«A ver qué dan después de las noticias… ¿Bailando con lobos?… ¿Otra vez?… Joer, siempre ponen las mismas…». Dos minutos más tarde has quitado el dedo del mando y te has tumbado. Cuatro horas más tarde se te ha hecho de noche, mientras pones cara triste bajo la manta y Cabello Al Viento grita desgarradoramente aquello de que siempre seré tu amigo. Hubo un tiempo, entre 1989 y 1993, en el que cada cosa que interpretaba Kevin Costner se convertía en oro en las taquillas, y a veces incluso también en la estima de los espectadores. Esa ristra estaba compuesta por Campo de sueños, Bailando con lobos, JFK, Robin Hood: Príncipe de los ladrones, El guardaespaldas y Un mundo perfecto. Luego llegó Waterworld y la cosa empezó a naufragar, casi literalmente. Nacido y criado en California, a los siete años de edad Costner vio La conquista del oeste, y desde entonces tuvo gran fascinación con la épica del western. Varias de sus mejores películas son westerns, entre ellas la que nos ocupa hoy, pero también Silverado, Open Range, Wyatt Earp y la miniserie Hatfield & McCoys. Y ahora mismo, a los sesenta y pico, anda ocupado con una serie de varias temporadas, Yellowstone, donde interpreta a un ranchero de sexta generación en la actualidad, rodeado de conflictos familiares, raciales, medioambientales y políticos. El western es el refugio al que siempre vuelve, habiendo pasado de joven pistolero a militar, a maduro sheriff y a veterano patriarca.
De Bailando con lobos se suele decir que resucitó el género casi por sí misma en los 90. Esto es un poco exagerado, ya que la llama del western durante los 80 no se había apagado del todo, gracias a Clint Eastwood entre otros, pero sí es cierto que consiguió una mezcla extraordinariamente bien aquilatada de épica de frontera, revisionismo histórico, desmitificación de tópicos cinematográficos, denuncia de errores del pasado y toma de conciencia moral, incluso medioambiental también, todo ello en el marco incomparable de las praderas de Wyoming y Dakota del Sur. Fue solo el segundo western en la historia en ganar el Oscar a mejor película (tras Cimarrón en 1931), y la tercera y hasta ahora última sería Sin perdón, solo dos años después, en 1992. Además, ganó otros seis Oscars (director para Costner, guion adaptado para Michael Blake, música para John Barry, montaje para Neil Travis, fotografía para Dean Semler y sonido para Russell Williams, Jeffrey Perkins, Bill W Benton y Gregory H Watkins), y recibió otras cinco nominaciones (vestuario para Elsa Zamparelli, dirección artística para Jeffrey Beecroft y Lisa Dean, actor para Costner y secundarios para Mary McDonnell y Graham Greene).
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La historia, ficticia, nació en principio como guion, escrito por Michael Blake a principios de los 80, pero al no ser capaz de colocarla en ninguna productora, el propio Costner, tras rodar Silverado, fue quien le sugirió en 1986 que lo convirtiera en novela, ya que si se vendía bien ya no sería un adocenado guion, sino una narrativa de éxito, lo que podría intentar distribuir por Hollywood. El plan funcionó: la novela se publicó en 1988, Costner se hizo con los derechos personalmente, y el rodaje se llevó a cabo durante cuatro meses en 1989. La trama es una idea bastante simple: un teniente del ejército estadounidense, John J Dunbar, tras estar a punto de morir en la Guerra de Secesión en 1863, solicita ser enviado a la frontera con los territorios indios, «antes de que ya no exista». Cuando llega a su nuevo puesto, apenas una choza y poco más, aunque bien provista de comida y armas, no hay nadie allí. Pronto es detectado por los indios sioux (o lakota) y al trabar contacto con ellos empieza a darse cuenta de que lo que había oído de ellos no era verdad en absoluto. Los indios, por su parte, ya han visto antes a blancos como él (de hecho, una mujer blanca, que perdió a toda su familia de niña hace años, vive con ellos) y están preocupados por cuántos más vendrán y cuándo. Siguen unos meses idílicos, donde Dunbar aprende el lenguaje y la cultura, va con ellos a cazar búfalos y a guerrear contra su gran enemigo histórico, los pawnee, y se casa con la mujer blanca, antes llamada Christine y ahora En Pie Con El Puño En Alto (Standing With A Fist). A Dunbar también le dan un nombre indio, Bailando Con Lobos (Dances With Wolves), porque la primera vez que lo vieron estaba intentando amansar a un lobo de patas blancas, Calcetines (Two Socks), que se le acercaba a veces por el fuerte. Pero inevitablemente llega el diablo blanco a expulsarlos del Edén y Dunbar elige irse del poblado indio para evitarles, en lo que pueda, mayores disgustos. Según se nos informa al final, «trece años más tarde, sus hogares destruidos, sus búfalos desaparecidos, la última banda de sioux libres se rindieron a la autoridad blanca en Fort Robinson, Nebraska. La gran cultura de las llanuras había desaparecido y la frontera americana pronto pasaría a la historia».
