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Ganador y finalistas del concurso de relatos #MiMejorMaestro - Zenda
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Ganador y finalistas del concurso de relatos #MiMejorMaestro

Más de 900 relatos se han registrado en nuestro concurso #MiMejorMaestro, convocado el pasado 14 de enero y patrocinado por Iberdrola. A continuación reproducimos el relato ganador y los dos finalistas. ***** GANADORA Título: Llegué a la Compluntense… Autor: Laura Pérez Caballero Mil novecientos sesenta y dos, desde casi la última fila del aula magna podía ver las...

A continuación reproducimos el fallo del jurado, formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, de la primera edición de este certamen. Laura Pérez Caballero, con Llegué a la Compluntense, ha resultado ganadora —con un premio de 1.000 €—; y Francisco Javier Rodenas Micó, con Soy el viento del pueblo, y Eloy Serrano Barroso, con Don Siro y el número PI, han sido las dos finalistas—han obtenido 500 € cada uno—.

Más de 900 relatos se han registrado en nuestro concurso #MiMejorMaestro, convocado el pasado 14 de enero y patrocinado por Iberdrola. A continuación reproducimos el relato ganador y los dos finalistas.

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GANADORA

Título: Llegué a la Compluntense…

Autor: Laura Pérez Caballero

Llegué a la Complutense a los dieciocho, procedente de una cuenca minera, hija de minero y ama de casa, oliendo a carbón y humo, pobre como una rata, acogida por una tía abuela y protegida por uno de los maestros del bachillerato que vio en mí a una neña con futuro en la escritura y convenció a unos padres analfabetos de que valía la pena el sacrificio.

Mil novecientos sesenta y dos, desde casi la última fila del aula magna podía ver las cabezas de mis acicalados compañeros, y digo compañeros porque había días, la mayoría, en las que era la única mujer en toda el aula.

Me quedaba en la fila de arriba por una única razón, entrar la última y salir la primera, intentando así escapar de las inevitables miradas de mis compañeros y también de los profesores, en especial de uno.

Era el catedrático en Filología Española Don Enrique López Cruz, toda una institución en la Complutense y el más venerado de los  maestros entre los alumnos.

Yo trataba de pasar lo más desapercibida posible, pese a que fuese inevitable que las miradas de mis compañeros recayeran sobre mí por los pasillos casi siempre acompañadas de algún gesto de burla y superioridad cuyas razones no solo se debían a mi sexo, sino también a mi condición social y económica.

Asistía a las clases, atendía, preparaba los exámenes y entregaba todos los trabajos que se encargaban.

Caminaba con la cabeza gacha, mantenía la mirada sobre mis apuntes durante las clases y desaparecía apenas los profesores pronunciaban la última palabra.

Creo que ninguno de mis compañeros me había escuchado hablar en lo que llevaba de curso, hasta el día en que el Catedrático Don Enrique López Cruz pronunció mi nombre en el aula.

—Señorita Rosa Trapiella, ¿por qué está usted cursando Filología Española?

Y yo colorada, sin saber para dónde mirar, notando todos los ojos del aula puestos sobre mí, solo se me ocurrió contestar aturullada.

—Nun sé, asina quísolo el mío maestru.

Yo no sé si fue por el clamor de la carcajada, porque el Catedrático levantó una mano para pedir silencio, o porque vi que en la misma tenía un puñado de folios que reconocí incluso desde la última fila como el último trabajo que había entregado, pero sentí que del mareo no podría levantarme y echar a correr, que era lo que más deseaba en aquellos momentos.

Y al callarse todos a la indicación de Don Enrique, este hizo un gesto con la mano para indicarme que me acercara.

—Ven pa’cá, guajina, que tengo que falar contigo.

Escalón a escalón bajé perseguida por la mirada pasmada de mis compañeros hasta llegar a la altura del Catedrático.

—¿D’ónde yes?

—De Asturies.

—Eso selo.

—De la cuenca.

—¿De cuál?

—De la bona.

El Catedrático estalló en una carcajada ante el silencio sepulcral del aula.

—¿Fía de mineru?

—Sí, señor.

El Catedrático levantó el manojo de folios dirigiéndolos hacia el resto de alumnos.

—Qué bon maestru tuvo esta neña.

A partir de ese día me senté en la primera fila. El desprecio de mis compañeros a la fía del mineru se convirtió en la envidia de ser la neña de los ojos del Catedráticu.

