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Goya a los 49 años (II) - Zenda
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Goya a los 49 años (II)

Yo había dejado en el apartamento de mis suegros en el Pirineo los cuatro tomos de Francisco de Goya, la monumental biografía de José Camón Aznar, pero había hecho fotos con el móvil de sus páginas, para continuar este relato en Zaragoza, a la par que buscaba más información en otros libros y en internet....

¿Qué pensaba Goya aquel mes de mayo de 1793? Había pasado cinco meses convaleciente de sífilis, o de saturnismo en Cádiz, en casa de su amigo, el ilustrado y exportador de vinos de Jerez Sebastián Martínez. Durante aquellos meses vio la muerte pasar a su lado, y ahora volvía a Madrid sordo y con la parte derecha del cuerpo paralizada. La audición ya no la recuperaría; la hemiplejia, que le impedía escribir y casi también dibujar o pintar, remitiría pasados unos meses.

Yo había dejado en el apartamento de mis suegros en el Pirineo los cuatro tomos de Francisco de Goya, la monumental biografía de José Camón Aznar, pero había hecho fotos con el móvil de sus páginas, para continuar este relato en Zaragoza, a la par que buscaba más información en otros libros y en internet.

"Ve continuamente cómo los funcionarios de la Real Fábrica le obligan a rectificar sus bocetos pidiéndole que elimine claroscuros, que dibuje con precisión…"

Al parecer, durante aquella primavera de 1793, incapaz de trabajar en la Corte, recluido en casa con su mujer, Josefa Bayeu, y su hijo Xavier, hizo balance de su vida. Había alcanzado cuanto ambicionaba. Gracias a su talento y al apoyo de Ramón de Pignatelli, su cuñado Francisco Bayeu, los duques de Osuna y el rey Carlos IV, se había convertido en el pintor más prestigioso de España. Su posición económica era desahogada. Sin embargo, no estaba del todo satisfecho. Sentía que había sido utilizado como instrumento por los poderosos; por la iglesia para decorar templos con motivos religiosos que resultaban ajenos a su interés; por reyes y nobles para retratar su riqueza y poder o para decorar sus palacios. Hay quien afirma que Goya tendía a satirizar, a observar el lado oculto de la personalidad del retratado. Pero, en reciente entrevista con Heraldo de Aragón, la especialista Manuela Mena afirma que si Goya hubiese satirizado a los retratados jamás lo hubieran contratado, interpretación que me parece la más lógica y acertada. Por mucho que los retratos tengan la factura de un virtuoso, no puede afirmarse que de haberlos pintado solo con arreglo a su creatividad hubieran sido los mismos.

Sin duda, lo que más disgusta a Goya no es la obra religiosa, ni los grandes retratos, sino los dibujos y óleos que pinta para la Real Fábrica de Tapices, en los cuales le imponen los tamaños, los temas y hasta las tonalidades de color. Deben ser cuadros amables, luminosos y de vivos colores que representen escenas populares. Goya se convierte en un instrumento. Ve continuamente cómo los funcionarios de la Real Fábrica le obligan a rectificar sus bocetos pidiéndole que elimine claroscuros, que dibuje con precisión…

Según escribe Camón Aznar en su biografía, en su convalecencia de 1793 Goya “desea romper con ese mundo que lo sojuzgaba y deja que su arte vuele por los cielos altos de su fantasía (…). Esa falta de libertad motivó una exacerbación de su genio”.

"Enfermo, sordo y hemipléjico en casa, se siente rebelde y comienza a pintar esos cuadros de pequeño formato"

Enfermo, sordo y hemipléjico en casa, se siente rebelde y comienza a pintar esos cuadros de pequeño formato que, tal como conté en la primera parte de este relato, envía a Bernardo de Iriarte, presidente de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, “para el examen de los señores académicos”. Y la academia le responde con una breve nota, el 5 de enero de 1794: “Que la Junta se agradó mucho de verlos, celebrando el mérito del señor don Francisco de Goya”.

