Hace unos años, durante un lujoso homenaje a Octavio Paz en Casa de América de Madrid, se desplegó un amable pero significativo debate ideológico entre el liberalismo puro y duro, y el llamado “liberalismo de izquierda”, que encarnó aquella tarde el mismísimo Felipe González. Su amigo Paz, crítico del marxismo después de haber leído El archipiélago Gulag y luego de largas y dolorosas meditaciones, pero también duro objetor del estatismo latinoamericano —como demostró en su ensayo El ogro filantrópico— había mantenido sin embargo una cierta incredulidad frente a las “certezas” surgidas tras la caída del Muro de Berlín: “Que las respuestas hayan fracasado no quiere decir que las preguntas no sigan vigentes”, dijo Paz. “Tenía un compromiso frente a la libertad y una rebeldía frente a la injusticia social”, explicó allí Felipe; al revés que Neruda o Saramago, había sido muy valiente al romper con la confortable coraza de la izquierda cultural, y lo había pasado mal por semejante osadía: “Pero Octavio nunca fue un reaccionario; fue un progresista en el sentido profundo del término”. A continuación, González hizo una declaración de principios: “Yo creo que la economía de mercado es mucho más eficiente que cualquier tipo de estatización”, y se pronunció contra las “utopías regresivas” de América Latina; se refería principalmente al “regresismo” kirchnerista y también al bolivariano, que le parecían respuestas erradas a desaciertos del modelo. “Ahora, me resisto a pensar que la economía de mercado sea igual que la sociedad de mercado —les advirtió el socialdemócrata español a sus camaradas del liberalismo integral—. Si no hay economía de mercado no hay democracia. Sin embargo, el mercado es muy caprichoso y puede ser compatible con la dictadura. La democracia no traicionará nunca al mercado. Porque la libertad de iniciativa económica forma parte del paquete de libertades que define la convivencia democrática. Lo que no significa que la economía de mercado la traslademos al ciudadano, y éste sea considerado como una pura mercancía. Para eso se necesitan políticas públicas que corrijan la situación. Y esa era la razón que frenaba a Octavio Paz. Yo también creo que la responsabilidad política es gobernar el funcionamiento previsible del mercado y evitar sus excesos”. Esa misma tarde fustigó, a su vez, a quienes “cuando hay fracasos más o menos sucesivos de los gobiernos, creen que la democracia es la que fracasa: están equivocados. La democracia es puramente instrumental, no es un sistema ni una ideología. Y es verdad que casi en toda América Latina se vota. Pero también es cierto que allí mismo, en cuanto al respeto por el juego político y la independencia de la justicia, hay una situación que se está degradando”. Junto con las desigualdades, que no son resueltas y que incluso se ahondan y multiplican, hay entonces un “estrechamiento de la libertad”. Nos estamos quedando sin el pan y sin la torta.
Provoca siempre una sana envidia escuchar a dirigentes políticos ilustrados y resulta un tanto penoso superponerlos con los escenarios actuales de la Argentina, donde campea una indigencia intelectual alarmante y una vacuidad discursiva creciente. Aquel debate modélico ocurrido en Madrid desnuda por contraposición la absoluta falta de discusión de fondo entre los partidos republicanos argentinos que conforman la coalición opositora. Se trata, me perdonarán los pragmáticos y expertos en campañas pausterizadas, de una discusión muy pertinente y sabrosa, y ni por asomo es la única. Pero los opositores persisten en no bajarlas al vulgo y en eludirlas olímpicamente, bajo la coartada de que sólo deben concentrarse en captar el “voto no politizado”; para esta última faena formulan entonces mensajes huecos y obvios que no le mueven el pelo a nadie. Ningún paisano sabe muy bien qué diferencia hay, por ejemplo, entre votar a Manes o a Santilli: ambos son igualmente insípidos e indoloros, y como todos han renunciado a una verdadera discusión (para no dar pasto a las fieras) y también a las respetuosas diferencias (si es que las tienen) resulta que no solo no han vuelto competitivas las primarias, sino que han dejado la impresión de que luchan únicamente por una mejor poltrona. La oposición, que tiene pensadores de gran valía, ha renunciado a que éstos den un paso al frente y a poner sobre la mesa asuntos más novedosos e interesantes, y se esteriliza ahora en un mero juego de palomas y halcones, donde ya ni siquiera sabemos quién es quién. De modo que, a la abulia general de la gente de a pie —lastimada como nunca por el estrago colectivo— le han agregado el tedio calculado de la nada. Sin discusión seria y apasionante no hay pasión ni ilusión, y sin esos insumos básicos no hay entusiasmos ni liderazgos nuevos.
Es cierto, claro está, que estos fecundos debates sobre relevantes matices solo pueden darse entre candidatos parejamente democráticos y en naciones evolucionadas, como la alemana o la española, donde no existe un nacionalismo rústico y autoritario en el poder central que quiere romper el sistema y eternizarse: es tan amenazante aquí el proyecto del kirchnerismo que eclipsa cualquier polémica secundaria. Eso no quiere decir que se evite, puesto que el republicanismo popular precisa una alegría y una recreación permanente a la altura de las acechanzas despóticas y de las cambiantes circunstancias del mundo. Hay más creatividad en las calles y en las redes que en la dialéctica electoral; en la grey anónima que en el púlpito. Late una rebelión de las clases medias contra el pobrismo, las mafias, la casta populista y la decadencia sin piso, y sus dirigentes naturales no alcanzan a hacerse cargo cabalmente de ella. Está también vacante la representación de las nuevas generaciones, y falta talento para esa cosecha, con el riesgo de que los extremos terminen por apropiarse de tan populoso segmento, balcanicen la política y le agreguen conflictos de convivencia a los graves conflictos que ya nos inmovilizan.
Quienes más lustre le sacan a estos opositores opacos son paradójicamente los integrantes del oficialismo. No pasa un día sin que la Máquina de Hacer Desastres les fabrique algún bochorno y los salve de la grisura. La foto de una fiesta clandestina en Olivos, con el Presidente mintiendo de manera descarada y luego culpabilizando a su propia mujer. La diatriba facciosa de una docente, luego insólitamente avalada, que baja línea no con las grandes ideas de la historia sino con los ramplones zócalos de la televisión militante, donde hay comisarios camporistas censurando día y noche la realidad, vendiendo fruta abrillantada y tratando de mantener a los propios en una niebla mental que les permita tragarse cualquier sandez. Y a eso se agrega el paupérrimo y babeante mantra que pretende justificarlo todo, pero que se ha vuelto inverosímil para cualquiera con dos dedos de frente: Cristina desendeudó al país y legó una floreciente economía sin déficits abismales; Mauricio tomó créditos para fortalecer “la dependencia del imperio” y para que sus amigos fugaran la plata, y Alberto no bebió de esa copa venenosa (por favor), ni está creando una bomba monetaria, ni ha degradado el poder adquisitivo ni ha condenado a la pobreza a millones de personas con sus esotéricas políticas sanitarias y su macroeconomía del disparate. Pero parafraseando a Paz: “Que los nacionalistas estén haciendo las cosas tan mal no significa que los republicanos las estén haciendo bien”. Cuidado.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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