El nuevo libro de Luisgé Martín, El amor del revés (Anagrama), es la autobiografía sentimental de un muchacho que, al llegar a la adolescencia, descubre que su corazón está podrido por una enfermedad maligna: la homosexualidad. A continuación puedes leer un adelanto del libro, que ya está a la venta desde este miércoles 21 de septiembre.
En diciembre de 1981 viajé a París para entrevistar a Julio Cortázar, que había accedido a recibirnos en su casa de la rue Martel. Para mí aquel encuentro era una quimera gloriosa. Iba a visitar al escritor que más admiraba en el mundo, a hablar de Oliveira y de La Maga, a compartir ese universo de fantasías desoladoras que tanto me habían perturbado. E iba a hacerlo, además, en París, la ciudad todavía luminosa que cualquier artista deseaba recorrer y habitar. Había estado allí el verano anterior –mi primer viaje al extranjero– y conservaba aún el recuerdo deslumbrador de sus calles.
Venía conmigo Ángel, un compañero del colegio que participaba también en la redacción del fanzine que editábamos y que, como yo, sentía devoción por los libros de Cortázar. Acababa de intentar suicidarse porque su novia le había abandonado y pensaba que la vida ya no tenía sentido. Llevaba las muñecas vendadas, aunque los cortes, hechos con teatralidad romántica en un lugar en el que estaba seguro de que le iban a encontrar a tiempo, eran superficiales.
Hicimos el viaje en el tren Puerta del Sol, de noche, y nos instalamos en una pensión barata y lúgubre del Barrio Latino, cerca de Saint-Germain-des-Prés. Cortázar nos había dado su número de teléfono y nos había advertido de que nos toparíamos con un contestador automático, en el que debíamos dejarle nuestro número para que fuera él quien estableciera el contacto. Las habitaciones de la pensión no tenían teléfono, de modo que en el mensaje que grabamos en el contestador dejamos el número de la recepción con el ruego de que nos llamara a lo largo de la tarde.
Aquel París invernal no se parecía al que yo había conocido en el mes de agosto. Era más afilado, más sombrío. Su luz inspiraba los sentimientos nocturnos y los versos más tristes. La pensión en la que estábamos, por lo demás, recordaba a las moradas costumbristas de los artistas bohemios: luces amarillentas, aire helado, suelos desiguales, paredes ralas y mal pintadas. Toda la escenografía invitaba al delirio literario. Estábamos en el centro del mundo, teníamos veinte años, y la vida, a nuestro alrededor, era áspera y dolorosa.
Nos quedamos en la habitación esperando la llamada de Cortázar y hablando de la sustancia de los sueños. Ángel, penando su amor perdido, sostenía que el curso del tiempo sólo traía despedidas y abdicaciones, que íbamos transformándonos en criaturas lunares y rendidas, que renunciábamos a nuestras ilusiones sólo para evitar el sufrimiento. Yo, que siempre tengo gusto por la polémica, dije entonces algo que tal vez no creía: que no había fatalidad en esas renuncias, que algunas personas consiguen sobrevivir a su propio destino y conservar los deseos que tuvieron, que la edad no nos obligaría por fuerza a claudicar.
Cortázar tardaba mucho tiempo en llamar, y cuando ya había caído la noche y nos habíamos cansado de porfiar sobre el porvenir, Ángel se puso a escribir una carta y yo salí a pasear por la ciudad. Ésa es la secuencia que deberá figurar en la película de mi vida, la que explica algunas de mis mudanzas sentimentales y sirve de antecedente de mi desvirgamiento en Pascua.
