Como en un cuento, fue en una noche ventosa del invierno de 2017 cuando le hablé por primera vez de Diego Martín a Roseline Gutiérrez, mi amiga librera. Estábamos en Toulouse, delante de la estación de Matabieu. Los dos, fumadores empedernidos, tiritábamos en la terraza de un bar con un café bien cargado y el cenicero lleno de conversación. Hablábamos de lo de siempre. Roseline es comunista por ADN, desde tiempos que se remontan a sus abuelos. Española y francesa, la política y el pasado son ineludibles para ella.
No es sencillo para mí explicar la génesis de El hijo del padre, porque las cosas importantes, aquellas que provocan una verdadera transformación, una evolución definitiva, nunca tienen un único origen. En esta novela confluyen varios caminos, como si hubiera estando dando rodeos buscando una dirección durante años, sin darme cuenta de que lo único que debía hacer era dejar de mirar el mapa, olvidarme de la brújula, de lo que había creído que era ser escritor, y, sencillamente, alzar la mirada y observar el horizonte. Observar aquello que siempre ha estado dentro de mí, todas esas voces, esos personajes que pugnaban por hacerse presentes aunque yo intentara relegarlos al olvido. Todas esas memorias, todos esos recuerdos, todas esas imágenes que por una razón u otra quedaron grabadas en ese enorme baúl que es nuestro subconsciente. Un baúl que, nos demos cuenta o no, llevamos con nosotros a todas partes y que es cada vez más y más pesado.
¿Cómo explicar, de otra manera, la inmediata conexión con el protagonista de esta novela? Diego Martín no es solo el hijo del padre, ni siquiera es un personaje teñido de elementos narrativos que lo hacen más o menos atractivo para el lector. Ni su cultura literaria, ni sus impulsos más bajos, ni su manera de relacionarse con el mundo que le rodea nacen, al menos exclusivamente, de la imaginación. Tampoco es un arquetipo narrativo, un puñado de frases y escenas en las que se desenvuelve como una sombra, por momentos nítida y en otras ocasiones difusa, nebulosa, cuando no profundamente oscura e insondable. No, Diego Martín no me es ajeno; al contrario, me basta con contemplarme en un espejo y ver su reflejo en mí para entenderle; a él, a toda nuestra generación. Hijos cuyo padre dejaba colgado en el armario los abrazos, hijos buscando héroes en los que creer, niños convertidos en hombres sin referentes, bailando en el abismo de memorias heridas, deseos incumplidos y voluntad férrea de triunfar. Aunque ese triunfo imponga la negación de lo que se es.
Y sin embargo, este profesor universitario en el ecuador de su vida fingida no puedo ser yo, no comparto sus principios, no he vivido sus vidas. ¿De dónde viene este hombre? ¿Quién es realmente? Ni siquiera él lo sabe. Ni siquiera yo lo sé. ¿Acaso eso importa?
Sé que se dirá que esta es una novela generacional, yo mismo lo repetiré al construir un discurso coherente sobre los cómo y los por qué de El hijo del padre. Vivimos en un tiempo necesitado de argumentos y justificaciones, de elevación de lo particular hasta lo universal. Una aspiración imposible a la totalidad. Pero, sinceramente, lo que yo querría es que esta novela se lea sin por qué, en la intimidad de un silencio, el del lector, donde se entiende todo sin necesidad de discursos. Poco tengo yo que añadir a las palabras de Diego, a sus acciones terribles y hermosas, a las de un padre cuyo nombre no conoceremos hasta la última palabra escrita, literalmente, en la novela. Porque ese nombre, el del padre, flotaba en mí durante toda la escritura, pero no me atreví a pronunciarlo, no se manifestó claramente hasta ese momento final y revelador. Poco hay que decir, pues, excepto que un padre es la huella que queda impresa para siempre en un hijo, para bien o para mal. Y qué sencillo sería entender tantas cosas si fuésemos capaces de reducir al padre, al abuelo incluso, a la condición, ellos mismos, de niños también. Chicos zarandeados por la Historia que crecieron por fuera pero no por dentro. ¿Seríamos entonces capaces de hacer las paces con ellos, si los imagináramos siendo niños como nosotros, con los que jugar al fútbol con una pelota hecha con bolsas de basura, papeles y cinta aislante, en una plazoleta dura de Nou Barris? Es lo que he intentado averiguar. Si seremos capaces de ponernos en paz con esta tierra que es nuestra geografía emocional, con un país que nunca entendimos del todo, con una ciudad de la que no podemos desprendernos porque está impresa en nuestra piel. Juan Marsé, Paco Candel, Ledesma, incluso Montalbán pusieron un alfiler urbano de las Barcelona marginales en el imaginario de los lectores. Yo he querido hacer otro tanto, desvelar una Barcelona invisible, la de Nou Barris, Roquetes, Torrebaró, que me vio crecer y me echó al mundo cruzando una línea de metro, arrojándome desnudo a otra ciudad que, a los catorce años, me parecía ya no una ciudad diferente, sino un planeta distinto. Ser extranjero en la propia tierra es confuso y hermoso. Aprendes que tu patria está en tus recuerdos, en tus raíces, por duras y ásperas que estas sean. Quizá haya escrito esta novela para saber quién soy. Tal vez la haya escrito porque ya sé quién soy.
He recorrido de nuevo, físicamente, todos esos paisajes de los años sesenta y setenta, he buscado el canódromo de la Meridiana, la Rambla de los canallas, las manifestaciones en la Vía Julia, los piquetes en la SEAT, el mercado de Montserrat. Solo he encontrado sus sombras, como ruinas en las que habitan todavía los protagonistas de esta novela y sus voces, la dulce Liria, la abuela Alma Virtudes, el abuelo Simón, la familia Patriota, el tío Joaquín. El pasado ya no está, se marchó para siempre. Pero, sentado la plaza Felip Neri, mientras escribo esto, ausente de turistas y embozados en mascarillas los transeúntes, de alguna manera siento que yo soy ellos, todas esas voces, todas esas memorias me seguirán habitando hasta el fin de mis días. Y el baúl ya no me pesa.
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Autor: Víctor del Árbol. Título: El hijo del padre. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros y Amazon
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