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"Mear sangre", la historia del boxeador Dum Dum Pacheco - Zenda
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«Mear sangre», la historia del boxeador Dum Dum Pacheco

Dum Dum Pacheco, nombre profesional del púgil José Luis Pacheco, cuenta su ingreso en prisión siendo un adolescente, así como los abusos, torturas e injusticias que sufrió allí. Todo ello, más la muerte de su hermano, le lleva a escribir este libro como punto de apoyo, junto al boxeo, para reconducir su vida. Con un...

Dum Dum Pacheco, nombre profesional del púgil José Luis Pacheco, cuenta su ingreso en prisión siendo un adolescente, así como los abusos, torturas e injusticias que sufrió allí. Todo ello, más la muerte de su hermano, le lleva a escribir este libro como punto de apoyo, junto al boxeo, para reconducir su vida. Con un prólogo de Jimina Sabadú y un epílogo de Mery Cuesta, Mear sangre se cierra con una extensa entrevista con el autor sobre su vida desde 1976 hasta hoy. Zenda publica en adelanto editorial la presentación y el primer capítulo.

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Según me dicen mis padres, soy un hombre frío y muy poco hablador con ellos y que a veces no siento las desgracias que nos ocurren a la familia. Yo creo que no es así, porque siento y padezco como todas las personas. Escribo esto porque recordé lo que me ocurrió un día con mi hermano Juanjo. A mi madre le desaparecía dinero del bolso casi todos los días y siempre el culpable aparentemente era yo, pero un día le faltó a mi padre, y al notarlo, sin decir nada, se lio a golpes conmigo; cuando terminó de pegarme le dije: «¿Pero, por qué, si esta vez no he sido yo?». No me contestó ni palabra y me quedé con la paliza.

Al otro día, comiendo, yo vigilaba a mi hermano y cuando le vi levantarse fui detrás de él, le observé cómo estaba cogiendo dinero, llamé a mis padres y le sorprendimos todos. Mi padre le pegó. A mí me dijo que si me había pegado me estaba bien por todas las veces que lo hubiera hecho yo.

Mi hermano murió en marzo del sesenta y nueve, el mismo año que salí en libertad. No dejo de acordarme de él, y la mayoría de las veces lloro cuando estoy solo, cosa que nunca he hecho por nada. A través de estas líneas quiero que mis padres entiendan que yo he sido el más perjudicado con la muerte de mi hermano y que nunca dejen de tener la fe que en mí han tenido.

(José L. Pacheco)

Familia Pacheco.

Capitulo 1

Como no soy un buen escritor, ya que no tengo nada de experiencia, voy a tratar de hacerlo lo mejor posible al escribir mi vida. Todo lo que escriba aquí corresponde a lo que en realidad sucedió.

Nací el 22 de agosto de 1949, y mi vida en la calle Armengot transcurría normalmente hasta que tuvimos que trasladarnos a la calle Alejandro Dumas. Mi madre me ha contado lo que ocurrió porque yo no lo recuerdo muy bien.

Teníamos unos vecinos que siempre estaban pegando a mi hermano. Un día que mi hermano se estaba pegando con dos de esa familia salió la madre y con una piedra le dio a mi hermano en la cabeza. Al ver esto me tiré a por ella y la muy loca me dio un bocado en la oreja cuando los dos estábamos en el suelo. Así que no pudimos aguantarnos más y nos fuimos a vivir a Alejandro Dumas. Allí fue donde verdaderamente empezaron mis problemas. Vivíamos exactamente al lado de unas chabolas de gitanos. Yo me llevaba muy mal con ellos, ya que siempre estábamos de bronca. Me acuerdo de uno que era marica perdido. Yo, para meterme con él, esperaba a que saliera de su casa y cuando le veía le gritaba: «¡Marica!, ¡marica!». Y echaba a correr. Hasta que un día el muy maricón me sorprendió llevando una piedra escondida en la mano. Nada más meterme con él, sentí un enorme golpe en la cabeza. Caí al suelo y tardé un rato en recuperarme. De esta forma dejé de meterme con el maricón. Pero, entre unas cosas y otras, siempre estaba de líos con los gitanos. A veces pienso cómo es mi naturaleza de rebelde y salvaje. Es que mi cuerpo está endemoniado. Algo me incita a estar buscando el peligro continuamente. Tendría yo aproximadamente unos ocho años, y sinceramente era muy fuerte y agresivo. Un día, volviendo de jugar al fútbol, traía una sed espantosa y acercándome a un gitano llamado Leandro, que traía una gaseosa, le dije: «Oye… haz el favor de darme un trago que tengo mucha sed». Esto se lo dije con buenas palabras, y el muy imbécil no sólo no me dio sino que empezó a hacerme rabiar dándose él buenos sorbos. Yo le contemplaba y el muy idiota me miraba como si tuviera en sus manos algo de mucho valor. Entonces llegó el momento de mi furia. Cuando se puso a beber otra vez, le di un manotazo en la parte trasera de la botella y… ¡plaf! Le rompí por lo menos cuatro dientes. Aquí empezó el odio hacia mí. Fueron a mi casa unos diez o quince gitanos, iban también mujeres con tijeras. Por suerte yo no me encontraba en casa. Mi madre al oír los gritos y los ruidos de las piedras que tiraban contra el tejado, salió. No la dejaron ni decir una palabra. Se lanzaron hacia ella cogiéndola de los pelos y dándola manotazos. Mi padre trabajaba de panadero por la noche y el hombre no se enteraba de nada, ya que venía muy cansado de trabajar y se tiraba todo el día durmiendo. Por eso quien tuvo que intervenir fue mi hermano Miguel, que sacando la escopeta de caza de mi padre los pudo parar y meter miedo hasta que logró que se marcharan.

Tanto odio me cogieron que ocurrió un accidente y los muy asquerosos me acusaban de haber sido el criminal. Menos mal que entonces sólo tenía nueve años. Si no, no sé lo que hubiera pasado. Ocurrió así: veníamos unos amigos de bañarnos en el río Manzanares y estábamos muy mojados cuando uno de nosotros gritó: «¡A ver quién es el macho que sube a esa columna!». Al haber visto unos nidos de pájaros, Jorge, sin pensarlo, se lanzó a ella. Cuando subí arriba ya se encontraba él en todo lo alto cogiendo los nidos. Pienso que todas las personas tenemos nuestro destino trazado y no sabemos cuándo nos va a ocurrir lo inevitable. Con Jorge fue demasiado duro. En el momento en que estaba cogiendo los nidos, sin darse cuenta tocó con el brazo el cable de alta tensión y la desgracia llegó. ¡Y de qué forma! Sentí como si en ese momento hubiera caído la bomba más grande del mundo. ¡Boom… boom… boom…! Todo el suelo tembló como un terremoto. Yo, que estaba en lo alto de la columna, quedé por unos momentos paralizado al contemplar cómo la columna se movía para un lado y para otro. Sin pensarlo me lancé desde arriba a todos los pinchos que había abajo. Me di un golpe tremendo. Pero ni siquiera reparé en el dolor al quedarme inmóvil y sin aliento al contemplar el cuerpo de Jorge, carbonizado. ¡Cómo se movía y ardía todo su cuerpo! Cuando reaccioné comencé a echarle arena con intención de apagar las llamas. Entre los otros chicos y yo lo conseguimos. Tanto miedo me daba acercarme que me senté como un sonámbulo y comencé a observar cómo acudía gente hasta que corriendo vi llegar a la familia de él. No sabía lo que hacer. No podía hablar. Ni siquiera llorar. Así que continué sentado viendo cómo a la madre se le partía el corazón. Su padre, sin perder un segundo, lo metió en un taxi camino de la casa de socorro. Pero nada se pudo hacer. Antes de llegar a la casa de socorro, a Jorge, mi amigo, se lo llevaba el destino para siempre. Luego me enteré de que ese día no quiso ir al cine con su hermana, ya que me llamó su familia, y su madre, llorando, me ofreció todos sus juguetes. Yo no sé por qué, pero no acepté ninguno. Fue cuando me dijeron que no hubiera pasado nada si hubiera ido al cine. Yo no dije nada. Sólo pensé: «Ha sido el destino y eso no lo puede torcer nadie». Dando un beso a su familia, salí.

Este fue el segundo disgusto que di a mi madre. Nada más oírse la explosión, uno de los chicos echó a correr hacia mi casa y comenzó a gritar: «¡Pacheco y otro se han matado!». Mi madre me contó que nada más oír esos gritos se puso a correr hacia el lugar de la explosión y al llegar se quedó helada al ver cómo se llevaban un chico en brazos pensando que seguramente era yo. Rápidamente se le fue ese temor al descubrirme sentado con las manos encima de la cabeza. Se me acercó, me abrazó y me llevó a casa.