Era la primera vez que yo caminaba solo por París. Hacía mucho frío, había nieve en las aceras y la piel de la cara se coagulaba por el viento escarchado. La ciudad, sin embargo, tenía el paisaje de su plenitud: había muchachos patinando, unos pintores exponían sus obras en la verja de un jardín, los comercios permanecían abiertos y el tránsito de gente extravagante –había negros y orientales, razas que entonces en España sólo podíamos ver en las películas– le daban al bulevar un aspecto festivo y vitalista. Allí, sin escarbar mucho debajo de los adoquines, estaba claro que las reglas eran diferentes. Me crucé con un chico muy guapo y me atreví a mirarle a los ojos con firmeza. Él me devolvió la mirada con una sonrisa que no era de conformidad sino quizá de burla, pero mi osadía, que sólo buscaba la propia afirmación de mí mismo, fue suficiente para enorgullecerme.
Entré en un drugstore y hojeé delante de todos (aunque nadie me prestaba atención) una revista de hombres desnudos que estaba expuesta en los anaqueles. Luego busqué un sex shop y me entretuve mirando los consoladores, los arneses y la lencería erótica masculina. Al salir de allí, de regreso a la pensión, volví a encontrarme con un muchacho de rostro arcangélico –los labios rubicundos y gruesos de los franceses– y le miré como había mirado al otro, con la misma fijeza soberbia y desafiante. Entonces me puse a llorar en mitad de la calle y tuve que apartarme a una esquina oscura. Imaginé los paraísos que nunca había conocido, los lugares en los que quizás era posible vivir de una forma diferente a como yo vivía. Tenía envidia de la libertad que sentía en esa ciudad fría y desangelada. Durante un instante –una pulgada de tiempo– pensé que mi condena podría abolirse en París o en otra ciudad semejante; que podría amar a los monstruos, fornicar con ellos, reír sus bromas e ir envejeciendo con felicidad en un territorio completamente extranjero. Tal vez si contaba mi secreto en otro idioma no sería una traición.
Yo quería poder ser abandonado por alguien; tener, como Ángel, razones para cortarme las venas o saltar desde un puente del Sena al vacío. Esos suicidios eran nobles y ejemplares. No probaban la miseria del inmolado sino su grandeza.
Regresé a la pensión y pocos minutos más tarde subió el patrón a avisarnos de la llamada de Julio Cortázar. Bajamos los cuatro pisos a la carrera y hablamos con él para fijar la entrevista del día siguiente. Después, liberados ya de la guardia, nos fuimos a cenar al restaurante Polidor, donde se desarrolla la primera escena de 62/Modelo para armar, la novela que Cortázar había escrito a partir de un gajo de Rayuela. Yo le había propuesto por carta que nos citáramos allí, pero él, tan místico o tan supersticioso en esos asuntos del destino, había rechazado la posibilidad de volver a ese restaurante nunca más.
Durante unos minutos Ángel y yo repasamos las preguntas que le haríamos al día siguiente, pero enseguida volvimos a hablar de los sueños que se malogran con el paso del tiempo, de los amores caídos y de la desventura que persigue siempre a los que no aprovechan las ocasiones que les da la vida.
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Sinopsis de El amor del revés de Luigé Martín
«En 1977, a los quince años de edad, cuando tuve la certeza definitiva de que era homosexual, me juré a mí mismo, aterrado, que nadie lo sabría nunca. Como la de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, fue una promesa solemne. En 2006, sin embargo, me casé con un hombre en una ceremonia civil ante ciento cincuenta invitados, entre los que estaban mis amigos de la infancia, mis compañeros de estudios, mis colegas de trabajo y toda mi familia. En esos veintinueve años que habían transcurrido entre una fecha y otra, yo había sufrido una metamorfosis inversa a la de Gregorio Samsa: había dejado de ser una cucaracha y me había ido convirtiendo poco a poco en un ser humano.» El amor del revés es la historia de un camino de perfección que trata de poner al descubierto, sin clichés y sin moralismos, la intimidad desnuda de alguien que de repente se siente apartado de las normas sociales y trata de sobrevivir entre ellas.
Autor: Luisgé Martín. Título: El amor del revés. Editorial: Anagrama. Edición: Papel y kindle
Luisgé Martín nos cuenta en este vídeo lo que significó para él escribir El amor del revés
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