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Un mar magnético - Enrique Turpin - Zenda
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Un mar magnético

Ya casi nadie recuerda los cartuchos de ocho pistas, a pesar de que fueron anteriores en comercialización a la cinta de cassette (hoy nos los recuerda la publicidad de Spotify ). Los cartuchos nacieron, al igual que el cedé, como alternativa portátil para la música rodada, es decir, como alternativa al vinilo.

Cuando Aldo Manucio dio forma a lo que hoy llamamos libro de bolsillo, ya llevaba tiempo enzarzado en buscarle acomodo fuera de su imaginación, allá por los estertores del siglo XV. Recordemos que de la Imprenta Aldina salieron ediciones cuidadísimas de Aristóteles, Platón, Erasmo, Dante, Petrarca y un sinfín de clásicos llamados a ser rescatados por la casa veneciana del impresor y tipógrafo. Como ya se trató de popularizar en la Antigua Roma, también en la época renacentista se buscaba que los códices cupieran en la mano. A aquellos del siglo I se los llamó pugilares, y sí, podían ser sujetados con una mano, pero no cabían en el bolsillo. En realidad, se trataba del nombre que recibía el volumen manual de la Santa Escritura donde los hebreos consultaban las lecciones más frecuentes leídas en la sinagoga. Con esa idea, el manejo, Manucio y su mano derecha Francesco Griffo crearon la itálica, comúnmente conocida como cursiva, una tipografía creada ex profeso para compactar los textos y —esta vez sí— lograr que el volumen cupiera en la mano de los lectores que se rifaban sus piezas. Quién iba a decirle al bueno de Aldo que cinco siglos más tarde, un ingeniero neerlandés iba a llevar mucho más lejos su cometido y se iba a hacer cargo de materializar la idea de transportar música (o libros grabados) en el bolsillo.

Lou Ottens (1926-2021) fue el creador, junto a un equipo de investigadores de la casa Eindhoven Philips (Holanda), del formato físico de reproducción musical más portátil y exitoso de la historia. En realidad alumbró el invento en la compañía Hasselt, propiedad de Philips, como lo fue la discográfica estadounidense Mercury Records, donde se inició la ascensión de la cassette («cajita») al cielo de la reproducción sonora. Todavía quedaba un trecho hasta que los japoneses de Sony propiciaran la universalización de la patente, forzando a liberarla para ajustarla a su decisión de crear el reproductor portátil que el mundo conoció como Walkman, que en origen no quería decir «hombre andante» sino que surgió de la fusión entre Walk(ing) y Man(hattan), esto es: «andando por Manhattan».

"Todo cabía en aquellos tiempos de ilusiones en los que Tony Manero, Bruce Lee y Rocky Balboa velaban los sueños de inmortalidad de aquellos jóvenes"

Ya casi nadie recuerda los cartuchos de ocho pistas, a pesar de que fueron el formato verdaderamente portátil y anteriores en comercialización a la cinta de cassette (hoy nos los recuerda la publicidad de Spotify, que sospechosamente se olvida de mencionar el cedé, todavía competencia directa con la plataforma de música en streaming, y del que Ottens también es ideólogo). Los cartuchos nacieron, al igual que el cedé, como alternativa portátil para la música rodada, es decir, como alternativa al vinilo, tan engorroso de manejar dentro del automóvil. Wikipedia nos recuerda que en septiembre de 1965, Ford Motor Company presentó reproductores de 8 pistas instalados en fábrica y por el concesionario como una opción en tres de sus modelos de 1966 (Mustang, Thunderbird y Lincoln) y RCA presentó 175 cartuchos de música pre-grabada de sus artistas. Para los modelos de 1967, todos los vehículos de Ford ofrecían el reproductor para cartuchos de ocho pistas, como una opción de actualización.

La cassette llegó a Estados Unidos de la mano de Mercury, filial de Philips, en septiembre de 1966 con una oferta inicial de cuarenta y nueve títulos, cuando en los coches ya funcionaba el cartucho de ocho pistas y una única bobina de reproducción. En la década de los setenta ya estaba en desuso el cartucho, a pesar del éxito temprano del invento, y el rey del coche era el magnetófono de cassette, extraíble si se quería estar a la última. Puestos a hacer memoria, era el amigo inseparable de la mariconera ochentera. Las manos no daban para tanto artefacto, si encima debías echarle la mano a la cintura a la novia. Cuántas carreras se habrán dado por haber ido a recuperar el radiocassette —y alguna que otra hombrera fugada por las calenturas subrepticias— bajo las butacas del cine cuando llegaba el momento de reinstalarlo en el salpicadero del Seat Ibiza System Porsche o del Renault 5 Copa Turbo. Y las alegrías que concedía al vanidoso el saberse observado por llevar bajo el sobaco un reproductor Pioneer autoreverse de última generación. Todo cabía en aquellos tiempos de ilusiones en los que Tony Manero, Bruce Lee y Rocky Balboa velaban los sueños de inmortalidad de aquellos jóvenes, tan procaces como ingenuos, desde los posters en las paredes de sus habitaciones enmoquetadas.

