Miré escondido por la ventana cuando se marchó, por si daba la vuelta. Salió del aparcamiento sin ceder el paso, el rugido de su coche parecía un animal herido. La maleta a medio hacer quedó en el pasillo, testigo y al mismo tiempo altavoz de frustraciones. Su azul oscuro se había desteñido y tenía una constelación de pequeñas salpicaduras. La habíamos comprado hace cuatro años, cuando empezamos a sentir que éramos novios. La discusión continuó, como los últimos meses, por teléfono.
Me empeñaba en encender la luz, después de apagarla. O quizá fuera ella. Imposible discernir quién comienza con el final. Mi sensación fue de derroche de claroscuros. Desde hace algún tiempo la lámpara de mi mesilla de noche agudizaba las sombras de la habitación. La encendía cuando ella estaba a punto de dormirse. Se quejaba, yo decía que quería leer, aunque en realidad buscaba el sueño que ella encontraba sin esfuerzo. Siempre he sentido celos de sus apagones y he odiado mi resistencia a la noche.
La pasión se marcha como vino, sin previsiones, razonamientos o negociaciones. No hay fronteras claras, aunque las inventamos porque somos urdidores de historias. Técnicas de supervivencia donde aparecen los buenos y los malos. El enamoramiento se enciende y se apaga, ajeno a nuestro deseo. Nuestro intento por comprenderlo proviene de nuestra desesperación por conservarlo, como si esa luz dependiera de nosotros. Dicen que recibimos el brillo de las estrellas incluso después de extinguirse. Su luz se expande a través del universo hasta llegar a nuestra bóveda celeste, donde siguen siendo los lunares del cielo, aunque ya estén muertas.
La maleta azul en el pasillo extendía el límite al que habíamos llegado, pero no había en ella un final, más bien una luz de estrella extinguida. Siempre he pensado que las maletas son guardianas de la mirada de la niñez, cuando todo es eternamente nuevo. Comúnmente se cree que las vacaciones son para descansar del trabajo, en mi caso son un descanso de ser adulto, y volver a esa mirada de las primeras cosas. Ahora, su presencia inacabada solo anunciaba el abandono de la minoría de edad que trae consigo el apagón del enamoramiento. Es hora de mirar como un adulto, con los ojos prestados.
Nos gritamos de nuevo. Colgó. Mi casa adoptó dimensiones colosales y laberínticas. Di algunas vueltas por el pasillo, como esos animales zoológicos lo hacen en sus jaulas. Intenté ajustar la ropa interior en los márgenes de la maleta, como si aquella verdad, nuestra relación comenzó con un viaje y terminará con este, ya evidente hace tiempo, no existiese. La mampostería de la ropa interior debía sujetar el resto de las prendas, para que no se movieran y arrugaran. Nunca antes había hecho una maleta con la misma energía con la que se deshace. Llamé de nuevo. Mañana saldríamos de viaje. No metí la ropa interior.
Durante el viaje escuchamos su música. Las caricias tenían el tacto de la limosna. Se habían fundido los plomos de nuestros cuerpos. De vez en cuando movíamos la cabeza, como si la música nos arrastrara, pero también fingíamos, anclados a la inercia del coche. No hubo conversaciones, tampoco paisajes. No sé dónde estarían sus pensamientos. Los míos analizaban la historia de nuestra relación intentando ver dónde estaban las grietas, como si fuese nuestra pasión un edificio antiguo que sólo necesitara una renovación. Los supuestos finales siempre comienzan con una gran negación.
La idea de final no es justa. No existe realmente, solo se trata de poner un límite, como las fronteras entre países, separados por algo físico: un río, una cordillera o una comunidad que habla diferente. Pero lo físico no hace lo mental, como un pene no hace a un hombre, una vagina no hace a una mujer o un cuerpo, por sí solo, no inspira amor. El final, como frontera, encuentra su pretexto en lo físico, como sucede con la muerte o las rupturas, pero el final estricto no existe en la continuidad de nuestra misteriosa e imprevisible vida mental, donde la imaginación hace sus remiendos. Se deja de ver a una persona, pero ninguna muerte muere; ninguna ruptura es un final. Esto lo sabe la noche, que siembra luces de estrellas muertas.
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