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Huellas indelebles - Miguel Barrero - Zenda
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Huellas indelebles

Cuarenta y cinco años de felicidad La parte por el todo La sinécdoque es una figura literaria que consiste en referirse a un todo mediante el nombre de una de sus partes. Por eso fue la palabra que eligió el fotógrafo Muel de Dios para designar el proyecto que, entre marzo y mayo de 2020,...

Cuarenta y cinco años de felicidad

Aún se conserva en la calle del Castro Romano, una de las que configuran la laberíntica trastienda del barrio gijonés de Cimadevilla, el local en el que allá por 1976 abrió sus puertas la librería Paradiso. Quien acuda a visitarlo se encontrará con una persiana bajada y llena de grafitis al lado de un garaje que ocupa el espacio donde también por aquellos días estuvo el cine Brisamar, una sala de arte y ensayo ineludible para los cinéfilos de la época. Se ha perdido el ambiente característico de esas latitudes, corazón conspicuo de un reducto cuyos recovecos más interesantes se encontraban vedados a la gente de bien. La Cimadevilla de 1976 fumaba en los bares, bebía leche de pantera en la Casa del Chino, dirimía disputas a primera sangre en los prostíbulos y asesinaba a Rambal en un segundo piso del Campo de las Monjas. Hay quien asegura que ese crimen marcó un antes y un después; que fue el episodio a partir del cual el barrio inició una suerte de decadencia lumpen que desembocó en el remanso de paz y apartamentos de medio lujo que encuentran los viajeros que en nuestro tiempo se acercan a conocer la breve lengua de tierra donde Gijón guarda sus orígenes. Debe de ser cierto, porque no hay cronista urbano, de Carantoña a Dioni Viña, que no haya consignado este cambio —si para bien o para mal, ya va en función del gusto— con el objetivo de certificar que hace varias décadas que ya nada es lo mismo en torno a esas callejuelas que nacen a espaldas de la plaza del Marqués y van reptando, entre curvas y esquinazos, hasta dar con la atalaya de Santa Catalina. De hecho, Paradiso no duró mucho en Cimadevilla. José Luis, su dueño de entonces y de ahora, pretendía ser el factótum de un local en el que se despacharan letras y músicas que entonces se encontraban con dificultad por estos predios nuestros, y lo bautizó de ese modo en homenaje a la inconmensurable novela de José Lezama Lima, pero también como guiño a un heterodoxo local de Ámsterdam que pitaba mucho en aquellas postrimerías setenteras. No recuerda en qué fecha exacta puso el barco a navegar, pero sí que tuvo que ser a primeros de año, porque la muerte de Franco, en noviembre de 1975, lo pilló montando el mostrador y las estanterías. Los principios, como siempre, fueron duros. Apenas pasaba gente por aquel rincón de un barrio ya de por sí controvertido y el cine de arte y ensayo, para qué engañarnos, tampoco atraía a mucho público. Todo estaba tan en precario que, baste decirlo a modo de anécdota, el establecimiento carecía de teléfono y José Luis se servía del aparato que tenían en la sidrería El Planeta para comunicarse con el mundo. Tuvo que acudir a salvar los muebles el azar en forma de estreno. Pasó el Brisamar La naranja mecánica, una de esas películas que había que ver si se quería estar en el meollo, y la calle del Castro Romano se llenó de progres y de culturetas que hacían colas larguísimas para sacar la entrada correspondiente y, de paso, reparaban por primera vez en el escaparate de aquella librería que sin hacer ruido acababa de abrir sus puertas en el viejo barrio de los pescadores. José Luis había conseguido ediciones sudamericanas de títulos que no habían llegado a publicarse en España, y de repente conoció un éxito tan rotundo que aquel local ínfimo no tardó nada en quedarse pequeño, lo que le exigió descender hacia el centro de la ciudad en busca de nuevos horizontes. Los