Se trata de una respuesta escueta, quizá la deferencia dirigida a un impedido que no puede manejar bien su mano y, a pesar de ello, trata por todos los medios de seguir pintando. Pero el artista no desfallece y responde dos días más tarde, el 7 enero, con otra misiva en la cual informa a Iriarte que tiene empezado otro cuadro “que representa un corral de locos, dos que están luchando desnudos con el que los cuida cascándoles, y otros con los sacos”. Es posible que Iriarte pensara que desvariaba, presa de la enfermedad, y no respondió a la nueva carta. Pero Goya no cejó en su empeño de pintar obras originales, ajenas a cualquier encargo y sin salida comercial alguna, por mucho que él tratara denodadamente de venderlas a la aristocracia.

Todos estos cuadros son de pequeño formato, de unos 30 x 50 centímetros, pintados sobre planchas de hojalata y de temática trágica o satírica, como el referido Corral de locos, donde se hacinan hombres desnudos chillando y peleándose a golpes en una celda iluminada por una ventana enrejada. Camón Aznar escribe: “Gestos furiosos, macabras hilaridades, actitudes entre bestiales y enardecidas, expresiones inconcretas pero violentas…”. Es en este cuadro donde se asoma la temática del monstruo, presente en la literatura de Gracián y de Quevedo, que más tarde desarrollará en las series de grabados de los “Caprichos” y los “Disparates” o en las pinturas negras.

También hay cuadros de catástrofes, como El incendio, donde una masa aterrorizada se abraza y lanza gritos de terror frente a unas llamaradas que parecen cósmicas, o El naufragio, de factura muy similar, donde hombres y mujeres, una vez más, están a punto de sucumbir a las aguas embravecidas sobre una roca que desaparecerá con la marea. En todos estos cuadros hay un personaje colectivo, una masa humana que denota la fragilidad del ser humano y las fuerzas del azar y del destino que son capaces de matarlo al instante —como la enfermedad que aqueja a Goya, la cual puede dar al traste con todos sus proyectos y ambiciones—.

"Conforme avanzan los dibujos, las caras de los personajes se deforman y se convierten en caricaturas o en máscaras"

No hay certeza respecto a la datación del Álbum B, o «Cuaderno de Madrid», que puede admirarse íntegro en la web de la Fundación Goya en Aragón. Se había mantenido hasta fechas recientes que los dibujos se esbozaron entre finales de 1796 y finales de 1797, pero historiadores como Jesusa Vega han defendido que corresponden a 1794, lo cual los incardinaría en el periodo de la enfermedad de Goya, al igual que los óleos pintados sobre planchas de hojalata. En el Álbum B está ya todo Goya, en particular el de los “Caprichos” y las pinturas negras.

A mí estos dibujos me parecen una transformación procaz y satírica de los cartones para tapices. Se exhiben las mismas escenas campestres de majos y majas, que antaño eran castas, amables y coloridas (La gallinita ciega, Los zancos, El quitasol…) y ahora se transforman en dibujos abocetados, en blanco y negro, en escenas lujuriosas donde las majas lucen semidesnudas y venden sus cuerpos, o son apaleadas por sus compañeros. A menudo aparecen borrachos, jugadores de naipes, brujas y adivinas, peleas de arma blanca entre gañanes. Conforme avanzan los dibujos, las caras de los personajes se deforman y se convierten en caricaturas o en máscaras, hasta que, en los últimos dibujos, aparecen burros vestidos de hombres con fines satíricos, lo cual ya remite directamente a la irrealidad de los “Caprichos”, que todavía tardarán un lustro en publicarse.

"El pintor se muestra jovial, parece que ha pasado su etapa más oscura y vuelve a ser el ambicioso retratista de la aristocracia"

Según parece, por carta dirigida a Ceán Bermúdez, en abril de 1794 Goya ya se encuentra bien. Le da cuenta a su amigo de un viaje relámpago a Aranjuez, en el cual no se ha llevado ni siquiera una muda para cambiarse. El objetivo es retratar al ministro Saavedra, llamado por el entonces secretario de estado Manuel Godoy, que ha tenido la deferencia de aprender la lengua de los sordos para hablar con Goya. El pintor se muestra jovial, parece que ha pasado su etapa más oscura y vuelve a ser el ambicioso retratista de la aristocracia, que se presta a cualquier encargo con tal de acumular dinero para su vejez y el bienestar de su familia.

