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Profesor Silvestre Tornasol: "No concederme el Nobel se ha convertido en una tradición escandinava" - Zenda
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Profesor Silvestre Tornasol: «No concederme el Nobel se ha convertido en una tradición escandinava»

Había llegado el miércoles y me encontraba en la puerta de Moulinsart. Pulsé el timbre y esperé. Al poco, un Néstor notablemente envejecido me invitó a pasar. El escaso pelo que aún conservaba en las sienes se había vuelto blanco y las bolsas de los ojos parecían las mejillas de un perro pachón.

No es la primera vez que visito el castillo de Moulinsart, pero siempre que me desplazo a la campiña valona para entrevistar a sus moradores, siento que algo ha cambiado. No es el edificio, con su estilo renacentista, su parque lleno de cítricos, sus jardines donde se alternan el paisajismo francés y ese desorden sombrío tan querido por los ingleses y los alemanes, sino el aura que impregna el lugar. En Moulinsart, se respira historia. Se nota el espesor del tiempo. Algunas de las grandes hazañas de la humanidad se han gestado entre esos muros. No hay que olvidar que una tripulación compuesta por Tintín, el capitán Haddock, Milú, el profesor Tornasol y su asistente Frank Wolff logró una de las mayores conquistas del género humano: llegar a la Luna, dejar una huella de nuestra especie en el misterioso satélite de la Tierra. Silvestre Tornasol diseñó el X-FL R6, el cohete que logró vencer la fuerza de la gravedad y alcanzar la superficie lunar. Poco antes de bajar del cohete, Tintín describió con unas palabras inolvidables lo que veían por primera vez unos ojos humanos: «Un paisaje de muerte, de pesadilla, de espantosa desolación… Ni un árbol, ni una flor, ni una brizna de hierba… Ni un pájaro, ni un ruido, ni una nube… En el cielo, negro como la tinta, brillan millones de estrellas… pero inmóviles, heladas, sin ese parpadeo que, desde la Tierra, las hace tan vivas…». ¿Pensó Tintín, quizás el reportero más legendario del siglo XX, que tenían razón los antiguos griegos cuando aseguraban que los dioses castigan a los hombres concediéndoles lo que desean?

"El profesor siempre ha sido un humanista opuesto a la violencia"

Silvestre Tornasol comprendió enseguida que la ciencia, benefactora de la humanidad en tantos aspectos, también posee un aliento fáustico. Los hombres se arrogan el poder de los dioses mediante inventos que pueden destruir la vida en el planeta. Investigando sobre ultrasonidos, Tornasol descubrió un arma capaz de destruir mediante ondas cerámica y cristales. El servicio secreto de la República de Borduria, una antigua dictadura del otro lado del Telón de Acero gobernada por Plekszy-Gladz, secuestró al profesor para obligarle a continuar sus investigaciones hasta lograr la forma de destruir también hormigón, ladrillo y acero. Gracias a Tintín y Haddock, que contaron con la complicidad de Bianca Castafiore, Tornasol recuperó la libertad y apenas regresó a Moulinsart destruyó los planos. El profesor siempre ha sido un humanista opuesto a la violencia. Su preocupación por la salud y el bienestar ha incluido la invención de unos comprimidos que producen una invencible repugnancia hacia el alcohol. También ha realizado importantes aportaciones en el campo de las civilizaciones precolombinas y en la búsqueda de vida inteligente en el espacio exterior, pero quizás su hallazgo más conmovedor ha sido la invención de una nueva rosa, una variante blanca que bautizó con el nombre de «Bianca» en homenaje al «ruiseñor milanés», la famosa Bianca Castafiore, sin duda la mejor Margarita que se ha escuchado en las distintas versiones del Fausto, la ópera de Charles Gounod. Según la prensa del corazón, Tornasol se enamoró de la soprano, pero su timidez le impidió manifestarlo abiertamente. Castafiore, una mujer pasional e impulsiva, se casó finalmente con el capitán Haddock. Hoy son uno de los matrimonios más entrañables de la campiña valona. Tintín y Tornasol ya no viven en Moulinsart, pero de vez en cuando visitan el castillo y pasan largas temporadas, celebrando largas veladas amenizadas por la Castafiore. Apenas me comunicaron que el profesor Tornasol se encontraba en Moulinsart, telefoneé pidiendo una entrevista. Por entonces, aún no había comenzado la pandemia que asolaría el mundo un año después, convirtiendo los encuentros personales en una experiencia de alto riesgo.