encontró en el número 28 de la calle de La Merced, en un bajo comercial de dimensiones no precisamente homéricas, pero sí más antes que las de su antiguo local, y donde hasta aquel momento había tenido abierta su tienda Habib Salman, un armenio que se dedicaba a vender tintes. La mudanza fue ardua, pero enseguida aparecieron por allí amigos dispuestos a arrimar el hombro: Jesús Castañón se ocupó de soldar los hierros que previamente cortaba el padre de José Luis; Jacobo Durán echó una mano con los techos y las baldas y Luis Fueyo, a quien las crónicas señalan como uno de los primeros surfistas de los que se tuvo noticia en la ciudad, cargó la pared donde todavía hoy se exponen los discos de vinilo. También el vehículo del dueño del invento, «una furgoneta hippie», tuvo lo suyo: nada menos que doce viajes hubo que hacer para trasladar todos los bártulos desde el local viejo hasta el nuevo. Fue en ese instante, estamos en 1978, cuando José Luis pensó que necesitaba un ayudante y ofreció el puesto a José María Castañón, que se convirtió en la segunda e indispensable pata de la criatura a la que ambos dieron, a partir de entonces, forma y actitud. José María, a quien muchos empezaron a conocer como Chema Paradiso, había sido cliente de primera hora y venía con la reputación de ser una de las mentes más brillantes de su quinta en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo. Hay quien asevera que de casta le venía al galgo, porque su padre era el mismísimo Luciano Castañón, un intelectual que tuvo el mérito de probar en la vida muchas cosas y hacerlas todas bien: escritor, estudioso de todas las Asturias habidas y por haber, cofundador de la Gran Enciclopedia Asturiana y futbolista del Sporting. A su vástago, pues, lo de vivir entre libros le venía de serie, y en Paradiso instaló su segunda casa. No la abandonó hasta enero de 2020, cuando se jubiló en esos días en los que aún no sabíamos que estábamos empezando el año de la peste. Chema y José Luis, José Luis y Chema, forjaron durante más de cuatro décadas el carácter de un espacio que ha venido nutriendo las inquietudes librescas y discográficas de varias generaciones. No son pocos los asturianos que aprovechan sus visitas a Gijón para detenerse en Paradiso, igual que abundan los viajeros que, al recalar en esta ciudad que se dibuja a sí misma como un mascarón de proa encarado hacia el Cantábrico, van por allí buscando en sus estantes esos libros que no siempre es fácil localizar en las librerías más convencionales. Paradiso es un refugio con carisma —se ha hecho famosa una foto tomada en los ochenta que muestra un «Rojos no» pintarrajeado sobre su fachada bermellona— que se ha ganado a pulso un hueco de privilegio en el imaginario sentimental de sus vecinos. Hizo acto de presencia en el nacimiento de la Semana Negra, apareció en un capítulo de las Historias del otro lado que filmó José Luis Garci y asistió en primera línea al estallido del Xixón Sound. Allí puede encontrar uno cualquier clásico de la lengua castellana al mismo tiempo que da con el último fenómeno indie surgido al otro lado del océano. En Paradiso se mezclan, en hora punta, ilustres escritores veteranos y juntaletras noveles, promotores de conciertos y periodistas literarios, amigos de toda la vida y enemigos irreconciliables que de pronto se descubren unidos en la búsqueda de un autor común. Quienes la conocen saben que entre sus paredes se encuentra una de las sucursales más consistentes de la felicidad. Hace ahora diez años, por su trigésimo quinto aniversario, el Ayuntamiento de Gijón concedió a Paradiso el premio María Elvira Muñiz al fomento de la lectura, y fue un reconocimiento justo y necesario. En cuanto se cruzan las puertas de esa librería, puede ocurrir de todo. Cuentan que una vez alguien entró preguntando por un libro inexistente y salió llevando bajo el brazo las obras completas de un poeta imaginario.

