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Carlos Areces: "Creo que es una buena opción poner un chiste en tu lápida" - Zenda
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Carlos Areces: «Creo que es una buena opción poner un chiste en tu lápida»

Conversamos con Areces con la excusa de la publicación de Post Mortem, obra con textos de la profesora de la Universidad de Lorraine Virginia de la Cruz Lichet que recoge 150 retratos de difuntos seleccionados de la vasta colección de fotografías antiguas que el actor ha conformado durante los últimos 16 años.

Suspira con alivio y sonríe Carlos Areces (Madrid, 1976) cuando saco la grabadora y pulso el botón del Rec: “Qué alegría me das. Cuando vienen los periodistas con el boli y la libreta, me echo a temblar. Estás haciendo una entrevista; de repente, haces un chiste, y el chiste desaparece cuando se publica: queda sólo lo escabroso, ¿sabes?”. El actor, dibujante y —cuesta tildarlo de cantante— miembro del maravilloso dúo subnopop Ojete Calor cita a Zenda en su casa, un pequeño museo hiperpoblado por, entre otros, Space Girls de los chinos, Batman de cuatro o cinco colores, muñecos de Pesadilla antes de Navidad, un monigote de El grito de Munch —que chilla al apretarlo—, miles de películas y series y discos y libros y cómics —folletos de principios del siglo XX, todo Bruguera, Astérix, Tintín…—. Algunas de sus colecciones no están ni en la Biblioteca Nacional: “La BNE tiene todos los ejemplares que se publicaron a partir del año 58, pero claro, todo lo anterior…”.

Conversamos con Areces con la excusa de la publicación de Post Mortem (Titilante Ediciones, 2021), obra con textos de la profesora de la Universidad de Lorraine Virginia de la Cruz Lichet que recoge 150 retratos de difuntos seleccionados de la vasta colección de fotografías antiguas que el actor ha conformado durante los últimos 16 años. “Me interesa —dice— la fotografía que supone una ventana directa a la manera de vivir real de una persona”.

Botón rojo pulsado. Y p’alante.

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—Señor Areces, ¿le gustaría vivir por siempre, o cree que la eternidad debe ser un coñazo?

"Soy de los que piensa que si hubiera la opción de vivir para siempre, me apuntaba"

—Soy de los que piensa que si hubiera la opción de vivir para siempre, me apuntaba. Creo que hay mucha gente que, siendo consciente de su propia finitud y de que no hay remedio, de la inevitabilidad del proceso humano, tiende a filosofar en plan “es que vivir para siempre… ¿quién quiere vivir para siempre?”. Vamos a ver: yo, teniendo salud, quiero vivir para siempre. La otra postura me parece: “Mira, me voy a conformar con lo que tengo porque no tengo más opciones”. Soy un inconformista, no lo puedo evitar. Me gustaría vivir para siempre y con una salud de hierro. Claro, evidentemente, llegar a los 150 años hecho una puta braga no le gusta a nadie.

—¿Cuándo se enteró de que la vida tenía fecha de caducidad?

—A los 27 años tuve una crisis bastante… Lo recuerdo perfectamente. Me gusta la pregunta. (Piensa) Es verdad que, cuando somos pequeños, creemos que no nos vamos a morir nunca. O sea, la muerte es una cosa que no forma parte de nuestros planes. Sin embargo, hay un momento en el que tomas consciencia de que tú eres un tramo. Nada más. Ese momento, para mí, fue absolutamente angustioso. Y desesperante. Con 27 años, tuve una crisis, agudizada por un ataque de pánico, y una de las cosas que influyeron fue el darme cuenta de que esto, la vida, es temporal. Aunque parezca absurdo decir que a los 27 años me di cuenta de que me iba a morir, lo cierto es que a los 27 años asumí que esto tenía fecha, que en algún momento colgaban el cartelito de cerrado.

—En el prólogo de Post Mortem, señala que le cuesta encajar la muerte “como algo normal y asumible dentro de mi orbe”. ¿Por qué?

