Zenda presenta un relato inédito de una obra mayor de trece cuentos cuyo título es Niña con monstruo dentro. La autora, manchega no solo de nacimiento sino cervantina por convicción y destino, tiene escrito en su biografía que “en esta vida, ya se sabe, o haces novela o no te determinan”. A pesar de ello escribe en corto y por derecho relatos de humor inteligente, como este que presentamos.
Una larga caravana de hormigas fraile desfila con paso rítmico por la encimera de la cocina. Como si fueran un ejército de costaleros, cargan sobre sus cabezas migas de pan y virutas de comida. Al final de la procesión, una porteadora coja intenta seguir el ritmo de sus compañeras, aunque cada vez se va quedando más descolgada de la comitiva. Pero no se rinde: ella se siente como Hefesto, por eso transporta la miga más grande y pesada. Se ha quedado muy atrás y ahora ve cómo el culo de la última de sus camaradas se introduce por el agujero de la pared. Calcula cuánto tardará ella en llegar allí y descargar la miga, por fin, en casa: no hay tanta distancia, puede conseguirlo. Justo cuando se impulsa con todas sus fuerzas para abordar el último tramo, un eclipse total la paraliza.
Se mueve con dificultad por el jardín, el peso del yunque le hace arrastrar torpemente la prótesis, y va dejando detrás de sí un surco de flores destrozadas. Pero no se da por vencido y consigue llegar a la ventana del baño sin ser visto. Apoya el yunque en el alféizar, se quita la prótesis, la deja en el suelo junto a una maceta de tulipanes amarillos y se cuela sigilosamente por la ventana. Una vez dentro, vuelve a coger el yunque, lo alza sobre su cabeza y, saltando a la pata coja, se aproxima a Florence, que ya ha bebido lo suficiente como para no enterarse de nada y juguetea con los pies bajo el chorro del grifo, mientras sostiene, ahora con la mano izquierda, su copa, cargada de vino y veneno para hormigas.
Con lo que no cuenta el hombre es que, justo entonces, el narrador no puede evitar pensar en la hormiga y se marcha a la cocina para comprobar si sigue allí y en qué condiciones. Encuentra a Hefesto recuperándose del capirotazo, agitando una por una las patitas que le quedan. Se incorpora, pero está aturdida y desorientada y no sabe cómo llegar al agujero de la pared. No le queda más remedio que seguir la estela de luz que viene del cuarto de baño. El narrador la acompaña con la mirada y siente un poco de lástima, porque sabe que se arrastra en la dirección equivocada. Cuando llegan al baño, Ted Bundy sigue petrificado como un pompeyano –aunque con una sola pierna–, en una postura casi heroica, con los brazos en alto sujetando el yunque y a punto de asestar un golpe épico a su vecina triste y borracha. Sin embargo, el tiempo que ha pasado el narrador fuera dejando a Ted paralizado, ha hecho que su emoción asesina se convierta en desesperación y agotamiento. Por si fuera poco, el agua de la bañera ha comenzado a desbordarse y tiene su único pie empapado.
El narrador y la hormiga observan la escena confundidos. Pero antes de que el agua le llegue al cuello, antes incluso de que le roce los tobillos, el narrador toma cartas en el asunto y le da un toque de atención al escritor que, consciente de que la trama se le ha ido de los dedos, recurre a la solución más absurda: cerrar el grifo. Con un movimiento brusco e improvisado, teclea demasiado rápido, sin tenerlo claro y, en lugar de cortar el agua, hace aparecer en el cuarto de baño a una animal mitad águila y mitad león que no sabe muy bien qué narices pinta en ese circo. Ted Bundy, espantado por la aparición de semejante bicho, sufre un infarto y cae al suelo, un segundo antes que su yunque, que le aterriza en la cabeza con un golpe digno del mazo del mejor forjador. Para entonces, la mujer ya se ha ahogado en la bañera, y el contenido de la copa ha caído sobre la hormiga, que muere borracha y envenenada, igual que la verdadera Florence Lawrence. Su cadáver es rápidamente devorado por el grifo que, ya que está ahí, también quiere participar.
El narrador, atónito, pone cara de no entender nada, se encoge de hombros y mira hacia arriba, sin saber muy bien qué decir. El escritor observa el estropicio que ha fraguado él solito y les pide disculpas, aunque no tiene muy claro cómo solucionar la peripecia. Así que manda al grifo a su casa, borra los últimos párrafos y vuelve al eclipse, producido esta vez por una mujer loca que quiere morir como el papa Adriano IV, atragantándose con una mosca.
Abnegado y desmoralizado, el narrador suspira y piensa en lo bonita que podría haber sido su existencia, si al otro lado, dándole a la tecla, tuviera a un Borges o un Cervantes, y no a un imbécil redomado que no sabe hacer la o con un canuto.
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