La parte por el todo

"La desolación que aún transmite el eco de esos meses infaustos en los que dejamos de abrazar y de tocar y de besarnos y aprendimos a rehuir la presencia de los otros"

La sinécdoque es una figura literaria que consiste en referirse a un todo mediante el nombre de una de sus partes. Por eso fue la palabra que eligió el fotógrafo Muel de Dios para designar el proyecto que, entre marzo y mayo de 2020, lo llevó a retratar a un par de cientos de personas que, a su modo, reflejaban todo el estupor y todo el miedo y toda la incertidumbre del confinamiento pandémico al que nos vimos abocados. El fruto de aquel deambular errático por ciudades desiertas en busca de las personas que se ocupaban de desempeñar esos trabajos que se revelaron como verdaderamente esenciales —pero también de las que mal o bien llevaban a cabo su labor desde sus casas, de las que día tras día se dejaban la piel y el ánimo en los hospitales, de las que perdían a seres queridos sin que les estuviera permitido disponer de un mal espacio donde llorarlos— ve ahora la luz en un libro hermoso en el que las fotografías se combinan con textos breves, lúcidos y exactos del periodista Eduardo Lagar. Hay en sus páginas mucha luz y mucha desolación. La luz de todos esos hombres y mujeres —anónimos en su mayoría— que se ocuparon de que los demás no echáramos en falta nada básico mientras veíamos desde la ventana los días sucederse, siempre iguales los unos a los otros. La desolación que aún transmite el eco de esos meses infaustos en los que dejamos de abrazar y de tocar y de besarnos y aprendimos a rehuir la presencia de los otros, a evitar coincidir con los vecinos en el portal o el ascensor, a renegar de nuestros propios padres y hermanos no porque nos quisiéramos salvar nosotros, sino por no condenarlos a ellos. El libro de Muel de Dios, toda esa serie de rostros y escenarios que inmortalizó con su objetivo, nos recuerda que hubo un tiempo en el que nos sentimos extranjeros en nuestras propias vidas, las casas se convirtieron en prisiones y las rutinas de las que tanto renegamos a menudo se parecieron mucho a un sueño inalcanzable. La huella es profunda y me temo que indeleble, pero está bien que haya algo que nos refresque la memoria si alguna vez se nos olvida.

Fascismo y socialismo

"En España la disyuntiva es más perversa, toda vez que fueron los socialistas y los comunistas quienes más talante pusieron en el abordaje de un pacto constitucional"

Lo sorprendente no es que Isabel Díaz Ayuso se descuelgue con un lema tan trasnochado y delirante como Socialismo o libertad; lo sorprendente es que todavía haya quien se tome en serio lo que pueda decir Isabel Díaz Ayuso. Mucho más si tenemos en cuenta que esta dialéctica que se presenta como nueva es tan viejo como el mar, y que aquí mismo y no hace tanto se discutió sobre el asunto con tanta vehemencia como, a lo que se ve, escasos resultados. Siempre que se plantea la disyuntiva entre fascismo y comunismo (o socialismo), recuerdo un viejo artículo de Arturo Pérez-Reverte, atinado y pedagógico, que dejaba bastante clara la cuestión. Se publicó en El Semanal a finales de 1997 y apareció recogido en el volumen Patente de corso. Se titulaba «Churras, merinas y esvásticas» y muy pronto entraba en la raíz del asunto: «Pese a que ambos (nazismo y comunismo) pretendían la desaparición violenta de la sociedad preexistente, y pese también a que eran sistemas totalitarios con partido único y aparato de Estado policial, las ideas que los inspiraron eran muy diferentes: se llaman racismo, por un lado, y por el otro lucha de clases. O sea, montar un tinglado en torno a la antropometría y el Rh y el nosotros y ellos de una parte; y de la otra, conseguir que los parias de la tierra dejen de morirse de hambre y que a los canallas que los explotan y sangran sin escrúpulo les vuelen por fin los huevos.» En España la disyuntiva es más perversa, toda vez que fueron los socialistas y los comunistas quienes más talante pusieron en el abordaje de un pacto constitucional al que se opusieron muchos de los que ahora se presentan en sociedad como adalides de los acuerdos de 1978 —entre ellos, y sin ir más lejos, el propio José María Aznar— y que en parte —pienso ahora en Abascal y sus acólitos— no dejan de ser los herederos dialógicos de quienes recabaron el apoyo de Hitler y Mussolini para consumar la gran escabechina nacional. A la simpatía de Díaz Ayuso cuando se atreve a declarar que si te llaman fascismo es que estás en el lado bueno de la historia, a los que una y otra vez incurren en la falacia de que Hitler era socialista e incansablemente proclaman que tan condenable es el fascismo como el antifascismo, cabe oponerles la frase con la que se cierra el texto de Pérez-Reverte: «Así que hagan el favor de no compararme a un anormal de nazi, su paso de la oca y la puta que lo parió, con el humilde tovarich que se echó a la calle a pelear aquel lejano amanecer de octubre, en San Petersburgo.»

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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