La primera llamada que realicé fue desalentadora. El viejo Néstor me confundió con el propietario de la carnicería Sanzot y me colgó sin darme tiempo a dar explicaciones. Volví a llamar y en esta ocasión descolgó el aparato Haddock. En vez de saludarme, me lanzó una sarta de improperios, creyendo que era el carnicero. Afortunadamente, no colgó y pude explicarle quién era.

—Soy Rafael Narbona. Trabajo para distintas revistas culturales españolas. Zenda me ha pedido que entreviste al profesor Tornasol y quisiera saber si es posible. Quedaría muy agradecido si me concedieran la posibilidad de hablar con uno de los grandes científicos de nuestro tiempo.

—Espere un momento —contestó Haddock—. Le pasaré el teléfono al profesor. Hable alto. Ya sabe que es duro de oído.

Oí unos pasos y un carraspeo ligero:

—El profesor Tornasol al aparato. ¿Qué desea?

—Encantado, profesor. Trabajo para Zenda. ¿Sería posible hacerle una entrevista?

—¿De qué senda me habla? Ya estoy muy mayor para esas cosas. De joven, me daba largas caminatas, pero ahora me canso enseguida.

—Zenda es una revista española. Quisiéramos entrevistarlo. No le quitaríamos mucho tiempo.

—No insista. Ya le he dicho que la edad no me permite hacer excursiones.

Noté que unas gotas de sudor se acumulaban en mi frente, bajando lentamente hacia las cejas. No sabía cómo hacerle entender mis intenciones. Descarté hablar de Zenda, pues solo lograría ahondar el malentendido.

—Una entrevista. Quiero hacerle una entrevista. Solo es eso.

—No sé qué me dice de unas vistas.

Sentí deseos de hablar como un comanche, utilizando solo el infinitivo. Escatimar sonidos quizás ayudaría a clarificar la conversación.

—Solo quiero conversar con usted.

—¿Qué dice usted? ¿Corretear? No me gusta hacer el indio. ¿Por qué no me pide algo razonable, como una entrevista?

—Sí, eso. ¿Qué tal la próxima semana?

"Había llegado el miércoles y me encontraba en la puerta de Moulinsart. Pulsé el timbre y esperé. Al poco, un Néstor notablemente envejecido me invitó a pasar"

—No sé qué me dice de una nana. Habla usted de una forma muy rara. Si le viene bien, puedo recibirle la semana que viene.

No me atreví a mencionar un día, pues ya había averiguado que era imposible mantener un diálogo inteligible. Si le sugería el miércoles, quizás pensaría que hablaba de coles de Bruselas. Afortunadamente, Haddock cogió el teléfono:

—Ya sabe que mi amigo está sordo como una tapia. He oído algo de la conversación y supongo que quiere entrevistar al bueno de Silvestre. ¿Qué le parece el miércoles? Imagino que Tintín estará ese día. Le ayudará con la entrevista. Tiene mucha paciencia.

Había llegado el miércoles y me encontraba en la puerta de Moulinsart. Pulsé el timbre y esperé. Al poco, un Néstor notablemente envejecido me invitó a pasar. El escaso pelo que aún conservaba en las sienes se había vuelto blanco y las bolsas de los ojos parecían las mejillas de un perro pachón. Su mirada melancólica se había agudizado. Como siempre, llevaba un chaleco a rayas negras y amarillas bajo su uniforme de mayordomo. Con una voz nasal, me preguntó si yo era el periodista español. Asentí y sonrió:

—Hace unos años nos visitó otro periodista español. Hoy es un famoso novelista.

