L’Attente, Edgar Degas.
La semana pasada alguien me dio like desde tu cuenta de Instagram. Creo que tienes que saber, no sé si te interesa, que alguien te jaqueó la cuenta y anda por ahí reaccionando a las fotos que le parece. Cuando vi el corazonito rosado en la lista de me gusta, por un momento pensé que otra vez estabas viva y me puse toda privada, toda contenta. Luego recordé que también sigues teniendo Gmail y que eso no implica gran cosa, salvo que a veces entro en mis contactos de Hangouts y me fijo con mucha fuerza en que siga brillando un circulito blanco con tu cara dentro, tu preciosa cara morena y tersa como un durazno pelón, tu cara bordeada de mariposas lila, insectos pixelados con destello de diamantes. Después de ver tu me gusta en mi foto fui corriendo a Gmail, como acostumbro, y me quedé un rato observando tu cara dentro de ese redondel lechoso que te funciona como marco y que indica que ahora mismito estás desconectada. Al verlo, me acordé de cuando un chico de mi instituto se mató con la moto. De golpe la gente empezó a etiquetarlo en estados de Tuenti en los que le deseaban un feliz camino al otro lado: «A veces la vida te quita lo que más quieres», «Un adiós no es para siempre, es un hasta luego», “Cuando vaya al cielo lo primero que voy a hacer es buscarte”, «Sé que vas a estar bien allá arriba, chillando goma en el cielo». O cuando tú misma te mataste y tus compañeras de clase empezaron a etiquetarte en fotos de Instagram en las que aparecían abrazadas, con la lengua afuera, con un filtro de perrito, con las tetas apretuñadas debajo del sujetador robado de una madre, poniendo cara de besito delante del cristal empañado y sucio de un bar arepas. “Siempre te querré, eres mi vida entera, mi meja por siempre”. Tengo que contarte, perdóname por ser una enterada, que le investigué la cuenta a todas las que te etiquetaron en las fotos. Me imaginé cómo sería cada una de ellas en la intimidad, si también les gustaría ver CSI Miami con un pie agarrado entre las manos o si le quitarían, también como tú, las arvejas al arroz amarillo, una a una, y las colocarían dentro de una servilleta para después botarla a la basura con la cara toda regañada.
También te quería contar, no sé si te interesa, que el otro día terminé de leer un libro de Selva Almada —no creo que sepas quién es— que hablaba de una mujer que había perdido a las hijas y que decía lo siguiente: “Siomara deambula por los alrededores del baile. Fuma y observa a las gurisas que van llegando. En cada una le parece ver a una de las suyas, pero no. Siempre es otra”. Y pensé que a una persona que le arrancaron a quien más quería le pasa que siempre ve a quien se le fue en la cara de cada persona que se encuentra por la calle, que solo le basta con que alguien tenga un tronco y dos patas para pensar que quien se marchó volvió de la muerte a dar con ella, a buscarla con la intención de salir dadas de la mano a tomarse un barraquito cargado de leche condensada. Y un tremendo dulce. Un lagunero redondo y lleno de azuquita que les deja las manos todas pegotiadas, para, después, tocarse las yemas de los dedos por debajo de la mesa y jugar a unirse y desunirse lentamente. Por eso el otro día, justo el mismo día en que recibí tu like inesperado, cuando estaba caminando por Alcampo La Villa dispuesta a comprarme unos tenis negros —y digo negros enteros, la goma y todo, que son más elegantes, aunque no sé si esto te interesa—, me encontré con un grupo de chicas que iban todas unidas por los brazos, en una cadena, avanzando con el mismo pie, un paso, otro paso, como en un desfile de soldados, y pensé que, de perfil, todas se me parecían contigo, no una, sino todas, y que de lejos cualquiera de ellas iba a ser tú. Entonces tuve que acercarme mucho-mucho hasta casi escacharme contra los cuerpos de las chicas para comprobar que no, que no eras ninguna de ellas y que no íbamos a poder irnos a tomar un cortado leche y leche, con cañita para ti. También te quería comentar que esta mañana, cuando me levanté a escribirte esta tontería que ni siquiera sé si te interesa, me di cuenta de que cuando yo era pequeña siempre me reía de las velas de los santos y los muertos que abuela le ponía a los padres por la mañana, de los dos velones rojos alumbrando la foto desteñida y llena de hongos de aquella mujer y aquel hombre antiguos como la tea, de abuela alongándose sobre la repisa del cuarto de las papas, en la que estaban los dos velones al fondo, con un fósforo prendido en la mano, rezando cosas inventadas. En definitiva, me acordé de que me hacía gracia y me dio vergüenza porque siento que, de alguna manera, de un tiempo a esta parte, me comporto como una vieja de ventiséis años. No sé si me vas a entender, no enfades, pero desde que te moriste, me basta con unas pequeñas mentiras para apaciguar la angustia que me agarra a veces las tripas por dentro, esa picada que me atraviesa de lado a lado, como le bastaba a abuela con ese tiempo de fósforo encendido y cuarto de las papas: ver a una chica de lado comiéndose un Mcflurry, parada en medio del pasillo del centro comercial, con un pantalón recortado por las nalgas, y pensar que eres tú lamiendo la cuchara de plástico, tragando fisquitos de galleta; que de vez en cuando tu jáquer me dé un like y que me tiemble el cuerpo entero; que el circulito blanco que bordea tu cara siga brillando y abierto en la lista de contactos de Hangouts, con la suave promesa de que alguna vez, tal vez alguna vez, va a volver a ponerse verde y que, cuando eso ocurra, voy a abrir el chat muy rápido, como si fuera un día cualquiera de aquellos que ya no son, y voy a encontrar un mensaje nuevo: ola me aburro jugamos al parchis online?
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