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Aroma de albahaca junto al estanque - Zenda
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Aroma de albahaca junto al estanque

La mañana huele a albahaca. La mañana no sabe que es domingo, sólo que la luz de agosto irradia un sosiego amable, dócil, eterno. La mañana no sabe que luego vendrá la tarde. La mañana aún no está herida. La mañana cree que durará para siempre. Nada tiene sentido fuera de esta mañana. *** El...

La mañana huele a albahaca. La mañana no sabe que es domingo, sólo que la luz de agosto irradia un sosiego amable, dócil, eterno.

La mañana no sabe que luego vendrá la tarde.

La mañana aún no está herida.

La mañana cree que durará para siempre.

Nada tiene sentido fuera de esta mañana.

***

El mal nadador contempla con envidia cómo Bruno se mece entre las aguas limpias y breves de un estanque que fue hace cuarenta años abrevadero de caballos y ovejas. Es mediodía y parece como si se estuviera regalando ese baño después de haber podado plantas durante más de una hora.

"Arcángela no tiene pinta de mentir, aunque puede que sea fantasiosa. Miro sus ojos azules enmarcados en unas gafas de carey..."

Bruno apenas se mueve. Como las hojas de la enorme acacia que protege la cara norte de esta villa de mediados del XIX con escaleras de mármol y paredes estucadas. El alto techo de bóveda cruzada contempla el salón donde desayuno y paso parte del día ensimismado. Ahora me siento en un sillón, luego en un tresillo donde me demoro en un piano y una cómoda sobre la que dormita un búcaro de esmalte con adelfas rosas y blancas. Abro un enorme armario y curioseo cuberterías, paños, manteles, servilletas, juegos de copas, jarras estriadas. La luz llega a través de dos ventanales cerca del techo, como para que todo esté en una suave penumbra y mantenga la estancia fresca, silenciosa, aislada. En una alta mesa de madera oscura sobre manteles individuales –como de ajuar– encuentro a primera hora de la mañana café, miel, mermeladas amargas y dulces, quesos, una jarra de agua y otra de leche, higos sobre una gran hoja de la propia higuera o tomates –según el día–, cucharitas junto a delicadas tazas de porcelana, un salerito de plata, un azucarero con forma de concha. Desde allí miro hacia el jardín a través de una enorme puerta acristalada.

Más que Bruno, quien merodea por entre olivos, ficus, buganvillas, higueras, granados, nogales y cañas de bambú es Arcángela. Camina descalza (hoy con el pie izquierdo vendado) por el otro salón (al que no he sido aún invitado), la cocina y el enorme jardín que rodea las estancias. Apenas hablan, sólo escuchan piezas de Béla Bartok y Chopin y son tan sigilosos como el gato al que sólo vi una vez.

Arcángela no se mete en ese cubículo con pretensiones de piscina. Igual por decoro. Angélica tendrá ya los 70. Dice que ideó y compuso un mosaico con formas de peces y pájaros (muy de las vanguardias) hace años, que una tormenta arrancó parte del techo y algunos de los cristales acabaron incrustados en la acacia y los ficus. Arcángela no tiene pinta de mentir, aunque puede que sea fantasiosa. Miro sus ojos azules enmarcados en unas gafas de carey y mientras habla me pregunto si serán pareja.

La mañana ya no sabe a albahaca. Arcángela estuvo trenzando con parsimonia siete hojas con una cinta, las regó y las puso a secar prendidas de una argolla de la pared oeste. “Cuando se sequen, colgaré el ramo en la cocina”. Luego seleccionó brotes de tomillo, mejorana, orégano y también albahaca, lo mezcló todo en una cesta y la dejó al aire sobre una mesa de hierro blanco algo oxidado –a juego con dos sillas algo desvencijadas– para utilizarlas meses después en sus mermeladas.

"Me adentro en el estanque como si lo hiciera en una enorme pila bautismal, como si me fundiera en sus aguas..."

Subo y bajo por las escaleras para detenerme ante los cuadros. Representan damas y jóvenes desvaídas con la raya del cabello en el centro, algunas con camafeos y todas con pendientes, extasiadas ante una virgen sobre una columna o con la mirada perdida. Lucen amplios vestidos de encaje y ojos de caramelo. Nada queda de ellas, nada sabemos de ellas. Ni siquiera aparece su nombre a pie del cuadro, ni el marco. No sabemos si murieron jóvenes y solteras o dieron a luz seis hijos, si fueron desdichadas o viajaron hasta París en primavera para pasearse por las salas del Louvre, los jardines de Luxemburgo; si visitaron tiendas de joyas o sombrererías, si se pavonearon en landós. Desconocemos en qué restaurantes cenaron, si años después comentarían aquellas miradas sostenidas por jóvenes militares que no sabían que morirían tres años después en la batalla del Marne.

Unas mariposas revolotean por una vereda que no se sabe dónde va. El día se ha detenido. Unas nubes de algodón encima del Adriático están abrazadas al cielo. Vuelve el rumor de un airecillo que agita levemente la tarde, un murmullo besa esta colina de Pescara. Me adentro en el estanque como si lo hiciera en una enorme pila bautismal, como si me fundiera en sus aguas. Mi cuerpo es agua, formo parte de ella. Me tiendo boca abajo y luego miro el sol. Una ventana se cierra de golpe. Paseo por el jardín. Me tumbo sobre la hierba. Creo que me he vuelto a quedar dormido. Quizá para siempre.

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Manuel Llorente

Periodista, redactor jefe de Cultura de El Mundo. Autor de dos libros de poemas: Desmesura y Si la palabra fuera un espejo. @llorente_manu

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