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Cuando dices "guay" ya no eres guay - Zenda
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Cuando dices «guay» ya no eres guay

Detalle de la portada de «Héroes», de Ray Loriga ¿Qué es lo guay? Seguramente ahora mismo la palabra suena como “titi” o “córcholis” (vamos, como me suenan a mí esas palabras), y reposa junto a “molar” en el baúl de las insensateces propias de juventudes extinguidas. Ser guay era ser moderno, en realidad, hacer cosas...

Detalle de la portada de «Héroes», de Ray Loriga

No sé cómo denominan los adolescentes y jóvenes de ahora a determinada infelicidad que en mi tiempo se conocía como “ser guay”. Pocas cosas me han hecho tan infeliz como querer ser guay. Cuando miro atrás, de lo que más me arrepiento es de la importancia que le di un día a ser guay. Finalmente, la edad, si algo bueno tiene, es que ya te trae sin cuidado qué es guay y cómo quedar de guay y qué dicen de cualquier cosa los que siempre se proponen guays.

¿Qué es lo guay? Seguramente ahora mismo la palabra suena como “titi” o “córcholis” (vamos, como me suenan a mí esas palabras), y reposa junto a “molar” en el baúl de las insensateces propias de juventudes extinguidas. Ser guay era ser moderno, en realidad, hacer cosas mejores que las que hacían los demás y también comprarlas; cosas que, por lo que fuera, superaban las cosas que compraba la mayoría. La afición cultural exquisita también era guay. Y llevar determinada ropa —nunca supe cuál—, y determinados complementos (los tatuajes siguen siendo guays; o como se diga ahora). Y el pelo tintado, qué guay.

"Ray Loriga escribió su mejor libro, Trífero, donde dejó de ser guay. Antes escribía sobre sexo, drogas y rock and roll; vivía en Nueva York; su novia guapísima era cantante"

Un guay de mi tiempo era Ray Loriga, y su figura es muy importante en esta noción que aquí vengo a diagnosticar. Ray Loriga es, seguramente, la persona más guay que hubo en España desde la Movida hasta el año 2004, cuando escribió su mejor libro, Trífero, donde dejó de ser guay. Antes escribía sobre sexo, drogas y rock and roll; vivía en Nueva York; su novia guapísima era cantante; sus amigos, directores de cine. Era imposible que saliera mal en las fotos. Había sillones, sofás, sillas, paredes hechas en exclusiva para que Ray Loriga posara un día junto a ellos. Parecía lógico que la gente comprara libros de Ray Loriga, de lo guay que era, y uno pensaba si alguien iba a comprar sus libros si no se volvía guay.

Hay una frase de Gore Vidal que me viene a menudo a la cabeza, pues supone una dislocación de sentido no poco fascinante. Dice: “No existe la homosexualidad, sólo existen los actos homosexuales”. ¿Qué tiene esto que ver con lo guay? Absolutamente nada. Pero algo de esa forma de mirar un concepto por sus elementos concretos, y no desde cierto platonismo, nos ayudará a revelar qué se esconde detrás de lo guay.

Porque hemos de entender antes de nada que hay personas guays, pocas; y luego una gran masa de gente que quiere ser guay, y que siempre irá un paso por detrás de los líderes de tendencias. La cuestión aquí es que esa masa feligresa cree que no sabe lo que es guay, y creen que los que sí lo saben, esa minoría, practican, de alguna manera, un sacerdocio que lo determina. Ahora es guay una cosa, ahora no; ahora esto que era rancio es guay, ahora lo nuevo vuelve a ser lo más guay. El mareo que vive uno cuando quiere ser guay es inenarrable, mayormente porque uno nunca llega a ser guay.

"C. Tangana ha elevado a categoría de guay el café con leche y las servilletas de bar y la bandera de España y la peineta"

Estos días varias personas me han confesado (o, más bien, me han exhibido) que han dejado de comprar en Amazon. Entonces me he acordado de cuando Amazon llegó a nuestras vidas, a España (2011), y de cómo en esos días comprar por Amazon, conocerlo siquiera, era realmente lo más. Como lo eran Facebook, Twitter y hasta YouTube en sus primeros meses de existencia. Lo que en argot tecnológico se conoce como “early adopters”. Había una gente que utilizaba antes que nadie lo que luego iba a ser popular.

El hecho de que Amazon fuera guay hace diez años y ahora lo guay sea dejar de utilizarlo —por motivos tan propios de nuestro tiempo como que explota a sus trabajadores, pues el que deja de comprar en Amazon pero tiene una señora que le limpia la casa sin estar dada de alta en la seguridad social no explota a nadie— nos puede indicar que lo guay es semoviente, fluctúa, nunca se consolida.

En cierta medida es así. Pensemos en cómo C. Tangana y su equipo creativo, prácticamente en solitario —aunque amparados en cierto clima general de hartazgo anglosajón—, han reinventado la tradición más rancia madrileña y elevado a categoría de guay el café con leche y las servilletas de bar y la bandera de España y la peineta.

