Foto: Lidia Lahuerta
Sara Mesa ha instalado su escritorio en el lugar exacto donde antes estaba el retrete. Y eso da para tantas metáforas, chascarrillos e incluso parábolas que, como ustedes comprenderán, no vamos a hacer ninguna. Que aquí somos muy elegantes y no consideramos pertinente reflexionar sobre las distintas formas de crear que tiene el cuerpo humano.
Lo que sí que explicaremos es el origen de tan curiosa coincidencia: hace ya algunos años, Sara Mesa abandonó Sevilla para instalarse a las afueras. Una agencia inmobiliaria le enseñó una casa de pueblo sita en una pedanía y, cuando el comercial abrió la puerta del cuarto de baño, la escritora supo que allí montaría su despacho. Era una estancia amplia, en cierta medida aislada, potencialmente luminosa; el lugar perfecto para una escritora que aspiraba a su primera habitación propia. Así que la autora de Cicatriz, Cara de pan y Un amor se deshizo de la bañera, del bidé, de la pica y, sobre todo, de ese váter lleno de roña, y allí donde antes había una taza instaló un escritorio en el que, además del ordenador y demás útiles del oficio, colocó un puñado de muñecos.
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Sara Mesa tiene horror vacui y necesita estar rodeada de juguetes: marionetas, figuritas, peleles… Los compra en sus viajes al extranjero, en sus visitas a los mercadillos, en sus paseos por la ciudad, y aunque reconoce que hay algo de infantil en semejante afición, también confiesa que no sabría trabajar sin esos ojos de mentira que la observan en silencio. Pero el horror vacui se manifiesta de muchos modos y es interesante destacar el del procesador de textos. Sara Mesa escribe con un cuerpo de letra once e interlineado simple. Aprieta tanto las letras porque, según dice, hay algo espacial en su proceso de la creación literaria, algo que le incita a atiborrar la pantalla de palabras, algo orgánico en la forma en que las líneas van devorando la blancura del folio. Y esta densidad física del texto es tan importante para ella que, aun siendo miope, compone sus manuscritos con la letra bien chica.
Pero Sara Mesa no sólo reformó el cuarto de baño, sino también su horario de trabajo. Antes de abandonarlo todo para dedicarse en exclusiva a la literatura, es decir, cuando todavía trabajaba como profesora de secundaria y residía en la capital andaluza, escribía cuando el cuerpo se lo pedía —que, si me lo permiten, es el mismo motivo por el que los mortales levantamos la tapa del váter—, pero ahora que dispone de todo el día, ha asumido que no hay nada tan saludable —y productivo— como la disciplina. Hace años consideraba que escribir a diario era propio de personas con mentalidad funcionarial, de gente sin ningún tipo de espíritu creativo, de artesanos que anteponen la constancia al talento, pero la disponibilidad de tiempo —y, sobre todo, la obligatoriedad de gestionarlo— le ha hecho entender que es más útil crearse una rutina que esperar la visita de no se sabe qué musa. Porque la escritura, dice que ha descubierto, es un ser vivo con autonomía propia, uno que ahora parece dormido pero que de pronto da un brinco, uno que suelta un chorro de luz cuando todo estaba ya oscuro. Y es que los fogonazos son como las estrellas fugaces: sólo se ven cuando se observa con persistencia el cielo.
Ahora bien, Sara Mesa no es amiga de escribir todo el día. De hecho, no acaba de creerse a los colegas que aseguran que trabajan de ocho de la mañana a ocho de la noche, y cada vez que lee una declaración de ese estilo, se plantea la misma pregunta: «Y esta gente, ¿cuándo hace la comida?». Porque preparar la comida no sólo es encender los fogones, sino también ir al mercado, recorrer los puestos, regresar a casa con la bolsa llena, distribuir los productos por la alacena, poner y quitar la mesa, limpiar los platos y, ya de paso, sacar al perro, hacer la colada, fregar el suelto, tender la ropa y tantas otras cosas que no especificamos aquí por falta de espacio. Todas esas tareas hay que hacer para poner una casa en orden y, cuando la autora se pregunta cómo lo harán sus compañeros para meterle tantas horas a eso de la escritura, siempre llega a la misma conclusión: o son hombres o son ricos. Puede que incluso las dos cosas juntas.
Así pues, Sara Mesa se sienta a escribir cuando las otras faenas se lo permiten y, aunque lo hace en un antiguo cuarto de baño, rodeada de juguetes y comprimiendo al máximo el texto, lo cierto es que se ha ganado a la crítica con un estilo minimalista. Justo lo contrario al modo en que parece que dirige su vida. Pero, ya se sabe, todo es extraño en este oficio. Tan extraño que incluso se pueden construir frases hermosas en el mismo lugar donde antes se sentaba uno para hacer algo que nada tiene de bonito.
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La última novela de Sara Mesa es Un amor (Anagrama, 2020).
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