Puede que el Visconti neorrealista, antes que en La tierra tiembla (1948), que por momentos cae en el proselitismo mucho más de lo debido en las obras maestras, encontrase su máxima expresión en Bellísima (1951). Hablamos de una cinta en la que Anna Magnani —la intérprete canónica de aquel cine— incorpora a Maddalena Cecconi. Es ésta una madre que, como todas, está convencida de que su hija es la niña más guapa del mundo. Siendo la muchacha un don con que los cielos han bendecido su casa, doña Maddalena cree a ciencia cierta que el jurado no podrá tener dudas, llegado el momento de coronar a la más guapa en el concurso de belleza al que la presenta.
El neorrealismo italiano tuvo otra vertiente en la fotografía fija, menos conocida en el panorama internacional, pero igualmente digna del mayor de los encomios. En ambos casos, la dudosa mercantilización de la belleza femenina fue uno de sus temas fundamentales, tanto como pudieron serlo el desempleo o el contrabando. Sorprenden lo semejantes que resultan las piernas de Silvana Mangano en Arroz amargo (Guiseppe di Santis, 1949) y las de las jornaleras que recolectan el grano en el valle del Po en las instantáneas de 1953 de Enrico Pasquali. Esas mujeres, tan hermosas como pudiera serlo cualquier otra, se veían obligadas a mostrar sus encantos porque desempeñaban su trabajo metidas en el agua. Los concursos de belleza no eran tan fatigosos, pero sí más humillantes, y las chicas también tenían que enseñar las piernas.
A decir verdad, antes que Visconti, ya había dado cuenta del fenómeno uno de los mejores fotógrafos italianos del pasado siglo: Federico Patellani. Fue la suya una de las miradas más lúcidas de la revista Tempo. Esta publicación, concretamente, le encargó en 1947 cubrir la segunda edición del concurso de Miss Italia. En los años sucesivos, Patellani siguió fotografiando aquel evento. El resultado fue un documento gráfico sin parangón de las ambiciones y esperanzas de cientos y cientos de chicas —sabido es que en Italia menudean las bellezas— que quisieron que su hermosura les abriese las puertas del cine. Primero Cinecittà, luego Hollywood y así poder sacar a su familia de las privaciones y estrecheces. Gina Lollobrigida, Lucía Bosé y Sofia Loren —la “ph” por la “f” de su nombre se la cambiaron los americanos—, fueron algunas de las que lo consiguieron.
Veinticinco años después, también hubiera podido ser ése el destino de Amparo Muñoz. Pero apenas empezaba a despuntar, aterrorizada ante las innumerables vejaciones a las que se ven sometidas las reinas de la belleza, la joven Amparo decidió volver a su Málaga natal y convertirse en la primera Miss Universo que renunciaba al título. “La rosa es sin porqué, florece porque florece”, escribe el poeta Angelus Silesius en uno de los epigramas más conocidos de la literatura barroca. “De lo que dice el sabio no debemos dudar”, ya nos advierte Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, referencia obligada de todo aquel que quiera escribir sobre mujeres en nuestra lengua.
La belleza —la rosa—, si es espontánea —no la de la seducción, en gran medida espuria—, ni requiere explicación ni precisa saber que cautiva a sus admiradores. Así las cosas, sobre Amparo Muñoz bastaría con decir que fue un milagro de la biología. Pero, como siempre sucede con esas mujeres, benditas por la hermosura y malditas por la suerte, es un placer, a la par que un honor, poder escribir sobre ella.
Antes de convertirse en una musa del cine español, cuyo recuerdo —diez años después de su fallecimiento— aún nos conmueve como el de muy pocas a cuantos la admiramos, la joven Amparo soñó con ser esa actriz que fue, pero sin pasar por las ignominiosas servidumbres de las reinas de la belleza y llegar a ello con una suerte muy distinta.
Aunque en nuestro país la belleza femenina se da con tanta profusión y abundancia como pueda hacerlo en Italia, y aquí la posguerra fue tan rigurosa como en aquella península, las jóvenes autóctonas no pudieron presentarse a Miss España hasta 1960. Ciertamente, con anterioridad a la guerra, hubo concursos semejantes. Pero tras el conflicto quedaron interrumpidos hasta el primero de los felices 60. Si estos certámenes no se convocaron durante tanto tiempo fue porque los grandes enemigos del alma son el mundo, el demonio y la carne y aquella España era un estado confesional, pero sin la Trotaconventos, sin don Melón y sin doña Endrina.
Las analogías que se registran entre aquella sensibilidad del primer franquismo y alguna de las prominentes en nuestros días, en lo que a la concepción y preservación de la belleza femenina se refiere, son otra sorpresa. En cualquier caso, lo cierto era que los abusos y las humillaciones a los que eran sometidas las jóvenes en los concursos de belleza habían motivado su prohibición tanto como los peligros que la carne entraña para el alma. Los catorce años que en 1974 llevaban celebrándose alegremente no fueron bastante para que la más efímera Miss Universo acabase de creérselos. La maravillosa Amparo se presentó al primero con muchas dudas y dos motivos: el lugar de la cita era Vélez-Málaga, su solar natal, y el premio consistía en un viaje a Lanzarote. Naturalmente, lo ganó. Siendo su atractivo un verdadero milagro de la biología, los hubiera ganado todos de no haber parado ella misma aquel delirio. Con el tiempo comentó que, cuando oficialmente era la mujer más guapa del universo, aprendió a dormir sentada: por las noches la desvelaba el pánico recordando lo visto durante el día.