"Nada podrá sustituir el arte, la caligrafía y los afanes ilusionados que se conjugaban en la gestación y materialización de una cinta de cassette"

Lo de grabar cintas era todo un arte, como bien sabe Rob Fleming, el apasionado, inmaduro e incapacitado para el compromiso protagonista de Alta Fidelidad (1995), la novela de Nick Hornby que retrató como pocas el drama de la obsesión disquera. Lo más parecido a él que tenemos por aquí se adocena en la escritura de Kiko Amat, tierna y destroyer a partes iguales. En el insustituible Mil violines (Reservoir Books, 2011), la Perla de Sant Boi volvía a la carga con las tres razones para grabar cintas, las “Tres Es”, a su decir: Educar, Enamorar y Egoísmo (luego añadía que también podían confeccionarse para adelgazar, dada la cantidad de desgaste energético que conlleva hacer un recopilatorio de noventa minutos). Bajo la sombra protectora de las 31 canciones de Nick Hornby (Anagrama, 2004), Amat hace un repaso del mundo pop como una anomalía que nos concede la vida. Podemos ser cansinos, pelmas, pero somos sensibles, como lo son los protagonistas de su última novela, Revancha (Anagrama, 2021), “un libro indócil, lleno de vulgaridad y belleza, dolor y humor, a la vez que escrito con la máxima adrenalina”. Pues algo parecido a lo que dijera Chuck Klosterman en Fargo Rock City (Es Pop, 2011), pero sin molinetear la melena dos palmos por encima de la coronilla.

A aquellas Es de Kiko Amat, Rob Sheffield añadiría una cuarta, la E de evocar. En Vives en las cintas que me grabaste (Blackie Books, 2018) escribe para no olvidar al amor de su vida, fallecida años atrás, dejándole demasiados recuerdos y una caja llena de cintas que se grabaron mutuamente. Pero si hay un libro que se lleva la palma en lo que a memoria magnética se refiere ese no es otro que Cassette From My Ex: Stories and Soundtracks of Lost Lovers, editada por Jason Bitner (St. Martin’s Griffin, 2009), una recopilación de eso que sugiere el subtítulo: cintas y más cintas que hablan de historias de amores que fueron y ponen la banda sonora a los amores perdidos, todavía presentes en cada giro de la cinta en un doloroso avance de cinco centímetros por segundo. Thurston Moore, líder de Sonic Youth, editó su propia recopilación en Mix Tape: The Art of Cassette Culture (Universe Publishing, 2004), con una nómina que pasa por las propias compilaciones de John Zorn a Jim O’Rourke, de DJ Spooky a Mike Watt, entre otros tantos que sí vivieron el auge y caída de la cinta magnetofónica, de los sistemas Dolby de reducción de sonido (1971) a la cinta virgen de Maxell (1974), hasta llegar a la revolución egotista del Walkman (1979). Lo que ocurrió después ya es historia, pero Lou Ottens todavía iba a pasar a los anales como artífice de la penúltima revolución musical antes de los sistemas de streaming: la digitalización del sonido planchada en CDs.

Con el móvil, la música ha vuelto al bolsillo. Hoy es posible enviar y compartir una playlist para educar, enamorar, por egoísmo o como evocación, pero nada podrá sustituir el arte, la caligrafía y los afanes ilusionados que se conjugaban en la gestación y materialización de una cinta de cassette, una carcasa transparente de música rodante en la que cabía el universo entero y acaso también las ansias del arquitecto sonoro, que ponía en las manos de su amor platónico una cajetilla manuscrita con la esperanza de captar en el brillo de los ojos de la amada alguno de los mensajes sublimados en aquella exclusiva selección musical. Náufragos que cambiaron la botella por la cinta magnética y el mar por un reproductor. Trovadores que ansiaban provocar temblores de emoción en sus deseadas midons. Mi compilación empezaría por “Sleeping Without You Is a Dragg”, de Swamp Dogg, y acabaría con “Second Hand Heart”, de Bobby Bland. Ahora sólo resta cruzar los dedos y esperar.

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Autor: Kiko Amat. Título: Mil violines / Revancha. Editorial: Reservoir Books / Anagrama. Venta: Amazon

Autor: Rob Sheffield. Título: Vives en las cintas que me grabaste. Traductor: Carles Andreu. Editorial: Blackie Books. Venta: Amazon

Autor: Chuck Klosterman. Título: Fargo Rock City. Traductor: Óscar Palmer Yáñez. Editorial: Es Pop. Venta: Amazon

Autor: Nick Hornby. Título: Alta Fidelidad / 31 canciones. Traductor: Miguel Martínez Lage / Fernando González Corugedo. Editorial: Anagrama. Venta: Amazon

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Enrique Turpin

Sabadell, 1970. Filólogo y crítico musical. Secretario General de la Asociación Española de Críticos Literarios (AECL). Redactor de la ya extinta Cuadernos de Jazz y de Allaboutjazz.com. Editor y antólogo de narrativa hispánica. Su última edición es Besos a la luz de la lona. Historias de boxeo (Demipage, 2016). Ha ejercido la crítica literaria, entre otros medios, en El Periódico de Cataluña y La Vanguardia.

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