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—¿Se refiere a Arturo Pérez-Reverte?

—Exacto. Fue cuando falleció Georges Remi. Nos encontró a todos muy tristes. Nos sentíamos casi huérfanos. El señor Remi fue un gran amigo de esta casa. Tintín habla de él como un padre.

"Pensé con lástima que ninguno de los habitantes de Moulinsart había pisado España"

Pensé con lástima que ninguno de los habitantes de Moulinsart había pisado España. En una ocasión, Tintín y Haddock habían sobrevolado la península en un aeroplano, pero habían acabado estrellándose en el Sáhara. Por fortuna, sobrevivieron al accidente. Si hubiera hecho escala en Madrid, ¿qué cuadros del Museo del Prado habrían llamado la atención de Tintín? ¿Quizás El jardín de las delicias, con esas piruetas de la imaginación que prefiguran la explosión onírica del surrealismo? Seguramente, Haddock se habría detenido delante de Un barco naufragado, el pequeño óleo sobre lienzo de Carlos de Haes, una obra del XIX que muestra el lado trágico y heroico de la navegación. Un marino ama el mar porque pone de manifiesto la fragilidad del ser humano y la necesidad de cultivar el coraje para no quedarse en tierra, evitando esos peligros que convierten la vida en una magnífica aventura. Si el profesor Tornasol les hubiera acompañado, habría preferido dedicar su atención a La extracción de la piedra de la locura, la miniatura de Jheronimus van Aken, el Bosco, donde un charlatán con un embudo invertido en la cabeza practica una incisión en la cabeza de un pobre campesino. Tornasol habría tomado notas, quizás para escribir una Historia de la cirugía, pues su interés por la ciencia abarca todos los campos. Sus aportaciones en física, química, medicina e ingeniería le sitúan entre los grandes genios de la humanidad. Somos muchos los que no entendemos por qué la Academia Sueca no le ha concedido el Premio Nobel. Algunos aseguran que ha sido por su sordera. La ceremonia habría sido muy embarazosa, con el profesor malinterpretando cada frase. El encuentro con el rey podría haber rozado lo esperpéntico, desluciendo un acto que siempre se ha celebrado con la máxima solemnidad. Incomprensiblemente, el inventor de la máquina para cepillar ropa y la cama-armario se niega a utilizar un moderno aparato para la sordera. Se limita a ahuecar las manos y pegarlas a los oídos. A veces utiliza una trompetilla.

Tintín apareció en el vestíbulo y Néstor se despidió.

—Es un placer saludarle —dijo, estrechándome la mano con cordialidad.

—Igualmente —contesté—, pero creí que seguiría en el Ártico, comprobando los efectos del cambio climático. He seguido con mucho interés sus artículos sobre el tema.

—Efectivamente. Me encontraba en el Ártico con el profesor Tornasol, observando los estragos del calentamiento global, pero volvimos hace una semana. El profesor consideró que nuestro trabajo allí había terminado.

—¿Puede decirme algo al respecto?

"Con cerca de sesenta años, Tintín conserva un aspecto juvenil. No aparenta más de cincuenta, pero su mechón pelirrojo ahora es blanco"

—Para 2050, el cambio climático podría ser mortífero e irreversible. Perderían la vida millones de personas y muchos países sufrirían terribles hambrunas. De todas formas, el más indicado para hablar de estas cuestiones es el profesor Tornasol. Más adelante, convocará una rueda de prensa para informar sobre sus investigaciones en el Ártico. Ojalá le hagan caso. Está en juego el porvenir de la humanidad.

Con cerca de sesenta años, Tintín conserva un aspecto juvenil. No aparenta más de cincuenta, pero su mechón pelirrojo ahora es blanco. A su lado camina un fox terrier. No puede ser Milú. Además, es un perro joven. De hecho, corre hacia mí y me saluda, levantándose sobre las patas traseras.

—No seas maleducado, Milú —exclama Tintín—. Discúlpele. Tiene menos de un año y todavía no ha asimilado ciertas normas de conducta. Es muy bueno, pero algo terco. ¿No es verdad, Milú?