Guapa y rebelde, como las mejores chicas de los años 70, cuando Amparo Muñoz irrumpió en el cine español, abominando de los concursos de belleza, ya era una pequeña leyenda. Sus primeras películas —Vida conyugal sana (Roberto Bodegas, 1974), Tocata y fuga de Lolita (Antonio Drove, 1974)— fueron ejemplos indiscutibles de la llamada “tercera vía”. A mitad de camino entre el cine de autor y el comercial, fue aquella una propuesta impulsada por el productor José Luis Dibildos que dio títulos mucho más estimables de lo que sostenían los detractores de la incipiente actriz. Al cabo, aquellos primeros detractores de la malagueña no eran más que esos enanos siempre prestos a criticar a Gulliver. Vicente Aranda, el primero que le ofreció un papel protagonista en Clara es el precio (1975), siempre reconoció que si aquel resultó ser el título de más pingües beneficios de su filmografía básicamente se debió a ella.
Conoció a Patxi Andión, su primer marido, mientras rodaban a las órdenes de Eloy de la Iglesia La otra alcoba (1976). Aquella fue una relación tóxica en la que la propia actriz situó el origen de muchos de los errores que habrían de jalonar su vida. Pero no incumbe a estas líneas entrar en ella. Finalmente fue Carlos Saura, quien certificó que Amparo Muñoz también era una buena actriz, con independencia de su prodigiosa fotogenia, al confiarle —junto a Geraldine Chaplin— el papel protagonista de Mamá cumple cien años (1979), una de sus películas más aplaudidas internacionalmente. De este modo, cuando el destape asistía a su ocaso, Amparo Muñoz salió de él convertida en una de las mejores actrices de la pantalla española. En los años venideros, rodaría a las órdenes de cineastas tan prestigiosos como Jaime Chávarri —Dedicatoria (1980)—, Antonio Artero —Trágala perro (1981)— o Pilar Miró —Hablamos esta noche (1982)—.
No mucho después tuve oportunidad de verla de cerca en el estreno de Poppers (1984), una película de José María Castellví —uno de los fotógrafos más destacados del destape— en la que yo trabajé como ayudante de montaje. Esa noche descubrí que gran parte de su encanto era el de las chicas tristes, flacas y tímidas. Y también entendí aquello que comentaba Eloy de la Iglesia acerca de que su atractivo radicaba más en la sexualidad que reprimía que en la que rezumaba. Ella no tenía papel alguno en la película, y acudió a aquella proyección, junto a Cyra Toledo, por amistad con Castellví, el fotógrafo que mejor la retrató en los años del destape. “Solo nos faltabas tú”, aún recuerdo que fue el título del reportaje cuando apareció publicado en las páginas de Interviú, en uno de aquellos números que hacían historia, como el del topless de Marisol o el de la primera tirada de un millón de ejemplares con el desnudo, en la portada, de la maravillosa Patty Pravo.
Nunca ocultó que recurrió a las revistas siempre que le hizo falta el dinero. Pero no divaguemos. Los años 80 supusieron la cumbre de su carrera como actriz. Puede que su gran papel fuera la Cristina de La reina del mate (Fermín Cabal, 1985). Después llegaron Lulú de noche (Emilio Martínez-Lázaro, 1986), Los invitados (Víctor Barrera, 1987), Al acecho (Gerardo Herrero, 1987)… Estaba en la cima cuando fue detenida por posesión de sustancias estupefacientes. Maldita por la suerte con la misma fuerza que bendita por la belleza, esta dualidad, como a tantas actrices que se debaten en ella, la convirtió en una mujer sombría y majestuosa.
Seguía siendo un milagro de la biología, pero su ocaso había empezado. El productor Elías Querejeta, el hombre al que más quiso, hizo cuanto pudo para que la actriz dejase las drogas. Pero eso es algo que sólo les es dado a unos pocos de cuantos caen en ellas. El declive de Amparo Muñoz coincidió además con ese imperio de la difamación que fueron los días en que hacía estragos el SIDA. Total, que entre unas cosas y otras pudieron lo que no habían podido las corrupciones de los concursos de belleza: la carrera de la actriz se resintió de un modo notable. Jaime Chávarri le dio algo de trabajo. Mas al cabo, la miss más rebelde se vio condenada al ostracismo.
Como las desdichas nunca vienen solas, la enfermedad no tardó en sumarse a la falta de trabajo. Lástima que, a diferencia de Ava Gardner, que en esa misma tesitura contó con Frank Sinatra para sufragar los gastos del hospital, Amparo Muñoz tuviera que hacer frente a las facturas con su patrimonio. Entre unas cosas y otras, no tardó en volver a saber de los problemas económicos. Pasó varios años sin ponerse delante de una cámara.
Cuando volvió al cine lo hizo en una producción de Querejeta, Familia (1996), el brillante debut en la realización del guionista Fernando León de Aranoa. El entrañable Paul Naschy no tardó en ponerla al frente del reparto de Licántropo, el asesino de la Luna llena, también del 96. El curso del tiempo había entristecido su belleza. En 2003 los médicos le diagnosticaron un tumor cerebral que podía llevársela en cualquier momento. Dos años después publicaba sus memorias, escritas en colaboración con el periodista Miguel Fernández. El resto fue el silencio y el retiro, esperando la muerte en Málaga. Su hora llegó en febrero de hace diez años. Ya era un mito de la pantalla española.
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