—Porque yo, igual que todo el mundo, soy producto de mi época y de mi educación. Y en la época en la que vivimos, la muerte se esconde.

—¿Es un tabú?

"En el siglo XIX la muerte era algo mucho más cotidiano"

—Sí, es una especie de tabú. No es un tabú como cuando hay guerras, en el que hay víctimas civiles, pero es gente que no conocemos, son cosas que pasan de lejos. Todos hemos perdido a alguien, pero la manera de vivir esa pérdida ha cambiado radicalmente a lo largo de los años. En el siglo XIX la muerte era algo mucho más cotidiano. Las familias tenían muchos hijos, lo normal es que más de uno muriera, y cuando esa persona moría, la manera de enfrentarte al velorio era radicalmente opuesta a la que tenemos ahora. O sea, desde la cercanía de velarlo en su propia cama, donde esa misma noche, a lo mejor, iba a dormir la pareja que le había sobrevivido, hasta la participación de las vecinas, vistiendo al muerto, todo el pueblo pasando por allí…

—Eso lo he llegado a ver en mi pueblo.

—Espero no mentirte, pero hace pocos años murió el abuelo de un amigo mío, era de un pueblo muy pequeño, y yo creo que lo velaron en casa. En este tipo de despedidas, antes, por lo menos, tampoco se dejaba a los niños fuera. Los niños participaban, se despedían del fallecido, le besaban e, incluso, posaban con él para fotos. Esto, hoy, se nos antoja bastante ajeno a nuestra realidad, pero no tenemos que perder de vista que, en el fondo, era una muestra de afecto de los seres queridos. Ellos tenían otra relación con la evidencia física de la muerte. No digo que no les importara perder a familiares, pero una vez que les habían perdido, el tener físicamente al muerto no les provocaba los escalofríos o el rechazo que a nosotros nos provoca ahora. La colección que se recoge en el libro es de fotos encargadas por los seres queridos de la persona que ha fallecido para recordarle. También es cierto que, en muchos casos, no tenían otra foto hecha a lo largo de su vida.

—Sobre todo, en el caso de los niños.

—Efectivamente. La mortalidad infantil era mucho mayor entonces que ahora, claro.

—¿La muerte puede ser bella?

"Para mí, en lo personal, la muerte no es bella. Sin embargo, en estos retratos hay un intento de conservar el recuerdo de la persona"

—Para mí no. No lo es. La muerte de mis seres queridos significa el final de una etapa. De una etapa que valoras, quieres y aprecias. Para mí, en lo personal, la muerte no es bella. Sin embargo, en estos retratos hay un intento de conservar el recuerdo de la persona que, a partir de ese momento, te va a faltar. Y ahí sí encuentro belleza, en el querer estirar el recuerdo, la posibilidad de todo lo que nos ha hecho felices. Por eso llevamos mal los cambios, la evolución, los jóvenes (risas). Por eso hay esa distancia generacional siempre con los que vienen detrás de ti. Que vengan otros con nuevas ideas significa que lo tuyo cambia. Entonces, tú quieres que lo tuyo permanezca con lo que te ha hecho feliz. Y, por supuesto, las personas que te han rodeado, que te han querido y que te han dado cariño te hacen feliz. Que desaparezcan es una desgracia.

—Desde el punto de vista artístico —ya sea literario, cinematográfico, pictórico, etcétera—, ¿cuál es su muerte favorita?

—Son las de las películas slasher más gores. La víctima siempre es un adolescente guapo y, generalmente, subnormal profundo. Por ejemplo, soy muy fan de la saga Destino final. De hecho, creo que se refinó a partir de la segunda. Ocurre muchas veces: la primera película de una saga es la que establece una serie de parámetros, pero, por norma general, se toma muy en serio y tal, y luego, a partir de la segunda, viendo ya que ha funcionado, empiezan a exprimir la parte más lúdica…

—¿La segunda de Destino final es la de la escena de los troncos?