El perro contestó con un cómico aullido.

—¿Es Milú?

—No, claro. Es uno de sus nietos. Moulinsart no sería el mismo lugar sin un nuevo Milú. No podemos evitar la muerte, pero sí asegurarnos la continuidad de la vida.

—Ya veo que también hay un nuevo siamés —dije, señalando a un gato que se asomaba detrás de una armadura.

"Javier Marías parece algo reservado —comentó Tintín—, pero después de beberse a medias con el capitán una botella de Loch Lomond comenzó a dar volteretas"

El joven Milú no se había percatado de su presencia, pero mi gesto delató al siamés. Sin pensarlo dos veces, salió corriendo en su dirección. En ese momento, apareció Néstor con una bandeja llena de botellas. Milú y el siamés se metieron entre sus piernas, obligándole a hacer malabarismos para no caer al suelo y llenar el vestíbulo de cristales rotos. A pesar de su edad, el mayordomo superó la prueba y se acercó a nosotros con la bandeja intacta.

—Le he pedido que llevara unas bebidas a la biblioteca —explicó Tintín—. Allí nos esperan el capitán y el profesor Tornasol. Bianca se ha acercado al banco para hacer unas gestiones, pero se reunirá con nosotros algo más tarde. Desde que una urraca robó sus joyas, prefiere guardar las cosas valiosas en una caja de seguridad. Solo las saca de allí cuando surgen grandes ocasiones, como la reciente visita de Javier Marías, el novelista español. Quizás le conozca.

—Escribí sobre Corazón tan blanco, pero no tengo el placer. Toda la familia Marías es extraordinaria. El padre, don Julián, era un gran filósofo que ha caído en un injusto olvido.

—Javier Marías parece algo reservado —comentó Tintín—, pero después de beberse a medias con el capitán una botella de Loch Lomond, comenzó a dar volteretas. Parecía un acróbata. Después hablaron de Stevenson, Verne, Richmal Crompton y Walter Scott. ¡Ojalá aún viviera Georges Remi! Sé que habría disfrutado de la reunión. Le debo todo. Pienso en él todos los días.

Tintín hizo un esfuerzo para disimular su emoción.

—Sígame —continuó—. Para llegar a la biblioteca hay que atravesar el salón.

"No pude resistir la tentación de preguntar sobre Abdallah, el querido hijo del emir y una de las peores pesadillas de Haddock"

Al pasar por el salón todo está como lo describió Pérez-Reverte: una vitrina con una fiel reproducción del fetiche arumbaya robado del Museo Etnográfico de Bruselas y recuperado por Tintín tras una asombrosa peripecia en la República de San Theodoros; un fragmento de Calysteno y una piedra lunar, recordatorios permanentes de la vastedad del universo; una gigantesca trompeta tibetana, que invita a pensar en las grandes aportaciones de las culturas orientales —tan injustamente menospreciadas— a la civilización occidental; una gumía del emir Ben Kalish Ezab, del Khemed. No pude resistir la tentación de preguntar sobre Abdallah, el querido hijo del emir y una de las peores pesadillas de Haddock.

—Vive en Mónaco —contestó Tintín—. Corrió el rumor de que había sido uno de los colaboradores más estrechos de Osama Bin Laden, pero no es verdad. Le gusta demasiado la buena vida. No lo imagino escondiéndose en una cueva y alimentándose con saltamontes.

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Entramos en la biblioteca y vi al capitán Haddock sentado debajo del retrato del Caballero Francisco de Hadoque, su ilustre antepasado. Al advertir nuestra presencia, se levantó y me estrechó la mano cordialmente. Su piel tiene el tacto áspero de los viejos lobos de mar, acostumbrados a bregar con el salitre, el viento y la humedad. De cerca, se notan más las inevitables arrugas de un hombre que ha pasado la mayor parte de su vida expuesto al sol de los océanos, particularmente implacable y despiadado. No llevaba el famoso jersey azul de cuello alto, ni su gorra de capitán, sino una americana de tweed con coderas, un pantalón de franela y una elegante corbata de rayas. En la mano izquierda sostenía un monóculo.

