La tercera rama de tíos abuelos lejanos de lo que hoy llamamos Europa, aparte Mesopotamia y Egipto, fue Israel. Su historia inicial, novelada con una imaginación que ya habrían querido las historias de Harry Potter, está contada en la Biblia, y más concretamente en los libros del Génesis y el Éxodo, escritos quince siglos antes de Cristo. La cosa empezó con un fulano llamado Abraham, que vivía en Ur (ciudad que hoy situaríamos en Iraq). Por allí los dioses eran muchos, para cada necesidad, pero a Abraham empezó a aparecérsele uno que por lo visto era solo y único. El hombre se lo tomó en serio y se vino con la familia un poco más cerca, a Canaán. Allí tuvo un hijo llamado Isaac y otro llamado Ismael, unos nietos llamados Esaú y Jacob y un bisnieto, José, que tuvo malos rollos con la esposa de un egipcio llamado Putifar, cuyo nombre lo dice todo. Las peripecias de esos personajes son fascinantes pero no caben aquí, así que si dan ustedes un vistazo a la Biblia, mejor. Lo que importa es que los familiares y descendientes de todos ellos se llamaron hebreos, judíos o israelitas, y rendían culto a un dios llamado Yahvé, que según los textos antiguos (les juro que no es inquina mía), era un dios injusto, vengativo y con muy mala leche. Pero como era el de ellos, pues allá cada cual. Tú mismo con tu mecanismo. Por lo demás, el pueblo judío era, permítanme el chiste pascual, de los que comen sin sentarse. Los israelitas se pasaron la antigüedad de acá para allá, viajando más que la mochila de Frank de la Jungla. Tuvieron guerras, invasiones, emigraron y estuvieron cautivos primero en Egipto y luego en Babilonia. De Egipto los sacó un jefe llamado Moisés (como ustedes habrán visto la película Los Diez Mandamientos, les ahorro detalles) llevándolos de vuelta a su tierra. Allí pasaron la vida dándose de hostias con sus vecinos (siguen haciéndolo treinta y cinco siglos después) y con otros enemigos, en una serie de episodios donde hubo genocidios, adulterios, incestos, caspa, crímenes, sordidez, sexo guarro, batallas y demás sucesos que te dejan turulato cuando los lees. Entre mis personajes favoritos están Sansón, que era un pavo cachas en plan Schwarzenegger aficionado a irse de putas, y Dalila, más golfa que María Martillo, que le jugó la del chino cortándole el pelo para que los filisteos lo dejaran ciego como un topo. Otra que me encanta es Judith, una de las primeras feministas de la historia (como las hijas de Lot, que tras pirarse de Sodoma se lo montaron con su padre). La tal Judith era una hembra espectacular que se llevó al catre a un general asirio llamado Holofernes; y cuando éste iba a empezar la faena le cortó la cabeza y los judíos ganaron la guerra. Por la cara. Pero el que de verdad se infló a ganar batallas fue un pastor guaperas llamado David, que se cargó de un cantazo al gigante Goliat y luego subió al trono de Judea y fue el primer gran rey de allí, porque les dio las del pulpo a filisteos, moabitas, amonitas, edomitas, amalecitas y todos los acabados en -ita que andaban por aquellas tierras. Pero el que ya fue la repera limonera es su hijo Salomón, rey justo y sabio donde los haya (además de poeta erótico muy potable), que en el 996 a. C. construyó en Jerusalén el famoso templo que llevaría su nombre. Después la cosa israelita fue cuesta abajo, porque la Judea del norte fue machacada por las invasiones asirias en el siglo VIII a. C. y la del sur conquistada dos siglos más tarde por los babilonios, que se llevaron cautivos a los judíos donde los ríos de Babilonia y todo eso. A unos ese destierro les fue fatal, pero otros hicieron negocios y, listos como eran, destacaron como intelectuales en las bibliotecas y la cultura babilonia. El cautiverio acabó cuando Ciro el Grande, gobernante de la vecina Persia que era buen chaval, machacó Babilonia y dejó a los judíos volver a su tierra. El reino de Judea volvió a levantar cabeza hasta que en el año 334 a. C. Alejandro Magno se hizo cargo. Luego vendrían los romanos, Jesucristo y lo que contaremos cuando toque. Lo que importa es retener un detalle fundamental: ese concepto judío del Dios único, aportado por Abraham y consolidado por Charlton Heston, iba a influenciar mucho la historia de las religiones y la historia de Europa. Yo soy el que soy, dijo la zarza ardiente. Aquello resolvía de un plumazo (o un fogonazo) el viejo enigma de que cada dios debía haber sido engendrado por un dios anterior. Frente a eso, el nuevo Dios con mayúscula no tenía principio ni fin: quedaba fuera de la comprensión humana y sólo los elegidos, profetas, sacerdotes, podían acceder a él. Quien tuviera de su parte a esos intermediarios tenía garantizados la impunidad, el poder y la gloria: Dios lo ordena, Dios lo quiere, etcétera. Y en caso necesario, sin cargo de conciencia, los no creyentes podían ser pasados a cuchillo.
[Continuará].
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