que había conseguido. ¿Y qué había conseguido? Por lo pronto, dar el pistoletazo de salida en la carrera del Renacimiento. Pero esto, un mero grano de arena en el desierto de la cronología, simple palabrería conceptual, sólo pudo ser posible gracias al desafío cartográfico al que se enfrentó, y al que nadie se había atrevido a enfrentarse antes; gracias a su revolución científica; gracias a sus conocimientos de física o de cosmografía. Además, que es de lo que hemos venido a hablar en esta columna, su llegada supuso un contacto entre dos realidades, y una capa más en el sustrato cultural del continente ahora sí visible para occidente.
Ese contacto queda reflejado, por cierto, en el propio diario de Colón, un artefacto narrativo de notable importancia. Allí, el almirante da buena cuenta de las relaciones entre las distintas tribus. Unas, amistosas y pacíficas, «gentiles y de gran sencillez»; otras, cito textualmente, «cocían en una olla un pescuezo de hombre y cuatro o cinco huesos de braços e piernas de hombre». Y esto sólo en archipiélago caribeño, sin entrar en las dos bastas porciones de terreno que forman lo que hoy conocemos como América del Norte y del Sur, donde algunos arrancaban corazones o sacrificaban a los recién nacidos. Dicho de otro modo: ese sustrato del que hablamos está formado por distintas culturas, en su mayoría dispares y enemigas, a veces sanguinarias, destructoras, y todas ellas, sobre todo, cumpliendo la máxima que toda cultura lleva consigo: guerrear en pos de su supervivencia.
Pero vamos al presente. Y es que, en Ciudad de México, concretamente en su avenida principal, el paseo de la Reforma, la figura de Colón ha sido retirada por el Gobierno para dar paso a una figura que pretende homenajear a las mujeres indígenas. Obviamente hay un componente de injusticia: los gobiernos americanos intentan ocultar una de las capas de ese sustrato cultural del que hablábamos, que les ha dotado, entre otras cosas, de un corpus lingüístico, sanitario, legislativo, vial, universitario, etc. Lo hacen señalando el carácter sanguinario colonizador, obviando el carácter sanguinario precolombino del que ya hemos hablado. No parecen comprender que tan necesarias son las culturas indígenas como las europeas para entender su historia, su carácter, su naturaleza. Y luego hay otro asunto, quizá más populista, y es que todos estos gobiernos pretenden ocultar su habitual fracaso, su deriva constante, bajo el mantra de este imperialismo que ni les va ni les viene. Porque resulta que los europeos llevan dos siglos sin gobernar aquella tierra, y a nadie sino a sí mismos deben achacar la mala gestión de un continente que pretende perder símbolos a costa de perder identidad. Pero el populismo tiene estas cosas: panem et circenses para todos.
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