El whisky de Haddock

—Encantado de saludarle. España es mi asignatura pendiente. Tengo que visitar su país antes de morir. Me gustaría ver de cerca el submarino de Isaac Peral y conocer el puerto de Palos de la Frontera. Los españoles son hombres valientes. Hacía falta mucho arrojo para lanzarse al océano con esas carabelas.

"Sin que yo comentara nada, Haddock me explicó que le habían nombrado presidente de la Liga Antialcohólica de los Viejos Lobos de Mar."

El pelo y la barba del capitán ya no son negros, sino blancos como la nieve de la cordillera del Himalaya. Pienso en Tchang y me entristece recordar que murió en 1998. En esas fechas ya era un artista con un gran reconocimiento. Sus óleos y esculturas se exhibían en las mejores galerías del planeta. Su existencia no fue fácil. Durante la Revolución Cultural, fue rebajado a la condición de simple barrendero y se destruyeron parte de sus obras. Se le acusó de burgués, decadente y amigo de imperialistas. Pasó una temporada en un campo de trabajo, soportando malos tratos y con una alimentación insuficiente. En 1981, Georges Remi logró que las autoridades comunistas le permitieran viajar a Europa. El reencuentro de los dos viejos amigos fue especialmente conmovedor. Bianca Castafiore inmortalizó el momento, cantando el Aria de las Joyas.

Sin que yo comentara nada, Haddock me explicó que le habían nombrado presidente de la Liga Antialcohólica de los Viejos Lobos de Mar.

Eso sí, yo de vez en cuando me tomo una lágrima. En esas cantidades, el alcohol es inofensivo.

Mientras me decía esas palabras, llenó un vaso de whisky Loch Lomond hasta el borde, observando el preciado líquido dorado con ojos de felicidad. Fingí no darme cuenta, preguntando por el profesor Tornasol.

—Está ahí, junto a la ventana, leyendo el periódico. Ya sabe que no oye muy bien. Desde que ese profesor de Harvard… No me sale su nombre. Tintín, ayúdame. Mi memoria ya no es lo que era.

—Avi Loeb, catedrático de Astrofísica.

—Le decía que desde que Avi Loeb descubrió ese presunto artefacto extraterrestre, no piensa en otra cosa. No sé si conoce la historia.

Claro que la conocía. En octubre de 2017, científicos del observatorio Haleakala de Hawái detectaron la entrada de un objeto interestelar en nuestro sistema solar. Lo llamaron Oumuamua, que en hawaiano significa «explorador». Durante once días, pudieron observar sus movimientos. Su súbita aceleración en un momento de su trayectoria les convenció de que no era un cometa ni un asteroide. Avi Loeb no dudó: «Oumuamua se comportó como lo haría una vela solar impulsada por la radiación del sol, y sabemos que la naturaleza no crea este tipo de objetos».

Vi al fin a Tornasol. Leía un ejemplar de Le Soir, hundiendo la cara en sus páginas. De repente, se levantó con un gesto enérgico y se dirigió a nosotros:

—Extraordinario. Extraordinario. Ya sabía que no estamos solos. Cuando secuestraron el avión de Laszlo Carreidas sucedió algo muy raro en la isla a la que nos llevaron. ¿Cómo llegó a mi bolsillo ese objeto?

Se dirigió a un aparador y abrió un cajón, extrayendo una especie de clavo con la cabeza esférica.

"Todos nos congregamos alrededor de Tornasol, observando el objeto. Verdaderamente, parecía una pieza fabricada con un alto grado de sofisticación"

—Lo hice analizar por la Universidad de Jakarta y es cobalto puro, aleado con un compuesto de ferro-níquel. En la Tierra, no hay cobalto puro. Es un objeto extraterrestre. Probablemente fue fabricado por una civilización con una tecnología muy superior a la nuestra.