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FINALISTAS

Título: Soy el viento del pueblo

Autor: Francisco Javier Rodenas Micó

Lo volví a ver cuando no era más que una caricatura de sí mismo. Nada del hombre de talla imponente y personalidad arrolladora que iluminaba el aula con su sola presencia. El maestro que me hizo amar la literatura hasta el punto de hacer de ella mi vida. El amigo que supo guiar mis pasos con mano experta cuando decidí aventurarme por las inhóspitas tierras de la escritura.

En mi memoria conservo con cariño nuestras intensas conversaciones del café Suiza que se alargaban hasta bien entrada la madrugada. Me formó incluso cuando no sabía que lo hacía, contribuyó a mi educación incluso cuando no quería que lo hiciera. Y con la publicación de mi primera novela, aceptó sin dudar escribirme un prólogo que, con encendida pasión, glosaba méritos que ni yo ni mi ópera prima merecíamos.

Luego perdimos el contacto. No fue algo premeditado, pero ocurrió. Yo me marché a la ciudad y, de forma paulatina, cometí el mayor y el más humano de los errores: olvidé mis orígenes, y él iba en ese paquete. De vez en cuando, su imagen regresaba a mi memoria, pero apenas se me antojaba el fotograma de una película antigua que muy poco o nada tenía ya que ver conmigo. Al menos, hasta que recibí la llamada de Alberto, mi compañero de andanzas infantiles.

─Es don Miguel. Se muere.

Una avalancha de recuerdos se precipitó entonces sobre mí hasta sepultarme por completo. Necesitaba verlo, necesitaba ser una vez más el alumno sediento de sus enseñanzas, el amigo con el que discutía cada argumento literario.

Acudí esa misma tarde al hospital movido por la certeza de que un aliento de vida se me escapaba con él. Cuando entré en la habitación, me costó reconocerle en aquel cuerpecito ajado, carente de toda fortaleza.

─¿Quién eres? ─me preguntó con una expresión de desconcierto en sus ojos.

No me recordaba y no le culpo por ello. No solo porque la enfermedad le hubiera devorado la mente, sino porque yo había decidido marcharme y apartarlo a un lado y ahora ya no éramos más que dos extraños.

Mientras conducía camino del hospital, había pensado sobre lo que iba a decirle en cuanto lo viera y las palabras se me resistían, posiblemente porque era más intenso el sentimiento de culpabilidad que me azotaba el alma. Sin embargo, en ese momento, tuve claro lo que le quería decir.

─Soy el espíritu de un caballero templario vagando por el Monte de las Ánimas. Soy el capitán pirata de un velero bergantín con diez cañones por banda. Soy un exconvicto perseguido implacablemente por el inspector Javert. Soy uno de los mosqueteros del rey de Francia. Soy una adolescente judía relatando sus vivencias mientras se esconde de los nazis. Soy el viento del pueblo. Y, lo que es más importante, soy todo eso y mucho más gracias a ti.

El viejo maestro me sonrió, con una sonrisa esforzada y melancólica. Entonces tuve la certeza de que, tal vez no me había reconocido a mí, pero al menos, había conseguido reconocerse a sí mismo.

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Título: Don Siro y el número PI

Autor: Eloy Serrano Barroso

Se llamaba don Siro e iba a sustituir a don Vicente, de baja por enfermedad durante todo el curso. Es lo que nos dijo el director al presentarlo aquel primer día de clase. Era un hombrecillo en apariencia taciturno dentro de un traje gris que le quedaba grande. Su pelo era escaso y débil, y usaba unas gafas de pasta negra enormes para su pequeño rostro. Nos saludó con un hilo de voz y un apenas perceptible vaivén de su mano derecha, que, pegada a la pierna, se elevó unos centímetros como si un hilo tirara de ella para rápidamente dejarla caer. En resumen, a don Siro, nos lo podíamos merendar. Era la víctima propicia para unos adolescentes (todos chicos) que, si nos aburríamos, dejábamos salir nuestros instintos depredadores.

Ya sin el director, don Siro empezó a hablarnos del programa de la asignatura y de la metodología que íbamos a seguir en sus clases. Nosotros, liderados por Francisco Palomares, el repetidor, el eterno castigado, arrinconado por la resignación de los profesores que le daban por imposible, nos estábamos comportando francamente mal porque queríamos medir la fuerza de nuestro adversario. Pero don Siro en ningún momento nos llamó la atención, ni nos amenazó con castigarnos, o con ponernos un cero directamente. Aguantando el chaparrón de la indisciplina, siguió con su discurso sin alzar la voz y con una sonrisa bobalicona que se le había instalado en la cara. Ahora sé que nos estaba observando, que nos dejaba hacer libremente para tener una ficha mental de cada uno de nosotros, y que aquella sonrisa que a nosotros nos parecía boba se debía a la seguridad, al convencimiento de que él iba a ganar, a ganarnos.