Le escribe a Martín Zapater: “Yo estoy lo mismo, en cuanto a mi salud, unos ratos rabiando con un humor que yo mismo no me puedo aguantar, otros más templado, como este que he tomado la pluma para escribirte (…). Solo te digo que el lunes, si dios quiere, iré a ver los toros, y quisiera que me acompañaras”.

Son las cuatro de la tarde, hace calor en Zaragoza y decido ponerme bermudas y una camiseta vieja para comer en la terraza de casa macarrones con abundante tomate, ajo frito, guindilla seca y parmesano rayado; y rioja tinto de la nevera. Noto cómo me suda la cara por efecto del picante mientras sigo leyendo a Camón Aznar en la pantalla del ordenador.

Hay dos cartas misteriosas, dirigidas a Martín Zapater. Una de ellas del 21 de mayo de 1794 y otra, que parece su continuación, sin fecha. Avanza la primavera y Goya describe con lujo de detalles cómo debe armarse y decorarse una tienda de campaña para Zapater. También habla del catre. Llega a afirmar que en el exterior deben quedar “vuelos y rizos”, “porque con esta figura hace muy gracioso”. Hay una intención cómica en la descripción, y también melancólica y hasta tierna, que parece no casar con la hosca seriedad con la que imaginamos al pintor. Le dice a su amigo Zapater: “Si no fuera porque estoy sordo, ya estaba en camino a la hora de ahora, que son las 9 de la noche, y en la posta, a poner las cortinas de tu catre, y volverme al día siguiente (…). ¡Qué bella es la memoria cuando está bien empleada, que me está recreando los cuatro sentidos, y aun me parece que para ti los tengo los cinco cabales!”.

"Durante el verano de 1794 Goya ya se ha restablecido por completo de su parálisis y se lanza de nuevo con fuerza a la pintura con mayúsculas"

Sentado en la terraza de casa bajo el sol, mientras termino mi vaso de vino, imagino una tarde de primavera de finales del siglo XVIII. Hace calor. En algún soto de la ribera del Ebro, evoco una tienda de campaña vacía, de recia tela blanca, como la vela de un barco. En el interior no hay nadie; pero veo lápices, cartones, pinturas al óleo, lienzos… Solo se escucha el rumor del río y el agitarse con la brisa de las ramas de los chopos.

Durante el verano de 1794 Goya ya se ha restablecido por completo de su parálisis y se lanza de nuevo con fuerza a la pintura con mayúsculas, a los grandes retratos tamaño natural, y vuelve a pintar a actrices de moda como “La Tirana”, María del Rosario Fernández, a toreros como Pedro Romero o a aristócratas como la marquesa de la Solana o los duques de Alba, a quienes retratará individualmente en varios cuadros.

Sobre la duquesa, María del Pilar Teresa Cayetana de Silva, Goya solo dejó escritas tres líneas en una carta dirigida, una vez más, a Martín Zapater. La misiva es del 2 de agosto de 1794 (todavía faltaban siete meses para que Goya cumpliera con 49 años) y dice así:

“Más te valía venir a ayudar a pintar a la de Alba, que ayer se me metió en el estudio a que le pintase la cara, y se salió con ello; por cierto, que me gusta más que pintar en lienzo, que también la he de retratar de cuerpo entero”.

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Ricardo LLadosa

Ricardo Lladosa (Zaragoza, 1972). Estudió Economía, Derecho y Lenguaje y técnicas de Vídeo y Televisión en las universidades de Zaragoza y Maastricht (Holanda). En la actualidad es director financiero. Desde 2013 escribe sobre literatura en el suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón y en Zenda Libros. En 2015 fue finalista del premio de relatos de la fundación Iluminafrica. "Madagascar" (Anorak, 2017) fue su primera novela. Más tarde publicó "Un amor de Redon" (Fórcola, 2019). Su última novela es "Roma en el bolsillo" (Funambulista, 2023). @ricardolladosa

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