Todos nos congregamos alrededor de Tornasol, observando el objeto. Verdaderamente, parecía una pieza fabricada con un alto grado de sofisticación.

—¡Caramba! —exclamó el profesor, mirándome a los ojos—. ¿Por qué no me han dicho que teníamos visita?

—Soy el periodista que ha venido de España para hacerle una entrevista.

—Me parece bien que viva en una cabaña, como hizo mi amigo Wittgenstein durante una temporada en Noruega, pero creía que era el periodista español al que esperamos. Sea como sea, bienvenido.

La perilla y el bigote de Tornasol han encanecido, al igual que el escaso pelo de la cabeza. Sin embargo, el profesor conserva su energía. Tiene esa agilidad de los hombres menudos que les hace parecer más jóvenes. Indicó con la mano un sillón rojo y me invitó a ocuparlo. Creo que era el mismo que tenía Tintín en su apartamento de Bruselas. Tornasol se sentó enfrente. No pude dejar de reparar en un jarrón chino protegido por una vitrina.

—Es una pieza única —dijo Haddock—. Tiene un valor incalculable. El profesor Wang lo heredó de sus antepasados. Durante generaciones, permaneció en su casa de Shanghái. Se lo regaló a Tintín para expresar su gratitud por haber contribuido a la curación de su hijo. Y Tintín se empeñó en que se quedara aquí.

—Adelante —dijo Tornasol, apoyando las manos en sus rodillas—. Contestaré encantado a todas sus preguntas.

Discretamente, Tintín se sentó a su lado. Sabía que la sordera del profesor crearía malentendidos y quería hacer lo posible para evitarlos.

—¿Puede hablarme de su niñez?

—¿A qué se refiere con eso de la estrechez? Es una pregunta muy rara.

Acercándose a su oído, Tintín le dijo que le preguntaba por su infancia. Necesitó repetirlo tres veces.

"Tintín volvió a hacer de intérprete. Esta vez, Tornasol hurgó en un bolsillo y sacó su trompetilla, acoplándola a su oreja"

—Mi niñez fue muy feliz. Mi padre trabajaba en un banco. Era un hombre bueno y muy afectuoso. Aunque era muy escrupuloso con su trabajo, a veces se sentía frustrado. Le hubiera gustado ser inventor. Se consolaba fabricando juguetes mecánicos en un sótano. Construyó un pequeño submarino con forma de tiburón. Lo introducía en un estanque que había excavado en el jardín. Se movía debajo del agua gracias a un motor eléctrico. Como a mí me daba un poco de miedo, le dibujó una sonrisa. Me sirvió de inspiración años más tarde.

—Es cierto —intervino Tintín—. El pequeño submarino que construyó Tornasol nos ayudó a localizar El Unicornio.

—¿Y qué me puede contar de su madre?

—¿Desmadre? ¿De qué me habla?

Tintín volvió a hacer de intérprete. Esta vez, Tornasol hurgó en un bolsillo y sacó su trompetilla, acoplándola a su oreja.

—Mi madre —dijo, con los ojos rebosantes de nostalgia y ternura— era una mujer muy buena y con grandes dotes para el dibujo. Amaba los pájaros y los dibujaba con sumo detalle. Algún día publicaré sus dibujos. Podrían aportar mucho en el campo de la ornitología.

—¿Por qué estudió física y química?

Tintín se apresuró a repetir la pregunta, aproximando su boca a la trompetilla.

—Estudié física porque era la carrera que mi padre hubiera deseado realizar. Las circunstancias le obligaron a trabajar de contable. Quise que viera su deseo cumplido, aunque fuera de una manera indirecta. Además, he de reconocer que me gustaba la materia.

—Creo que también le interesa la arqueología.

—Sí, claro, la biología es muy interesante.

Tintín deletreó arqueología, alzando la voz.

—Mi entrañable amigo Hipólito Bergotte —prosiguió Tornasol— participó en la expedición que descubrió la tumba del Inca Rascar Capac. Su hallazgo, que tuvo consecuencias terribles, despertó mi curiosidad y, desde entonces, no dejo de leer libros y revistas sobre arqueología. Si no conocemos el pasado, no comprenderemos el presente y no podremos planificar el futuro.