"Con Saw pasa lo mismo que con Destino final o, incluso, Pesadilla en Elm Street: la primera es más seria, más sobria"

—Esa escena me parece maravillosa. La de la autopista, sí. Disfruté mucho con esa y también disfruté muchísimo con Saw. Con Saw pasa lo mismo que con Destino final o, incluso, Pesadilla en Elm Street: la primera es más seria, más sobria, pero llega un momento en que se desmelenan y, sin ningún tipo de complejos, asumen que lo divertido y que lo que la gente quiere ver es a un jovencito muriendo de la manera más original posible. Bueno, por supuesto, el accidente de Death Proof es uno de los momentos cinematográficos que más he disfrutado. Me quedaría con eso, con el accidente de coche de Death Proof: la música, el momento, la manera en el que está rodado, te ponen por corte, una detrás de otra, el foco particular de la muerte de cada una de las chicas que va en el coche… me parece muy disfrutable.

—¿Cuántas fotografías post mortem tiene en su colección?

—En el libro hemos recogido 150. Fuera se ha quedado alguna. La chica que vino aquí a catalogar mis fotos…

—¿Es la que aparece como autora?

—No, es una compañera de la autora. La autora es Virginia de la Cruz, y una compañera suya de facultad es la que vino aquí a catalogar, porque Virginia vive en Francia. Entonces, vino con sus instrumentos, con una especie de lupas con las que podía ver cosas mágicas que ve la gente que sabe catalogar fotos, y estuvo aquí viendo toda la colección diciendo “esto es un ferrotipo”, “esto, daguerrotipo”, y tal, y fechándolas. En el siglo XIX, la fotografía era un artículo de lujo, porque un daguerrotipo podía costar, según dijo Virginia, hasta cinco veces el sueldo de un obrero y, evidentemente, no era algo que todo el mundo se podía permitir, y quien se lo podía permitir tampoco se las hacía todos los días. Yo pensaba que, precisamente, por lo que tenía de especial el momento de hacerse una foto, tú lo que deseabas, cuando hacías un retrato a tu hijo, era que saliera lo más lozano posible, lo más… no sé cómo decirte…

—¿Resultón?

—Resultón, sí. Resultón es una buena palabra. Con lo cual, yo me imaginaba que cada vez que aparecía un niño con los ojos cerrados, estaba, evidentemente, muerto. Y me dijo Cecilia, que es como se llama esta chica, que no. Los daguerrotipos llevaban tanto tiempo en tomarse que había ocasiones en que cuando el niño era muy pequeño, era un bebé, se aprovechaba que estuviera dormido para hacerle la foto, para que no se moviera. Por eso hemos dejado fuera una serie de fotos con las que teníamos dudas. También hemos dejado fuera otro tipo de fotos que, aun siendo post mortem, no guardaban relación con este momento de intimidad familiar y de afecto que nosotros queríamos recoger para el libro. Me estoy refiriendo a fotografías médicas, a fotografías de fallecidos en un campo de batalla, fotografías de gente exhumada durante la Guerra Civil… Esto no pertenecía, aun siendo post mortem, al tema que queríamos tratar: la relación de los vivos con la pérdida de la gente a la que han querido. Eso es lo que recoge el libro y el texto de Virginia. Por cierto, diré que Virginia es la única persona, por lo menos, de España, no sé si de Europa, que tiene una tesis sobre la fotografía post mortem. Desde luego, es la mayor entidad en la materia.

—Entonces, para que quede claro: Virginia de la Cruz es la autora, y usted es coeditor, prologuista y dueño de la colección de fotografías.