Mi revelación gorevidaliana sobre lo guay tuvo lugar un día de hace como diez años cuando vi a Ray Loriga por las calles de Madrid (al autor de Rendición lo he conocido en persona mucho más tarde, por cierto). Ojo a la escena: paseo por Malasaña y llego a la plaza de la niña en piedra, que creo que se llama, la plaza, de San Ildefonso. Voy quizá a un bar que se llamaba La Ida, entonces bastante guay; a su lado había otro bar, más español, llamado Colón, que también era guay a su modo. Y justo en la esquina estaba un antro impracticable llamado Sidi. Representaba todo lo que alguien con aspiraciones simbólicas y ansia de capitalización social debe despreciar: el bar cutre madrileño de toda la vida. En la barra de ese bar, completamente solo, estaba Ray Loriga.

"No existe lo guay; sólo existen las personas guays. Da igual lo que hagan. Da igual lo que digan. Da igual lo que compren. Da igual cómo se vistan"

Lo vi desde el escaparate. Pensé: qué guay queda, el hijo de puta. Y luego en casa le di vueltas a la escena. ¿Por qué me parecía guay Ray Loriga en un bar de señores acabados y mesas viejas y fútbol en la tele los días grandes y los suelos sin barrer? Ahí lo entendí todo.

No existe lo guay; sólo existen las personas guays. Da igual lo que hagan. Da igual lo que digan. Da igual lo que compren. Da igual cómo se vistan. Lo guay es lo que sea que elijan y en lo que sea que anden. Ir a misa sería guay si fuera Ray Loriga, y tantos otros —no muchos—. Si C. Tangana empieza a ir a misa el domingo que viene, ir a misa será guay, sí.

De pronto todo se me aclaró, y entendí por qué tener hijos se iba volviendo guay cuando determinadas mujeres modernas, molonas, tatuadas y con diez años a sus espaldas de despreciar a las mujeres que tenían hijos tenían al fin hijos ellas mismas. Ahora tener hijos era guay porque ellas, que eran guays, los iban a tener. Hasta era guay casarse, incluso por la iglesia.

La duda que tengo en este punto de mi prospección es qué hace de una persona alguien guay, quién elige ese halo que la rodea y la vuelve infalible (no puedes fallar si el acierto consiste únicamente en que tú hagas de hecho cualquier cosa, incluso una y su contrario de un día para otro, y todo sea guay). Tengo en mente algunas personas que conozco, o conocí, y que siempre fueron guays, y ni siquiera puede decirse que tuvieran virtudes singulares o talentos desmedidos o bellezas incomparables o abolengos míticos. Eran guays porque sí.

Quizá todo tenga que ver con la impresión de que hay gente que sabe lo que quiere.

"¡Huid de lo guay, lo cool, lo swag, lo popu, lo guapo o como se nombre hoy vuestra infelicidad y frustración!"

Una pista sobre qué es ser guay me la da, justamente, todos estos años en los que ser moderno me ha traído sin cuidado, y en los que si me gusta una película comercial lo digo sin el menor escrúpulo y si una música me parece espantosa, siendo la más ensalzada por los finolis, no me importa lo más mínimo qué piensan de mí cuando me manifiesto en su contra. La pista es ésta: nunca me he sentido más guay que cuando me ha dado igual qué es lo guay. “Hay un bar nuevo en Malasaña que se llama Malasaña Club, ¿lo conoces?”, me dicen. “No”, yo, “me la suda”.

“Estar out es lo in, decía un personaje de Bret Easton Ellis en alguna parte. Cuántas horas y euros de aburrimiento escuchando ese tostón de Boards of Canada, Sigur Rós o Thievery Corporation; leyendo esa inane biblia del listillo logorreico que es La broma infinita; viendo consecutivamente todas las películas de cine iraní hasta no saber dónde empezaba una y acababa otra; o yendo a bares antipáticos y soñando con entrar alguna vez en no sé qué bar “ilegal” que había no sé dónde y en el que solía verse a no sé quién. Oh, Dios mío de mi vida, qué puñetera pérdida de tiempo y energía. ¿Al final la ropa de Stüssy la vendían siquiera en España?

Este es un mensaje para la juventud de hoy: ¡huid de lo guay, lo cool, lo swag, lo popu, lo guapo o como se nombre hoy vuestra infelicidad y frustración!

Huid como de la peste.

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Alberto Olmos

Alberto Olmos (Segovia, 1975) es escritor y columnista. Ha publicado nueve novelas, entre las que destacan Trenes hacia Tokio (2006), Alabanza (2014) o Irene y el aire (2020). Su primer libro de relatos se tituló Guardar las formas (2016), y su primer ensayo, Vidas baratas: elogio de lo cutre (2021). Es premio Ojo Crítico RNE de Narrativa (2009) y I Premio David Gistau de Periodismo (2020). Escribió y locutó el podcast sobre literatura Todo está en los libros (2022). Vive en Madrid.

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