—También es ingeniero aeronáutico.

—No, nunca he practicado los deportes náuticos.

Tintín acudió en mi auxilio una vez más.

"Al introducir la cánula de la pipa en la oreja, notó que se había confundido, pues el tacto era diferente"

—Diseñar el cohete X-FL R6 fue uno de mis mayores logros. Fue un gran honor que Muskar XII, rey de Syldavia, me eligiera para el proyecto después del hallazgo de ricos yacimientos de uranio en el macizo montañoso de Zmyhlpathes. No entiendo esas ridículas teorías que circulan por ahí, asegurando que el viaje fue un engaño. Recogimos muestras y realizamos fotografías que reflejan nuestra presencia en el satélite.

—No entiendo por qué no le han concedido el Premio Nobel.

Tintín depositó mis palabras en la trompetilla. Tornasol sonrió y respondió con ingenio:

—No concederme el Nobel se ha convertido en una tradición escandinava. Tampoco se lo concedieron a Borges, uno de mis escritores favoritos. ¿Qué importa? Lo importante es la ciencia, investigar para encontrar respuestas. El verdadero premio es hacer algo útil por la humanidad.

El capitán Haddock, que escuchaba de pie, dejó su pipa sobre una mesa baja situada entre Tornasol y yo. El profesor depositó su trompetilla en el mismo lugar, se rascó el interior de la oreja y cogió la pipa.

—Perdone el gesto. Ya sé que está feo rascarse así, pero la trompetilla puede llegar a ser muy molesta.

Al introducir la cánula de la pipa en la oreja, notó que se había confundido, pues el tacto era diferente. Haddock se llevó las manos a la cabeza y soltó uno de sus famosos improperios:

—¡Mil millones de rayos! ¿No puede fijarse más?

—Sí, estoy mejor –contestó Tornasol-. Ya no me pica la oreja. Gracias por preguntar.

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Haddock llamó a Néstor, que acudió enseguida.

—Haga el favor de llevarse mi pipa y límpiela a fondo.

Con gesto de perplejidad, Néstor dio la impresión de no haber realizado nunca esa tarea, pero —lejos de hacer preguntas— cumplió con la máxima elemental del buen mayordomo: no preguntar y hacer lo que se le pide.

Descarté preguntar al profesor Tornasol por qué no utilizaba un audífono. Sabía su respuesta: «Eso es para los sordos. Yo solo soy duro de oído». Era más sensato seguir con la entrevista:

—Fue uno de los pioneros de la televisión en color —dije con el lápiz en la mano y una libreta abierta. Nunca me han gustado las grabadoras.

—No le he oído —replicó Tornasol—. Creo que ha sido por culpa de esa pipa. Quizás me he hecho daño. El capitán a veces parece un niño, dejando las cosas en cualquier lugar.

Con su calma habitual, Tintín repitió mis palabras, alzando la voz.

—Ah, sí —asintió el profesor—. La televisión. Un gran invento. Lástima que se utilice tan mal. La mayoría de los programas son una tontería.

La conversación se prolongó una hora. Hablamos de los desafíos planteados por el cambio climático.

—Si no adoptamos medidas, la vida en la Tierra se convertirá en algo inviable. No quiero revelar aún nada de mis investigaciones en el Ártico, pero le anticipo que los datos recogidos son muy preocupantes.

Miré discretamente el reloj y descubrí que habían transcurrido dos horas desde que empezó la entrevista. No quería abusar de la amabilidad de mis anfitriones. Cuando me disponía a finalizar la conversación, irrumpió en el salón Bianca Castafiore con la fuerza de un ciclón tropical capaz de arrancar árboles de cuajo.

—Haddock, amorcito, ya estoy en casa. ¡Qué bien! Tenemos visita. Ya veo que es un periodista. Imagino que viene a hablar conmigo.

