‘The Doctor’, Luke Fildes.
El verano no nos ha impedido cumplir con nuestra cita mensual. Aquí les hacemos entrega de la nueva dosis de ficción de la Escuela de Imaginadores. ¿O nunca ha sido ficción? ¿Cómo distinguir dónde empieza lo real y acaba la ficción?
En cualquier caso, el texto de Cecilia Pérez-Mínguez rebosa autenticidad. Como todo lo que ella escribe. De hecho, «Ocurría con sospechosa frecuencia que el médico nos visitase» forma parte de una novela híbrida, que mezcla con pasmosa soltura el diario literario con el libro de relatos y otros formatos, pero en la que la autora siempre se mueve entre la crudeza y la honestidad, la reflexión honda y la autoficción.
Este libro deslumbrante se titula Qué raro aman las viudas y está en busca de editor.
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Ocurría con sospechosa frecuencia que el médico nos visitase
Estoy planchando una camisa de mi hijo que ha venido a visitarme. Le entusiasma encontrarse con la sorpresa de que le he planchado o cosido la ropa y que ya no se le caen las monedas por el agujero del bolsillo del pantalón. Le parece un milagro y a mí no me cuesta nada. Me gusta cuidarlo cuando viene a casa.
Fue una mala suerte que, cuando murió mi abuela, nos cambiáramos de casa. La familia nuclear, frente a frente, buaaa.
En nuestro nuevo hábitat ocurría con sospechosa frecuencia que el tío Juan, el médico de casa, nos visitase. La misma con la que yo enfermaba, la misma con la que mi madre, en perfecta sincronía triangular, avisaba al tío Juan. Aquella conjunción de actos concatenados, casi simultáneos, se repitieron aquel invierno con machacona ritualidad dando sentido a las aburridas mañanas en las que, sin poder ir al colegio, yo sudaba fiebre en la cama matrimonial de mis padres.
¡Ay, Juanín, qué sería de mí si tú no estuvieras!, oía decir alegremente a mi madre cuando llegaba el médico de casa. Aquello me inquietaba. ¿Por qué ese cambio de humor en ella, esa alegría de vivir, esa locuacidad?
Se contaba que el tío Juan había crecido sin madre y que pronto empezó a destacar a causa de su inteligencia y vocación por la medicina. Siendo muy joven, y por la concurrencia del azar, sin duda, pero gracias a su extraordinario sentido médico y humanitario, había salvado a mi padre de un accidente de moto en la calle de San Bernardo. Cuando lo ingresaron como cadáver en la clínica donde el joven médico trabajaba, este levantó el sudario sin vacilar. No sé qué vería en el cuerpo inerte de su querido primo que se puso manos a la obra y le salvó la vida.
Yo sabía que era el prestigioso director de un hospital de infecciosos que una vez había visitado, y también sabía, siempre por mi madre, que, dado su carácter libertario, hosco y apasionado, seguía soltero a pesar de que ya era cuarentón y de que las mujeres se lo disputaban.
Desde mi imprecisa y oscura pubertad, me barruntaba que el tío Juan era el tipo de hombre que le gustaba a mi madre y pienso que, si lo hubiera conocido antes de que apareciera mi padre, su natural erotismo le habría llevado sin vacilar a sus brazos.
Cuando llegaba el tío Juan su aura iluminaba la estancia. Se sentaba en la cama y escuchaba mi respiración con los ojos entornados. Después, sus manos tanteaban mi cuerpo herido de inyecciones y cataplasmas, y yo me dejaba. El tío Juan sabía tocar, palpar mis zonas dolientes y, cuando lo hacía, cerraba los ojos y aspiraba el aire como si para emitir un diagnóstico necesitara olfatear la enfermedad. El olfato del tío Juan era su principal estímulo sensorial.
Yo amaba al tío Juan. Lo escuchaba, le obedecía y confiaba en sus poderes que siempre me curaban. Él me detectó a tiempo la difteria, el sarampión, la viruela, la tosferina, y la larga enfermedad de los ganglios tuberculosos.
El tío Juan era, además, amigo de la casa. A veces se presentaba sin otra razón que la de atenuar su soledad. Yo me abrazaba a él cuando llegaba y creía saber mejor que nadie cómo aliviar la sombra de aquellos ojos cansados de trabajar.
Qué pasó aquella tarde para que hubiera tanta claridad. Qué pasó en la misma puerta de la casa. Quién puede decir que fuera un abrazo diferente a lo acostumbrado. Acaso el hombre quiso beber gotas de la sensualidad inocente de mis diez años, apropiarse del aroma final de la infancia en los recovecos de mi cuello asustado, deleitarse unos segundos de más, olisqueando con feroz empeño el sudor de mi pubertad.
Por qué sin titubeos ni sospecha culpable (solo un segundo de titubeo, solo un segundo de sospecha culpable) yo me abandoné al olfateo incesante. Por qué no pude discriminar que la ternura era solamente mía y que, lo otro, era pulsión desordenada del adulto. Por qué los hados permitieron que, en el mismo instante en que yo me abandonaba a su abrazo, mi madre abriera la puerta de cristales que cortaba el largo pasillo de la casa y se quedara allí clavada, a dos metros de distancia. Por qué sus palabras.
—Mira cómo se deja…
Qué. Qué dices, mamá.
No aprecié el pavor en mis carnes hasta que me deshice del abrazo y me quedé sola, impregnada de vicio y de culpabilidad.
No sé qué hizo mi tío, si se quedó tan ancho o bajó los ojos avergonzado. Solo vi que mi madre se cogió de su brazo y, en inevitable complicidad de casta, entraron en el salón donde ya se encontraban más familiares.
Sin cruzar la puerta me quedé en el quicio mirando a mis padres, a mis hermanos, y los vi a todos como muñecos fragmentados en un escenario. Una representación teatral sin alma, sin unidad. Me fijé en la fría belleza de la sala, en cada detalle elegido por mi madre: los tres balcones circulares con sus jambas de caoba barnizada, los inmaculados visillos de fina organza; me fijé en las cortinas de seda de tonos verdes adamascados como la piel de los lagartos. Levanté, al fin, la mirada y me quedé así, suspendida en la araña de cristal que brillaba con la indiferencia de los cien cristalitos que tintineaban en lo alto.
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