Ha llovido bastante desde que Chomsky aludiera a la conocida distinción entre intelectuales libres y académicos-expertos, y desde que, en su comentario de El fin de las ideologías (Daniel Bell, 1960), plantease cómo los últimos habían acabado por construir una “tecnología desprovista de valores” para solventar técnicamente los problemas de una sociedad que habrían terminado por aceptar, junto con el estatus que esa misma aceptación implicaba y sigue implicando. Otra forma de expresar esto es que, ya en los sesenta, ciertos “expertos en la gestión de asuntos públicos” empezaban a sustituir a los viejos intelectuales pasionales e ideologizados. La intelligentsia se ampararía entonces en un consenso cómodo y conformista, mientras que los intelectuales libres perderían el calado, digámoslo así, que una vez tuvieron. La abolición de la vieja normalidad, que se ha llevado por delante los paradigmas de un buen montón de tesis doctorales, y hasta la obra entera de más de un pensador contemporáneo, ha vuelto extemporánea también esta discusión. Las nuestras se han vuelto sociedades que solo ciertas vanguardias científicas son capaces de manejar, arrebatando el destino histórico a las ideologías seculares y volviendo prácticamente impotente todo lo que no se hable en su siempre críptico lenguaje.
En su momento, Bakunin profetizó que nos iba a costar siglos quitarnos de encima a esta especie de nuevos curas y curillas, por aludir a la jerarquía que va de los investigadores monacales a los invitados televisivos: del aplomo pragmático de Luis Enjuanes al milenarismo castizo del doctor Carballo, sobrevenido médico-estrella, asustaviejas del populacho, de acuerdo con la semblanza que Bernard-Henri Lévy plantea respecto a estos voceros apocalípticos en Este virus que nos vuelve locos (La esfera, 2020). Insistimos en que todo este arco empírico, que tiene también su jerarquía y ritualística, empieza a dejar bastante a por uvas las viejas discusiones sobre intelectuales del siglo pasado. Ha nacido una ingeniería social realmente potente y urgente, aséptica y paranoica, que esgrime microscopios y números, rastreos y cribados, cosas que realmente nos pueden salvar, y que relega a los intelectuales a la posición de pastores asirios aficionados a filosofar, o a una especie de infancia precientífica del todo inútil con la que está cayendo.
También podríamos pensar en los intelectuales como poetas expulsados de La República (Platón, 370 a.C.). De hecho, el primer fascista de la Historia no lo hubiese hecho mejor, aunque bien es verdad que, en este caso, el destierro no se debe a la peligrosidad. Simplemente, el mundo se ha convertido en un lugar solo desentrañable por una aristocracia ultraespecializada. Los populosos rebaños de la civilización necesitan que la ciencia (cursiva imprescindible en este caso) les sea explicada, y aquí sí que hay un punto de encuentro con ese blanqueador de la New Frontier, porque el método científico no queda libre de sesgos ni de ruido estadístico, y mucho menos de intereses ni manejos espurios de datos. Tampoco se libra de la sombra de la ideología, de manera que el cuestionamiento de los asuntos de la pandemia se ha vuelto como muy de derechas, y su defensa ciega una especie de socialismo 2.0, aunque anticuado en lo esencial. Respecto a los intelectuales comprometidos que Chomsky extrañaba ya en los sesenta, podemos darlos por volatilizados. No están, y mucho tendrían que desviarse los acontecimientos para que pudiésemos esperarlos en el medio plazo.
—————————————
Autor: Noam Chomsky. Traductor: Albino Santos Mosquera. Título: La responsabilidad de los intelectuales. Editorial: Sexto Piso. Venta: Todos tus libros.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: