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¡Qué bello será vivir sin cultura!, de César Antonio Molina - Zenda
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¡Qué bello será vivir sin cultura!, de César Antonio Molina

El mundo digital, las nuevas tecnologías y las redes sociales están transformando nuestra vida cotidiana, y estos cambios se reflejan en áreas tan importantes como el trabajo, la enseñanza, las relaciones sociales o la economía. Y en medio de esta gran transformación social y cultural, ¿cuál es el papel del arte, la literatura, la lectura,...

El mundo digital, las nuevas tecnologías y las redes sociales están transformando nuestra vida cotidiana, y estos cambios se reflejan en áreas tan importantes como el trabajo, la enseñanza, las relaciones sociales o la economía. Y en medio de esta gran transformación social y cultural, ¿cuál es el papel del arte, la literatura, la lectura, las bibliotecas, la escritura, las ideologías o las creencias? ¿Acaso estamos condenados a vivir en un mundo sin cultura, sin pensamiento o reflexión, un mundo en el que la individualidad de cada ser humano se disolverá en una masa informe?

César Antonio Molina, en su ensayo ¡Qué bello será vivir sin cultura! (Destino) confía, pese a todo, en que la humanidad sabrá superar los retos que le depara este mundo cambiante y frenético como ya hizo en otros complejos momentos de su historia.

Zenda publica las primeras páginas.

***

Qué bello será vivir sin bibliotecas – Comenzaré con dos citas importantes para mí. Una narrativa y otra poética. La primera corresponde a Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne, y la segunda es un poema de Jorge Luis Borges titulado «Un lector».

El capitán Nemo se levantó. Yo lo seguí. Se abrió una puerta doble practicada en el fondo de la sala y entré en una habitación de igual amplitud que la que acababa de dejar. Era una biblioteca. Altas estanterías de palisandro negro, con adornos de cobre, soportaban en sus largos anaqueles gran número de libros encuadernados en forma uniforme. Seguían el contorno de la sala y terminaban en la parte inferior en amplios divanes, acolchados, de cuero color pardo, que ofrecían las más cómodas curvas para el reposo del cuerpo. Livianos pupitres móviles que podían acercarse o alejarse a voluntad permitían apoyar en ellos el libro durante la lectura. En el centro había una gran mesa cubierta de folletos, entre los cuales se veían algunos periódicos ya viejos. La luz eléctrica inundaba todo el armonioso conjunto y surgía de cuatro globos esmerilados semiocultos entre las volutas del cielo raso. Yo miraba con real admiración aquella sala tan ingeniosamente instalada, sin poder dar crédito a mis propios ojos.

—Capitán Nemo —le dije a mi anfitrión, que acababa de arrellanare en un sofá—, he aquí una biblioteca que sería motivo de lustre para más de un palacio de los continentes, y me maravilla pensar que puede usted llevarla consigo a lo más profundo de los mares.

—¿Dónde se hallaría más soledad, más silencio, señor profesor? —respondió el capitán Nemo—. ¿Le brinda a usted su gabinete de trabajo en el museo un reposo tan completo?

—No, señor. Y he de añadir que es muy pobre en comparación con el suyo. Tiene usted aquí seis o siete mil volúmenes.

—Doce mil, señor Aronnax. Son los únicos vínculos que conservo con la tierra. Pero el mundo terminó para mí el día en que mi Nautilus se sumergió por vez primera. Ese día, adquirí mis últimos volúmenes, mis últimos folletos, mis últimos periódicos, y desde entonces me imagino que la humanidad no ha pensado ni escrito más. Estos libros, señor profesor, están a su disposición y puede usarlos con entera libertad.

Agradecí al capitán Nemo y me acerqué a los anaqueles de la biblioteca. Libros de ciencia, de moral y de literatura, escritos en todos los idiomas, abundaban allí; pero no vi una sola obra de economía política, que al parecer estaban severamente proscritas a bordo. Detalle curioso, todos los libros se veían colocados sin orden determinado, cualquiera fuere la lengua en que estaban escritos, y esa mezcolanza indicaba que el capitán Nemo debía leer habitualmente los volúmenes según le cayeran a mano.

Entre esos libros noté las obras maestras de los autores antiguos y modernos, es decir, todo lo más hermoso que la humanidad ha producido en historia, poesía, novela y ciencia, desde Homero hasta Victor Hugo, desde Jenofonte hasta Michelet, desde Rabelais a Jorge Sand. Pero la ciencia, más particularmente, hacía el gasto en aquella biblioteca: los libros de mecánica, de balística, de hidrografía, de meteorología, de geografía, de geología, etc., ocupaban un lugar no menos importante que las obras de historia natural, y comprendí que constituían el estudio predilecto del capitán.

Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.
No habré sido un filólogo,
no habré inquirido las declinaciones, los modos, la
laboriosa mutación de las letras,
la de que se endurece en te,
la equivalencia de la ge y de la ka,
pero a lo largo de mis años he profesado
la pasión del lenguaje.
Mis noches están llenas de Virgilio.
Haber sabido y haber olvidado el latín
es una posesión, porque el olvido
es una de las formas de la memoria, su vago sótano,
la otra cara secreta de la moneda.
Cuando en mis ojos se borraron
las vanas apariencias queridas,
los rostros y la página,
me di al estudio del lenguaje de hierro
que usaron mis mayores para cantar
espadas y soledades,
y ahora, a través de siete siglos,
desde la Última Thule,
tu voz me llega, Snorri Sturluson.
El joven, ante el libro, se impone una disciplina
precisa
y lo hace en pos de un conocimiento preciso;
a mis años, toda empresa es una aventura
que linda con la noche.
No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del
Norte,
no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd;
la tarea que emprendo es ilimitada
y ha de acompañarme hasta el fin,
no menos misteriosa que el universo
y que yo, el aprendiz.

En El cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell cuenta una anécdota, real o apócrifa, que le sucedió al escritor francés Paul Claudel cuando representaba diplomáticamente a su país en Japón. Un día salió de su residencia en Tokio para acudir a una fiesta y cuando regresaba contempló con estupor que su casa estaba siendo devorada por un gran incendio. El poeta pensó inmediatamente en sus manuscritos y en su biblioteca, repleta de joyas bibliográficas. Cuando alcanzó el jardín vio que un hombre salía de entre las llamas llevando algo en sus brazos. Era el mayordomo que, dirigiéndose a él, le informó muy orgulloso: «¡No se alarme señor. He salvado el único objeto de valor!». Ese objeto no era otro que su uniforme de gala. Desde hace algún tiempo yo tengo una pesadilla semejante. Regreso a mi casa como el personaje de John Cheever, el nadador, después de haber recorrido, no las piscinas por las que él iba nadando, sino las bibliotecas del mundo, y me encuentro en la misma situación que el autor galo de El zapato de raso. A mi encuentro no acude ningún sirviente, sino un ser indefinido que repite las mismas palabras que el mayordomo japonés y me entrega un pendrive. Él añade que ahí no solo están todos mis libros desaparecidos, sino que ha incluido los fondos de las principales instituciones del mundo. Me quedo sorprendido, pero le digo que yo solo necesito mis libros físicamente, aquellos que yo compré y me han acompañado toda la vida. Son mis mejores amigos y no puedo prescindir de ellos. Él me responde muy seriamente que eso no solo es ya imposible sino, además, una estupidez. «¿Para qué quiere usted tantos volúmenes que le ocupan gran parte de su casa si los tiene todos aquí, en este objeto más pequeño que el dedo de su mano?». Compruebo que la discusión no lleva a ningún sitio y, entonces, despierto. Cuando lo hago, veo que todo aún está en su caótico lugar. Por las mesillas, por las mesas y las estanterías dobladas por el peso, aún reposan las miles de hojas impresas protegidas por las portadas multicolores. Toco unos libros, abro otros y recuerdo la historia de cada uno de ellos: su nacionalidad, su lengua, el peso que arrastran desde el origen. Mi biblioteca está compuesta por cientos de ciudades, miles de calles y otros tantos paisajes. Por estos espacios he caminado con los autores y sus personajes. He vivido sus vidas a lo largo de muchos siglos y cuando toco las páginas que estoy leyendo percibo sus lágrimas o sus risas, sus olores, veo los colores del amanecer o del ocaso. Un libro también es un objeto, una materia, una representación, un símbolo, una dimensión. El libro electrónico, el e-book, efímero en sí mismo como soporte (qué pasó si no con el vídeo, el DVD y lo que venga), le robará terreno al libro impreso, pero difícilmente podrá arrojarlo de nuestras vidas y nuestra manera de vivirlas. De haber habitado en la época en que se pasó de la oralidad a la escritura en papiro o pergamino, yo no habría estado en contra de este proceso evolutivo; de la misma manera que habría apoyado a Gutenberg cuando relegó a la escritura al ámbito privado. ¿Por qué ahora tendría que oponerme a algo inevitable y, seguramente, muy útil? Sí estoy en contra de quienes piensan que hemos llegado al fin. En contra de aquellos que creen que ya no es necesario leer, ni saber ni adquirir conocimientos, ya que todo está a nuestro alcance tocando la tecla de un ordenador. Estoy en contra de aquellos que rechazan la memoria como si esta fuera un simple apéndice mental que hubiera que extraer. El libro electrónico no es un peligro para la lectura. Sí lo son los videojuegos, los programas deleznables de la televisión, la mala enseñanza que desconoce o se impone con una obligatoriedad torpe y pesada, el mal ejemplo familiar donde la cultura, en general, es algo desconocido y extravagante. La pantalla no acabará con el libro impreso, aunque este se convierta en un objeto arqueológico; por el contrario, estoy seguro de que sí contribuirá a ampliar la lectura. Las próximas generaciones adquirirán nuevos hábitos, nuevas formas de relación con el texto escrito. Probablemente lo lleven a cabo desde la laicidad y no desde la sacralidad con que nosotros adoramos al libro. Probablemente la democratización de la lectura y la escritura modificará hábitos, costumbres, tradiciones y valores. ¿No sucedió así en el pasado? Umberto Eco afirma que, con internet, se retornó a la era alfabética y, por lo tanto, no hemos fenecido aún en la dictadura de las imágenes. De nuevo, escritores y lectores, hemos sobrevivido a ese monstruo multiforme. Millones de personas, a lo largo de todo el mundo, a través de internet, leen y escriben sin cesar para intercambiar ideas, sentimientos o simplemente informaciones. ¡Gutenberg todavía no está muerto! Se ha metamorfoseado. Nunca hubo tanta necesidad de leer y escribir como hoy. ¿Acaso los ordenadores actúan libremente sin este conocimiento previo? El papel, como antes el papiro o el pergamino, agotó su función. La memoria del mundo, desde el siglo XVI, ha crecido de una manera tan imparable que era necesario encontrar otros soportes para guardar el pasado y enfrentarse a un futuro repleto de contenidos. ¿Cómo se llevará a cabo la elección de los mismos? ¿Cómo se mantendrá su excelencia? ¿Cuáles serán los nuevos gustos, las nuevas modas? Las modificaciones en torno al libro como soporte no han variado sus mismos fines, ni su expresión. Desde hace más de cinco siglos los cambios políticos, sociales, económicos, tecnológicos y culturales se sustentaron en este objeto. Internet ha producido también una modificación notable en las costumbres de los bibliófilos, coleccionistas de libros antiguos, de primeras ediciones o raras. Aquella búsqueda aventurera y romántica por las librerías y trasteros de medio mundo que primaban al erudito frente al poderoso económicamente se ha derrumbado ante la publicación en internet de sus adquiribles índices. El precio se ha unificado y elevado, además de reducir la labor investigadora y azarosa. Además, el libro antiguo o de viejo es una especie en vías de extinción. Escaso, caro, raro y coleccionado por las grandes instituciones educativas y culturales. Coleccionar libros viene de antiguo. Luciano en El bibliómano ignorante criticaba a quienes los compraban para decorar su casa, pero no los leían. Séneca nos describe, como Cicerón y otros autores romanos, las calles de la capital del Imperio donde se vendían los rollos que contenían las novedades literarias o se copiaban por encargo las obras de cualquier época. Durante ese tiempo nació la idea del autor y el editor. ¿Cuántos de aquellos volúmenes quedan? En el museo arqueológico de Nápoles vi unos cuantos carbonizados procedentes de una casa de Pompeya. El fuego ha sido consustancial con la lectura y la escritura. Blanchot decía que con los libros se habían hecho tres cosas: escribirlos, leerlos o quemarlos. ¿Cuántas obras maestras de la literatura, del arte o de la ciencia se han perdido? Seguramente cantidades ingentes. Hoy por fortuna nada se perderá, ni siquiera lo vano y superfluo. Hoy cualquier persona tiene derecho a la eternidad al poder reproducir su vida en una página web. Qué más da si lo que hizo fue bueno o malo, el caso es que su nicho es semejante al panteón de un gran hombre. Eternidad, inmortalidad, fama, prestigio… Todo será revisado y, seguramente, sufrirá profundas modificaciones en un futuro inmediato. Varias veces le he oído comentar al autor de Apocalípticos e integrados su deseo de dar con los autores y las tragedias de las que Aristóteles habla en su Poética. Se perdieron y solo llegaron hasta nosotros los nombres y las obras de otros dramaturgos que él no tuvo a bien ni citar: Esquilo, Sófocles y Eurípides. ¿Eran los otros mejores que estos? ¿Aristóteles los postergó por envidia? El caso es que —como tantas otras veces— el azar le quitó la razón al maestro de la filosofía.

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Autor: César Antonio Molina. Título: ¡Qué bello será vivir sin cultura!. Editorial: Destino. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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