Es un domingo de agosto, en una playa de la costa este de los USA, frente a una mesa de un bar, con un piano al que alguien aporrea salvajemente. El último domingo de un mes que siempre recuerdo que detesto, olvido a menudo que lo odio menos que a julio, aunque sea por representar la entrada a septiembre, que es el acceso a octubre. Octubre y el otoño en aquellos sitios del mundo donde la subida de temperaturas no desplaza la estación del ocre a los terrenos de Juan Nieves.
En Afganistán, un ex-marine británico tiene una protectora de animales. Rescata, rescataba, perros, gatos y burros. Ahora el hombre quiere volver a su país, pero no lo hará sin llevar consigo a los doscientos animales a los que cuida. De inmediato saltan aquellos que dicen que con su dinero esto no se hará. Perfecto. Reúne el hombre el dinero para alquilar un avión que lo transporte a él, a los animales y a sus sesenta y ocho trabajadores afganos fuera del país. El problema ahora es llegar al aeropuerto. Las fuerzas británicas no parecen muy dispuestas a facilitarle la tarea. Según el ministro de defensa británico, las personas van primero. Y ya. Esta es la noticia. Muy escurrida, sin babas de periodista ni excusas de señor preocupado por los votos. De inmediato se produce el cisma, se abre el mundo y se reparte entre los que desean muerte y extinción a este valiente hombre y a todos los animales, y la orilla desde la que los animalistas condenan, exigen justicia y se tiran de los pelos entre berridos que les rajan las gargantas. Un buen hombre, en una situación desesperada, que necesita ayuda. Una persona que hace el bien, que se juega la vida y aporta en condiciones extremas, despierta odio, rabia, balbuceos delirantes de los acomodados. En los dos lados. Mi pasión siempre estará del lado de cualquier vida animal antes que de una vida humana. Sin vacilación. Soy un extremista, y usted, señor, es un calamar muy raro con una zanahoria en el trasero. Pero no se trata de esto. La cosa es que me parece que el mundo, ese mundo que se puede permitir opinar, acceder a internet, es decir, los que solemos considerarnos el mundo, hemos desarrollado una tendencia enfermiza a no meditar, a opinar, a hacer ruido. Leo la noticia, inevitablemente me encuentro con opiniones de toda clase. Bajo los artículos en los periódicos, en redes sociales, en los paquetes de cereales y en la biblia. Se pelean unos con otros. Coño, se pelean hasta unos con unos. La cosa es alzar la voz, no sea que en el silencio nos demos cuenta de que no hay nada que decir.
Cierro las pestañas y miro por la ventana. La gente pasea las mollas, los pliegues de carne, bajo el sol, casi debe de oler a panceta allá fuera. ¿Tengo opinión?, me digo. ¿La tengo, quiero tenerla? ¿Quiero comer hasta que me salgan lorzas y deambular semidesnudo cubierto de sudor en mitad de una meca de capitalismo y vacío existencial? Tengo hambre, eso creo. Pero prefiero dar un trago al agua y seguir navegando por esta tela de araña enfermiza. Es una costumbre deplorable que adquirí durante el confinamiento ese. A veces, para escribir, voy de aquí para allá. Leer las malas noticias, es decir, las noticias, no me ayuda a escribir mejor. Pero es un efecto secundario de las mutaciones de un coronavirus cualquiera. Debo ir a una clínica de desintoxicación. Qué sé yo. Esto no es fácil solucionarlo, igual que no sé cómo reaccionar ante la marea de vómito verdoso que me cae sobre el regazo nada más abrir el portátil. O igual no es tan complejo, igual puedo hacer como Richard Proenneke y montarme una cabaña en un lugar tan inhóspito que las redes móviles choquen y revienten contra las montañas, y donde “el mundo” no exista, igual me es posible creer aún en el ratoncito Pérez.
Mientras yo pierdo el tiempo de esta forma miserable, el mundo arde. Y me temo que es mucho más que figurado. Representantes de todos los dominios biológicos mueren achicharrados. Y los que no, los que salen huyendo, puede que se lleven algún que otro tiro de los ingenieros de la naturaleza, que se dicen asín los cazadores. Veo que a un lobezno rescatado de un incendio lo apalearon unos pocos días después. Apaleado. Muerto apaleado. Lobezno. Es casi como imaginarse un bebe estampado contra la pared, el cráneo abierto, indefenso, un trapo en manos de un monstruo. El odio en redes no tarda en dispararse. La gente exige, exige, sí, responsabilidades, soluciones. El periodista sabe de la fuerza de las palabras, sabe que el morbo es una droga que excita a los animalistas más que a otra clase de pervertidos. Usar el buscador no es complicado si uno puede hacerlo. Este señor, el buscador, me cuenta que la noticia es de 2015. ¿Por qué, entonces, hay miles de reacciones a este tuit? Me aprieto los ojos bajo los párpados, suspiro, encabronado. Si solo un diez por ciento de los que se indignan, con lo que sea, con lo que les pique, reaccionaran, qué mundo tan maravilloso cultivaríamos. Mi mujer me pregunta que qué me pasa. Nada, nada, de verdad, ese es el problema, que lo que me pasa es nada. Que estos minutos que se me caen de las células como pellejos secos son nada.
Entre tanto, Suarcheneguer —que lo escriba bien otro—, desde una de sus mansiones en California, le dice al mundo que él, sí, él, tiene la solución al cambio climático. Un anciano que necesita llamar la atención con la misma desesperación que un algoritmo de Twitter, exhibe su coche horrible, mientras contempla ese iPad arrejuntado con lágrimas de etnias minoritarias asiáticas, y dice a los “hombres con pelotas” que no tienen que dejar de comer montañas de carne. Que lo sigan a él al umbral del paraíso, donde el mundo será mejor tan pronto como en diez años solo con sustituir las bombillas de filamento por leds, no usar cubiertos de plástico y no comer carne un día a la semana. Podrá continuar el consumismo, el nihilismo más extremo, y como agradecimiento solo habrá que hacer una réplica del Suarcheneger mejor que la cutre estatua gigante junto a su piscina. Y me río y le doy a la equis que me cierra toda esta nube de degüelto. Porque quisiera que lo escrito fuera ficción, como lo insinúa el lenguaje de esquizofrénico o de adicto a la ketamina. Pero qué más quisiera uno que abrazar un vial gigante de ese anestésico para caballos, y que esto fuera una mala pasada nada más.
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