Al hacer la investigación la policía fue cuando aprovecharon los gitanos y comenzaron a echarme las culpas. Pero, claro está, no fueron tomados en consideración. Estuve mucho tiempo a base de medicinas. No quería salir de mi casa porque me daba mucho miedo. Vinieron a hacerme muchas entrevistas. En una buena temporada no fui al colegio de lo asustado que estaba. Y cuando por fin aparecí en la escuela todos me recordaban lo sucedido y yo no quería hablar con nadie, ya que me echaba a llorar al recordar la tremenda muerte de Jorge. Mucho tiempo ha pasado y todavía tengo la imagen en mi mente como una fotografía. Pese a todo, conseguí irme tranquilizando. No creo que pasara mucho tiempo desde aquel acontecimiento cuando, paseando por el barrió, pasé junto a un pesebre que estaba bajo una montaña grandísima. Me dije: «Mira, esa roca está como esperando que la empujen». Entonces la sangre se me empezó a mover. Y no sé, hay algo en mí —o había— que es lo que me empujaba a hacer todo esto. Bueno, pues resulta que me decidí a tirarla y comencé a picar con unos hierros. No sé cuánto tiempo estuve, pero creo que tardé casi un mes en echarla abajo; es decir, completamente encima del pesebre. Con fortuna, y gracias a Dios, los empleados habían salido con los caballos y no pasó nada: quedaron lisiados unos perros y unos gatos. Llegaron a enterarse de quién había sido el responsable y fueron a mi casa con la idea de que pagara todo, pero al ver a mi madre tan humilde y comprensiva me perdonaron. Le dijeron que me vigilara bien o que me metiera en un correccional. Mi madre me cogió y me dijo: «José, dime que no vas a hacer ninguna locura más o te llevo a un reformatorio». Yo la dije: «No, mamá». Con el tiempo he pensado que hubiera sido mejor hacerla caso para haberme librado de lo que vino después.

Para terminar con mi infancia relataré lo último, también tristísimo, que recuerdo. Hallándonos unos siete u ocho amigos andando de noche por el río Manzanares, que a cada lado tiene unas alcantarillas, caminábamos jugando sin pensar en el peligro que tenían esos colectores. Sin darnos cuenta y sin oír el más leve ruido, uno de nuestros amigos, cuyo nombre no recuerdo, cayó a un colector. Nosotros no reparamos en nada y seguimos hasta casa. Una vez allí, y al despedirnos, empezamos a echar de menos al chico. Nos decidimos a buscarle. Fue inútil. Al cabo de unos quince días apareció muerto unos kilómetros de río más abajo de donde cayó. Nadie podía comprender cómo pudo ocurrir sin que los demás nos enterásemos. Esto fue casi todo lo que sucedió en aquel barrio hasta que nos volvimos a mudar de casa.

Teníamos que cambiarnos de casa porque donde vivíamos iban a hacer el campo de fútbol del Manzanares. Iban a tirar todas las casas. Por eso no tuvimos más remedio que marcharnos a otro sitio. Y lo que es el destino, nos trasladamos a Carabanchel, muy cerquita de la cárcel. Yo tendría trece años. Estuve trabajando en una churrería de la cual me echaron. Y no fue por nada malo. Al menos para mí. Todos los días me daban la cesta de los churros y en el momento de llegar al bar para repartirlos me faltaban casi todos, ya que mis amigos y yo nos los comíamos. Un día me echó. No podía aguantar más. Había recibido muchas quejas de mi comportamiento. Me dio ochenta y cuatro pesetas, que era lo que yo ganaba a la semana, y me despidió. Así empecé a trabajar en dos o tres sitios. Donde mejor estuve fue de fotograbador. Lo malo fue que un día el oficial, entre gritos, me cogió del mono de trabajar y me llevó de un lado a otro del taller arrastrándome por el suelo. Cuando me soltó, se llevaron un grandísimo susto, y con razón, ya que perdí el conocimiento. No lo hizo con maldad, pero creo que estuvo a punto de dejarme en el sitio. También estuve trabajando montando uralita en los tejados y los listos de los oficiales, al final de la semana, me decían que no tenían dinero. A la semana siguiente, igual. Así durante siete u ocho semanas. Mi madre no me creía y yo me ponía muy furioso, ya que era verdad. Hasta que un día mi madre se cansó y tuvimos que ir a casa de esos hombres. Comprobó que era verdad lo que yo decía y me dijo que no fuera más con ellos. También trabajé de tornero, de albañil, de impresor, en un mercado… Me acuerdo del último sitio en el que estuve. Había un gran montón de muelles en unos cajones. Como corría prisa trasladarlos al taller de enfrente y yo siempre estaba haciendo alardes de mi fuerza, vino el encargado y me dijo: «Oye, coge los muelles y llévalos enfrente. Pero de un solo viaje, que tenemos prisa». Yo lo intenté, pero como sinceramente no podía tuve que hacerlo en dos viajes. Entonces me dijo: «Tú eres un cara. ¿No te he dicho que corría prisa?». Yo le respondí: «No podía, señor». «No podías… Lo que tú eres es un sinvergüenza». Se puso a darme empujones y yo, cogiendo un mazo de goma que había para golpear las cunas, le di en la cabeza con él. Sin más contemplaciones me echó. Yo no dije nada a mi madre para no disgustarla. Pero se acercaba el día de darle el dinero y yo no tenía ni un céntimo. Aquí fue donde empezaron los grandes problemas que he tenido en la vida hasta ahora.

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Autor: Dum Dum Pacheco. Título: Mear sangre. Editorial: Autsaider. Venta: Todostuslibros y Amazon.

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