"No es exactamente un libro: es un artículo pensado, principalmente, para coleccionistas, para gente muy interesada en historia de la fotografía"

—Yo aparezco como coeditor pero es, principalmente, un detalle que ha tenido el verdadero editor. Yo he estado encima de lo que es la edición física del libro, pero el que ha puesto el dinero es él, y el que lleva el tema de la distribución, el de la preventa, el que trabaja, verdaderamente. Yo lo único que he dicho es cómo quería el libro, cómo quería el objeto, en general. La caja. Decía: “Se me ha antojado que la caja tenga una ventana con un metacrilato y que, a través del metacrilato, podamos ver la portada del libro”. Esto que planteo de repente supone un incremento brutal del coste. La mayoría de los elementos son manuales, desde el encuadernado de la caja, el encuadernado del libro… Tengo que decir que he quedado muy contento. Y tengo que decir que no es exactamente un libro: es un artículo pensado, principalmente, para coleccionistas, para gente muy interesada en historia de la fotografía y, concretamente, en este rincón de la historia de la fotografía que, prácticamente, pasa de puntillas por las claves oficiales. No es un tema del que se oiga hablar mucho. Precisamente, porque sabemos que no es un tema especialmente popular.

—Por cierto, ¿por qué empezó a coleccionar fotografías post mortem? ¿Qué vio en ellas que le llamara la atención?

—Llegué a ellas a través de la película Los otros, de Amenábar. No es nada recóndito. Viendo Los otros, me llamó la atención la escena en la que Nicole Kidman repasaba un álbum de gente que ella consideraba que estaba dormida hasta que le sacan de su error. Igual que llamó la atención de mucha gente. De hecho, es una de las escenas más icónicas de la película, ¿no? Amenábar no resistió el detalle de incluirse en ese álbum junto a Mateo Gil y otro compañero de piso. No hay muchos libros sobre fotografía post mortem. Por lo menos, de fotografía post mortem centrada en el duelo familiar. Y Amenábar descubrió ese tipo de fotografías accediendo a un libro llamado Sleeping Beauty, de 1990. Él tiene un ejemplar y yo tengo otro, pero el mío es de segunda edición; los de primera edición están a precios disparatados. Y cuando vi la película, pensé: “¿Esto es una licencia artística, o de verdad era una práctica habitual de la fotografía del siglo XIX?”. Y empecé a investigar. La película es del año 2001 o del 2000 y, en aquel momento, no podías recurrir a internet para buscar información tan específica. Internet estaba en sus comienzos. Pero como a mí me gustaba mucho la fotografía antigua, ya tenía una serie de locales a los que solía recurrir y preguntar por retratos, por fotografías de comunión, que me gustan mucho…, y recuerdo el día que entré en Casa Postal, en Chueca, una tienda especializada en antigüedades, sobre todo relacionadas con papel, y pregunté: “Oye, ¿tenéis fotografía post mortem?”. Entonces, noté que algo se iluminaba en los ojos del vendedor. Había dado con una clave. Es como cuando durante la ocupación nazi de París ibas a un local, dabas una contraseña, te miraban con complicidad y te dejaban pasar a la parte de atrás, donde se planeaban atentados contra los invasores. Entonces, me sacó un pequeño sobre donde guardaban dos o tres y, probablemente, ahí compré las primeras. Luego, internet ha facilitado mucho las cosas de cualquier tipo de coleccionismo. Yo, como puedes ver, tengo bastantes taras (risas) a las que dar salida, e internet nos ha facilitado mucho las cosas. Antes, encontrar el primer ejemplar en el que Ibáñez había dibujado en el año 52 no sé qué era una labor prácticamente imposible; ahora, cuando alguien consigue ejemplares especialmente valiosos de cualquier cosa, lo primero que hace es colgarlo en internet porque sabe que va a encontrar más difusión.

He leído que lleva más de 16 años recorriendo mercados “en EEUU, Europa y allí donde se encuentren” buscando estas fotografías.

