Siempre es bueno obligarnos a recordar, sobre todo cuando el desconocimiento oculta lo que no se debe olvidar. En 2020 se cumplieron setenta y cinco años de la primera publicación de El Principito en Francia. La efeméride no ha pasado desapercibida, con múltiples reediciones de ese libro mágico, y Lyon, la ciudad natal de su autor, ha recordado al célebre aviador-escritor con una memorable exposición.
La primera parte del recorrido nos sumerge en la oscuridad más profunda, en la que solo distinguimos los destellos de las estrellas y en la que destacan las maquetas de los planetas que el joven príncipe visita en su fantástico viaje, fieles representaciones de los dibujos del autor. Cuando pasamos frente a ellas, escuchamos los pasajes del libro más representativos de cada etapa, acabando con el emocionante encuentro con el zorro, en la Tierra. Ya está. Hemos entrado en un mundo del que nos costará salir.
La segunda parte nos cuenta la extraordinaria vida de Saint-Exupéry, apoyada por numerosos objetos que transportan al espectador. Desde la reproducción de la bicicleta a la que Saint-Ex añadió una sábana a modo de ala para intentar volar, cuando tenía apenas nueve años, hasta los restos del tren de aterrizaje del avión en el que pereció, derribado por un piloto alemán en 1944 y rescatado de las profundidades del mar en el año 2000. Entre esas dos piezas clave, encontramos otras no menos significativas, que nos hablan de su personalidad, como el baúl de juguetes en el que, desde los siete años, guardaba sus fotos y las cartas que recibía, testigo de la importancia de los recuerdos para él. La infancia era su única patria, y su recuerdo le permitió superar los momentos más difíciles en su avión, sobre todo tras el dramático accidente que en Libia le mantuvo perdido en el desierto, sin comer ni beber, durante cuatro días. Y reivindicará ese regreso a la infancia, ese salvavidas que nos ayuda a sobrellevar nuestra existencia, en el más célebre cuento para adultos. La exposición nos permite descubrir facetas menos conocidas de su vida, como la de inventor (publicó una docena de patentes entre 1934 y 1940), periodista (escribió un reportaje sobre la Guerra Civil española, de la que dijo “se fusila más que se combate”) y guionista de cine, además de su célebre carrera como pionero de la aviación postal.
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El profundo lado humanista de Saint-Exupéry marcó toda su obra literaria, que quiere dar las claves para orientar a una sociedad fría y perdida, claves que encuentra en su experiencia vital, en el contacto con sus semejantes, que tanto valora, y en el regreso a lo esencial: el amor y la amistad. Porque él fue, antes que un gran aviador y escritor, una gran persona y un gran amigo. Entre las vitrinas encontramos la baraja con la que hacía trucos de magia para divertir a sus compañeros durante los tiempos muertos en la base militar, entre vuelo y vuelo. Pero, sobre todo, encontramos las numerosas cartas que nunca deja de escribir a sus seres queridos, desde cualquier parte del mundo, aunque le pese no recibir tantas respuestas como le hubiera gustado.
La última parte de la exposición es un emocionante espectáculo de luz y sonido. Rodeados por la arena del desierto, entre enormes libros sobre los que se proyectan los dibujos y las fotografías de Saint-Exupéry, escuchamos las frases más destacadas del Principito, esas que tanto se comparten en las redes sociales y que adquieren un nuevo sentido al descubrir detalles de la vida de su autor que no conocíamos antes. Y al final, tras haber hecho un indecible esfuerzo para que nuestros ojos no se humedezcan más de la cuenta, comprobamos que la relectura de la obra de Saint-Exupéry es más pertinente que nunca. Porque la historia del Principito ha sido escrita con infinitos matices, que solo distinguimos cuando nuestra propia experiencia nos identifica con cada una de ellos. Cuando entramos en resonancia con ese contenido universal que no se debe dejar de recordar.
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