Si don Siro hubiera sido profesor de Filosofía, o de Literatura, o de Historia, asignaturas que se prestan al relato humano, a la confidencia e incluso al chisme, podríamos haberle tocado las narices con preguntas tontas del tipo: “¿Es verdad que Catalina la Grande tenía relaciones sexuales con sus caballos?” —la sexualidad era un alumno más entre nosotros, obsesivo habitante de todos los pupitres—. O hurgando en sus creencias e ideología: “¿Cree usted en Dios? ¿Qué opina de Franco?”. Pero don Siro era profesor de Matemáticas, esa asignatura para mí entonces tan fría, pura abstracción, cuyo objeto no existe fuera de la cabeza de quienes la piensan, ni siquiera visible al microscopio, y que como amenazante Ciencia Exacta ofrecía tan pocas posibilidades de sacar petróleo de esas extenuantes discusiones que los alumnos manteníamos con los profesores para llegar al aprobado o a una subida de la nota porque “Eso de que pobre barquilla mía entre peñascos rota es una metáfora del alma que utiliza el poeta, lo será para usted. A mí me parece un simple naufragio. Quíteme el negativo”.

Con esto quiero decir que nuestra técnica de ataque para abatir a nuestra presa en una asignatura como las matemáticas tendría que ser muy rudimentaria, nada sutil: seguir armando follón. Pero no tuvimos oportunidad porque, una vez terminada la pesada introducción, don Siro se quitó la chaqueta, se remangó la camisa y, tiza en mano, se subió de una zancada a la tarima a la vez que con un movimiento circular, como quien inicia un ataque en una competición de esgrima, dibujó en la pizarra una circunferencia perfecta, tan perfecta que parecía que entre el eje de su cuerpo y la mano ocultaba un compás.

—¿Qué es esto?”—preguntó.

Nos quedamos bruscamente en silencio, sorprendidos por tan repentino cambio de actitud, y porque uno nunca se podía fiar de las preguntas de los profesores, los muy cabrones, que siempre escondían alguna trampa, por muy evidentes que parecieran las respuestas.

—Una circunferencia —dijimos algunos.

—Un círculo —dijeron otros.

—Una pizarra —gritó un graciosillo.

—¿Y no os parece una maravilla que podamos hallar su longitud y su área conociendo el radio? —continuó don Siro, en éxtasis— ¿No os emociona el hallazgo del número PI? ¿No os conmueve la estructura numérica del mundo?

Con esta pasión siguió hablando don Siro, que ya no era un hombrecillo sino un titán, y por un instante me quedé embobado mirando la pizarra, repitiéndome “dos pi erre, dos pi erre…” como si fuera la primera vez en mi vida que veía una circunferencia.

Lo consiguió: con el discurrir de las clases nos fue ganando a todos. Solo Francisco Palomares se resistía al entusiasmo general, no tanto por convicción como por la inercia de atenerse al papel de rebelde y bufón que entre todos, incluido él mismo, le habíamos asignado. Hasta que un día, aprovechando que don Siro había salido de la clase por un momento, dibujó en la pizarra la figura de un enorme pene erecto a cuarenta y cinco grados de unos ejes de coordenadas, y justo en el momento en que remataba la erección, entró don Siro en la clase. Con paso tranquilo y sonriendo se acercó a Palomares, le cogió amistosamente por los hombros y mirándole a los ojos, de abajo a arriba, pues Palomares le sacaba dos cabezas, le dijo:

—Paco, aunque un poco fanfarrón —don Siro señaló el dibujo en la pizarra—, no tengo duda de que eres un buen chaval, de gran corazón, y tampoco tengo duda de que todos podremos conocer tu verdadera inteligencia si te esfuerzas —y luego, enemigo de sermones y solemnidades, añadió—: Y si te decides a ser matemático, hasta podrás calcular la integral de tu pene.

Todos nos reímos, pero no era una risa estrepitosa, de burla, sino sosegada, de complicidad. Y a partir de ese instante empezó la transformación de Palomares, que luego pasaría raspando de curso pero con un sobresaliente en matemáticas. Y aún hoy, cuando han pasado ya muchos años, recuerdo con gran cariño a don Siro y sus clases, y me sigue admirando el fabuloso número PI, porque en los momentos en que las circunferencias de nuestras pupilas se dilatan por la emoción, él sigue ahí, constante, irracional, infinito.

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