—Eso no es cierto. O sea, cada vez que salgo de Madrid, lo primero que hago es localizar tiendas de anticuarios, librerías de segunda mano… sitios que tengan que ver con el coleccionismo de cosas viejas. Y siempre que voy, si es una tienda especializada en fotografía antigua, pregunto. Es un recorrido que hago habitualmente. Entonces, esporádicamente, he conseguido alguna fotografía post mortem de esta manera. Por ejemplo, en Bilbao, en una tienda que era como de una especie de trapero, toda desordenada, toda llena de polvo, buscando en una caja llena de papeles, encontré dos fotografías post mortem. Cuando fui a comprarlas, el tipo se sorprendió de que hubiera encontrado eso. Él no sabía que tenía eso. Era el típico trapero que tiraba todos los papeles a un cajón, y si te querías entretener buscando… Y el tío, cuando me las vendió, se puso a lanzar improperios contra la persona que había hecho esas fotos. Le parecieron una ofensa, algo agresivo. Y en la parte de detrás de una de las fotos, porque las dos fotos eran de una misma mujer, dejaba claro que la foto se la había hecho a uno de sus hijos para enviárselas a otro hermano que no había podido asistir al funeral. Entonces, esto te da la medida de lo mucho que ha cambiado nuestra relación con la muerte y con la fotografía post mortem. Hoy, alguien puede considerar que eso es una burla para el muerto cuando, realmente, era todo lo contrario.

—Me estoy acordando de la que se lió el año pasado cuando El Mundo publicó en exclusiva las fotografías del Palacio de Hielo, usado como morgue para los fallecidos por covid-19.

"Me interesa la fotografía que supone una ventana directa a la manera de vivir real de una persona"

—La motivación no es la misma. Por un lado, hay una fotografía que sale en la portada de un periódico en un momento de alarma social con unos fines claramente políticos. Estas fotos no tienen nada que ver. Cuando el periódico publicó esa foto, era consciente del revuelo que iba a provocar y, de hecho, era buscado, deliberado. Estas fotos son muy íntimas, como todas las colecciones de fotos que tengo ahí que no son post mortem. A mí, la fotografía que me interesa es la que está centrada en los eventos familiares: las vacaciones, las comuniones, las bodas… No me interesa la fotografía militar, la fotografía de paisajes o la de desfiles. Me interesa la fotografía que supone una ventana directa a la manera de vivir real de una persona. Ojo, en el caso del siglo XIX, los retratos están muy escenificados, no son espontáneos, pero, aun así, para lo que son comuniones, actos sociales y tal, te dan una imagen directa de cómo lo vivían, cómo vestían, cómo posaban, cómo lo sentían. Esa es la fotografía que me interesa: la que supone una ventana a la intimidad de hace 150 años. Me parece fascinante. Al igual que me parecen fascinantes las películas que dejan los grandes eventos, como la I o la II Guerra Mundial, y se meten en las casas para contarte cómo vivían las gentes en cuatro paredes minúsculas, oscuras, en una época anterior a la televisión. Yo me pregunto: “¿Qué es lo que se podía hacer aquí, en este comedor, todas las horas del día en invierno? ¿Qué hacían las familias?”. Hay una película que se llama La cinta blanca, de Haneke, que, precisamente, habla de eso, de los interiores de las casas en el periodo de entreguerras. Me alucina, me gusta.

—Para finalizar: ¿ha pensado en su epitafio?

No. Siempre me han gustado estos epitafios de grandes figuras cómicas que te descuadran, que te sacan una risa. Creo que el de Groucho es falso. El de “Disculpe que no me levante”. Creo que es una buena opción poner un chiste en tu lápida. Lo que pasa es que eso (risas)… En el fondo, son tus seres queridos, los que te sobreviven, los que tienen que lidiar con tu recuerdo. Entonces, tampoco les quiero causar un disgusto (risas). Daré unas directrices: “A mí me gustaría esto, pero si vosotros tenéis otra idea, lo que veáis”.

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Jesús Fernández Úbeda

Jesús Fernández Úbeda (Ciudad Real, 1989) es periodista por obra y gracia —o desgracia— de la Universidad Complutense de Madrid. Escribe en Zenda y en Libertad Digital. Además, ha cubierto un par de giras de Enrique Bunbury y escribió el press release de su último álbum, Expectativas. También hizo de compilador, o como se diga, en El último pistolero, de Raúl del Pozo. Aterrizaje forzoso (Cultiva Libros, 2018) es su primer libro. En Twitter @jfubeda89

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