Conocí a Alfredo Martínez hace dos años. Era el padre de una amiga de mi hija. Era además asturiano, y anduvimos una tarde en su casa hablando de su tierra. No estábamos en Asturias, pero por el cariz de la conversación podíamos haber estado en Covadonga, en Cangas de Onís o en Oviedo, su ciudad natal.
—No puede ser que un personaje que es uno de los mayores mitos de la Península, que es como nuestro rey Arturo, tenga tan poca literatura. ¡Es inaudito! —exclamó—. Y ha tenido que venir un australiano para hacernos ver su potencial…
Evidentemente, no se daba cuenta de con quien hablaba. Yo soy novelista. Me gusta lo que hago, y me precio de ser prolífico. Escribo con la máxima intensidad: eso es el único secreto detrás de mi productividad. Pienso —y Lope de Vega me parece el mejor ejemplo— que la cantidad, en algún momento, acaba transmutándose en calidad. Y ando siempre a la caza de buenas ideas para mis novelas. Además, soy competitivo.
En definitiva, lo que me decía Alfredo me picó. Me encantan los retos y me puse de inmediato a trabajar en una trama pelayesca. No puedo afirmar que supiera mucho del personaje, con lo cual mi primera sorpresa fue la riqueza de la peripecia de don Pelayo. Lo ubicaba —supongo que como casi todos— en los Picos de Europa, entre astures, encabezando aquella primera rebelión contra los árabes.
Nunca había caído en que estuvo junto a Rodrigo en la batalla de Guadalete, y que presenció de primera mano la caída de Spania (permitidme que emplee el vocablo). Tampoco conocía su singular periplo desde la batalla de Guadalete hasta la Mérida visigoda, y de allí a las montañas. Ni su viaje a la Córdoba árabe de los primeros años. La riqueza de su trayectoria me dejó fascinado. Supe de inmediato que tenía una gran novela de aventuras entre las manos.
Pero encima descubrí que nuestros reyes godos tenían una historia llena de rifirrafes sangrientos que igualaba en violencia a Juego de Tronos o a Los reyes malditos. Profundicé en la mitología de la caída de Spania, con el legendario y tenebroso Julián y su desdichada hija Florinda, la vilipendiada Cava, y perseguí los mejores romances medievales inspirados en ellos.
Volví a revisitar las crónicas árabes en las que se ensalza los héroes mahometanos de aquella extraordinaria conquista: Musa, Tariq. Y sobre todo descubrí a Adosinda, gran olvidada de las historias pelayescas, la hermana misteriosa a la sombra de Pelayo, la supuesta amante de Munuza, a la que yo imaginé ambiciosa y envidiosa, aquejada de una suerte de feminismo avant la lettre…
Era imposible no sentirse atraído por un ambiente tan novelesco.
Hoy todavía no sé si Mel Gibson producirá una película sobre Pelayo (si se estrena, seré el primero en verla), pero mientras tanto sé que he disfrutado como un enano escribiendo esta novela. Creo haber ganado el primer round. Un personaje como Pelayo merece una mitología más extensa. El Cid, en comparación, ha tenido sus exégetas, su Cantar, su literatura dramática, que incluso se ha exportado: el Cid de Corneille es un clásico universal. Ha protagonizado una reciente novela de Pérez-Reverte y hasta su propia serie.
Rodrigo Díaz de Vivar va sobrado allí donde Pelayo se queda corto. El pobre Pelayo ha tenido cronistas, sí, pero no literatos de altura (Jovellanos y Moratín padre son las raras excepciones) que lo entronizasen en nuestra imaginación. Esto había que remediarlo y me enorgullezco, con mi ¡Pelayo!, de haber puesto una nueva piedra en un edificio que, con un poco de suerte, alcanzará algún día las dimensiones de las leyendas artúricas. El personaje, por lo menos, supera al rey Arturo en importancia histórica y lo merece.
En todo caso, amigos y lectores, aquí tenéis mi última novela, llena de aventuras, ambientada en los albores de nuestro extraño y complicado país. El nacimiento de España —sea lo que sea este peculiar ser— merece un poco de cariño y atención por nuestra parte.
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Autor: José Ángel Mañas. Título: ¡Pelayo!. Editorial: La Esfera de los Libros. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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