Hay un momento ya hacia el final en el que Dunbar habla con el gran jefe Diez Osos sobre lo que se les avecina, y este saca un yelmo de metal que tenía guardado como preciada posesión, diciendo que perteneció a otros hombres blancos que lucharon «contra los abuelos de mis abuelos». Ese yelmo era español, y seguramente ha pasado de generación en generación durante los últimos doscientos años. De hecho, toda la imagen épica de los indios de las praderas, expertos jinetes disparando sus flechas melena al viento, se debe a los españoles. Como es sabido, en América no había caballos, y los primeros del continente vinieron de Europa. Hasta entonces, las tribus nómadas habían tenido que caminar a pie en busca de sus presas, pero la llegada del caballo les trajo un gran avance como civilización, posibilitándoles viajar más rápido, más lejos y con más impedimenta. Y no solo viajar, sino también cazar y guerrear más eficazmente. Esos dos siglos que pasaron entre la llegada de los caballos españoles y la aniquilación estadounidense fue una auténtica edad de oro para las tribus indias de Norteamérica, no carente de conflictos internos, como refleja la película. Aunque las cosas se simplifican un poco entre unos sioux «buenos», o al menos pacíficos, y unos pawnee «malos», o al menos más violentos contra otros seres humanos, tanto blancos como nativos, la imagen se mantiene de que antes de la llegada de los europeos no todo era una utopía idealista.
Sin embargo, es muy curioso que a pesar de las potentes escenas de luchas entre humanos que hay en la película (la secuencia inicial con el fracasado intento de suicidio de Dunbar, la batalla contra los pawnee, el rescate de Dunbar por los sioux), algunos de los momentos más emotivos relacionados con la muerte y la pérdida son los que ocurren con animales. Primero son los búfalos masacrados en masa por los nuevos cazadores blancos para arrancarles solo la lengua y el pellejo de un solo lado, ahorrándose incluso el trabajo de darles la vuelta, de tantos como hay, y dejando que se pudra la carne que podría dar de comer a varias familias durante semanas. Después está Cisco, el caballo de Dunbar que sobrevivió a la balacera contra los sudistas en Tennessee, a dos hilarantes intentos de secuestro por los sioux, a la batalla contra los pawnee y a la cacería de búfalos, para acabar abatido por el propio ejército yanqui, al confundir a Dunbar con un indio. Y por último está el lobo Calcetines, que sigue fielmente al cautivo Dunbar y se convierte en diana móvil con la que los soldados intentar matar el aburrimiento (se usaron dos lobos para el rodaje, por cierto, y a uno de ellos había que pintarle las patas de blanco, porque no las tenía así).
La cacería de búfalos fue una mini-épica dentro de la película. Tardó ocho días enteros en rodarse, ya que cada vez que los búfalos echaban a correr no paraban en cincuenta kilómetros y los vaqueros (o «bufaleros») tardaban todo el día en traerlos de vuelta. Costner hizo él mismo sus propias escenas, disparando a caballo entre veinticuatro otros jinetes y ciento cincuenta extras, y sufriendo su parte de caídas y golpes. Costner fue el auténtico motor de todo el proyecto, desde el interés inicial que ya comentamos en el guion, pasando por convertirlo en novela, hasta ser la estrella principal, el director (con agradecimiento especial a Kevin Reynolds) y el productor, de los que ponen el dinero que falta (aquí hasta la cuarta parte del total), arriesgando la ruina, y rechazando papeles protagónicos como (se rumorea) La caza del Octubre Rojo (Sean Connery), Dick Tracy (Warren Beatty) o Presunto inocente (Harrison Ford). Al principio se consideró a Viggo Mortensen para el papel principal, pero se lo quedó el propio Costner, y ahora se planea que Mortensen interprete la secuela, The Holy Road, ya que Costner siempre se ha negado a hacer continuaciones de sus papeles. En este caso Costner tuvo suerte, sacando un beneficio personal de cuarenta millones de dólares, pero hay detalles de esos que dices «estos tienen el dinero por castigo», como el de dedicar tiempo y gastos a plantar el campo de maíz del principio de la película especialmente para el rodaje e incluso a pintar las hojas de los árboles en tonos rojizos y marrones para dar a entender que estamos en otoño. Así no me extraña que se os acaben las perras. A Costner, además, le va la duración larga. La productora quería como mucho dos horas veinte, y acabaron aceptando las tres horas en que al final quedó el montaje para cines, pero al año siguiente se hizo una versión de casi cuatro horas, en la que Costner no participó, pero sí su coproductor, Jim Wilson, que ha dicho estar «en éxtasis» con ella. Este montaje alargado incluye más contenido con los indios, con el lobo y con la relación entre Dunbar y Christine. También hay una escena en la que se ve por qué el fuerte está abandonado cuando Dunbar llega: lo que queda del destacamento anterior, muy disminuido tras muertes y deserciones, decide irse antes de que los indios los ataquen. En este caso creo que queda mejor, más misterioso, más ominoso, omitir esta información, que por otra parte es fácilmente de deducir: si hay cadáveres es que los mataron y si no, es que se fueron ellos.