Me sorprendió que la Castafiore no alterara el nombre del capitán. El matrimonio hace auténticos milagros.

"Cuando le expliqué que había acudido a entrevistar a Tornasol, su rostro no logró ocultar su desilusión"

La diva me plantó dos besos en las mejillas, abrazándome con efusión. Después, besó a Haddock de una forma más discreta. Cuando le expliqué que había acudido a entrevistar a Tornasol, su rostro no logró ocultar su desilusión, pero enseguida recuperó su jovialidad habitual y propuso amenizar la reunión con un recital improvisado. Sin dar más explicaciones, comenzó a cantar el Aria de las Joyas. Todos experimentamos la sensación de que un temblor sísmico sacudía la biblioteca. Tintín y Haddock sonreían, pero sus miradas reflejaban estupor y cierto malestar físico, como si sufrieran el ataque de una migraña intempestiva.

Miré el reloj y descubrí que habían transcurrido dos horas. Llegaba el momento de despedirse.

—Una última pregunta, profesor Tornasol. ¿Qué está investigando ahora?

—¿Quiere saber la hora?

Tintín corrigió una vez más la distorsión de mis palabras.

—Estoy investigando el origen del universo —dijo el profesor—. Se dice que es absurdo hablar de tiempo o espacio antes del Big Bang, pero no me parece convincente. Si el cosmos se hubiera creado a sí mismo, tendría que haber sido anterior a sí mismo como causa para producirse a sí mismo como efecto, lo cual es lógicamente imposible. Además, ha de existir una causa necesaria, pues si solo hay causas secundarias y contingentes, no habría ningún motivo racional que justificara la existencia del cosmos.

—¿Y qué puede existir antes del Big Bang?

—Quizás Dios —contestó Tornasol, que esta vez comprendió mi pregunta sin necesidad de trompetilla ni de las aclaraciones de Tintín.

Cuando abandonaba la biblioteca, me topé con un retrato del capitán Diego Alatriste. Miré sorprendido al capitán Haddock.

"Mientras me alejaba de Moulinsart, sentí que una parte de mi vida se quedaba allí"

—Lo compré en una subasta —comentó, divertido por mi cara de extrañeza—. He investigado. Siempre me han interesado mucho la historia y la genealogía. Consulté archivos familiares y particulares. También pasé horas examinando registros civiles, archivos eclesiásticos, notariales y de las Administraciones de España y Bélgica. Ya sabe, Alatriste luchó en Flandes. Creo que nos une un lejano parentesco. Estoy intentado recabar más detalles. No me molesta que los Hadoque estén vinculados a un valiente capitán de los Tercios españoles. Es cierto que fuimos enemigos, pero a estas alturas ya solo importan la valentía y la integridad, dos cualidades que comparten los Hadoque y los Alatriste. Me gustaría contarle todo esto al periodista español que visitó Moulinsart hace unos años. No recuerdo su nombre.

—Pérez-Reverte.

—Exacto. Si le ve, dígale que le invito a pasar unos días en esta casa. Nos divertiremos hablando del pasado. A nuestra edad, es lo único que realmente importa.

Mientras me alejaba de Moulinsart, sentí que una parte de mi vida se quedaba allí. No pierdo la esperanza de regresar. En ningún otro rincón de nuestro pobre, herido mundo he escuchado con tanta nitidez el soplo de una utopía concebida a la medida del hombre. Quizás la eternidad se parezca a este lugar.

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Rafael Narbona

(Madrid,1963). Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad Complutense de Madrid, ha trabajado como profesor de Filosofía. Desde 2000, colabora de forma habitual con El Cultural y Revista de Libros, dedicándose fundamentalmente a la crítica literaria, pero también ha escrito sobre cine, música, arte, cómic. Ha colaborado con Quimera, Letras Libres, Cuadernos Hispanoamericanos, Turia, Claves de Razón Práctica, Revista de Estudios Orteguianos y otras publicaciones de carácter cultural. En la actualidad, mantiene dos blogs: Entreclásicos y Viaje a Siracusa. @Rafael_Narbona

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