La película provocó algunas quejas menores entre los nativoamericanos del momento, como algunas imprecisiones en el lenguaje: por lo que parece, el lakota tiene una manera masculina y otra femenina de hablar, y la traducción, hecha por una mujer, provoca la hilaridad entre los hablantes nativos al oír a hombres «hablar como mujeres». También hay críticas sobre si este es un nuevo caso cinematográfico de «salvador blanco aparece para proteger a nativos ignorantes», pero aunque es indudable que la historia está contada desde el punto de vista de Dunbar, con voz en off y todo, leyendo del diario que va escribiendo, tampoco es que el Gran Teniente Blanco (Lu-ten-ten, lo llaman a veces, corrupción de «lieutenant») salve gran cosa. Quizá solamente a sí mismo. Además, al menos aquí nos ahorramos, hasta cierto punto, otro de los grandes topicazos de las Aventuras del Gran Macho Americano en Otras Culturas, que es ligarse siempre a la hembra más cañón y más exótica que se encuentra. Pero todas estas cosas palidecen en comparación con lo que se logró con esta película, que mantuvo contra viento y marea la decisión de usar actores nativos, mostrar diálogos en lengua original, algunos bastante largos para lo que estaba acostumbrado el público estadounidense, y tratar su caso con crudeza como uno de los al menos dos pecados originales del país, junto a la esclavitud de los africanos de las plantaciones. Su éxito fue tan grande que la productora, Orion, decidió retrasar el estreno de El silencio de los corderos a 1991 para que no fueran rivales en los mismos Oscars, con gran acierto, como después se vería. Como muestra de la opinión mayoritaria, Kevin Costner fue adoptado como miembro honorífico de la Nación Sioux (que se pronuncia «suu», no «sius», con una u un poco más larga que la española). En la novela, por cierto, son comanches de Nuevo México, pero en 1989 en Dakota había más búfalos y más gente que hablaba idiomas nativos, así que se cambió este detalle para el cine.
Al principio mencionamos que la revisión de tópicos del western era uno de los motivos del éxito de la película, y en esta ocasión seguramente el principal sea el de la aparición de la caballería. Aquí no son gallardos jinetes que vienen a salvar el día, sino brutos malencarados que irrumpen por allí a estropear todo lo que se había conseguido. El guion no es nada sutil al respecto, la verdad: nada de apariciones épicas, nada de galantes oficiales: a Dunbar se lo considera un traidor sin casi escucharlo, se lo trata a golpes (hasta tres veces lo dejan inconsciente a culatazos en dos días), le matan el caballo, lo transportan encadenado, y uno de los soldados, Spivey, se llega a limpiar el culo, literalmente, con las hojas de su diario ilustrado, tan cuidadosa y trabajosamente escrito, que no sabe ni leer. Otro de los soldados, Bauer, es una mala bestia, y el comandante al mando no le da la más mínima oportunidad. Solo un teniente, que conoció brevemente a Dunbar antes de partir hacia el fuerte, parece mirarle con algo de comprensión, pero se achanta ante los demás. De todos ellos se toma cumplida venganza Dunbar cuando lo rescatan los indios. Pero ya es demasiado tarde. La gran máquina blanca ya no va a parar y de todas sus vidas solo quedará esta elegía para volver a ver muchas veces bajo una manta peluda.
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