Callejón sin salida (1966) es la segunda cinta inglesa de Roman Polański. Cierto. Pero su acabado, su factura, aún se antoja de película polaca, de ese nuevo cine polaco que empezó a gestarse cuando los rigores del estalinismo, que tiranizó el país durante décadas, se relajaron y se permitió la producción de filmes ajenos al infausto realismo socialista, el canon impuesto por los comunistas con métodos tan expeditivos como todos con los que esa gente impone las cosas cuando asaltan los cielos, que llaman ellos a la conquista del estado.
Todo ese esplendor tuvo su heraldo en el Andrzej Wajda de Cenizas y diamantes (1958). Pero su máximo exponente fue Roman Polański. Al menos lo fue antes de convertirse en ese “cineasta internacional” que sería con anterioridad a refugiarse definitivamente en Francia. De hecho, Polański llamó por primera vez la atención de la revista Time tras el estreno de El cuchillo en el agua (1962). A raíz del interés despertado en la cartelera internacional por este largometraje, el legendario semanario estadounidense le dedicó su portada, yendo a sintetizar en él aquella dichosa eclosión de la pantalla polaca.
Si Callejón sin salida se antoja en la estela de El cuchillo en el agua, del nuevo cine polaco de los 60, es porque, aun siendo una producción inglesa, las dos giran en torno a asuntos muy semejantes. El cuchillo en el agua nos cuenta la historia de una tercera persona a bordo del yate de una pareja; Callejón sin salida la de un delincuente que, en su huida, va a dar a un castillo, también habitado por una pareja, que se queda rodeado por el agua cuando sube la marea. Son varias las analogías registradas entre ambas producciones. Más allá de las dos cintas propiamente dichas hubo otra coincidencia: la filmografía de las dos actrices que las protagonizaban concluyó en 1967. Jolanta Umecka, la sensual Krystyna de El cuchillo en el agua, abandonó la interpretación y se hizo profesora de música en Varsovia.
A Françoise Dorléac, la Teresa de Callejón sin salida, su hado le reservaba un destino atroz, una maldición peor que cualquier estigma que puedan imponer los humanos. El 26 de junio de 1967, en la que habría de ser su última secuencia, salió de Saint-Tropez disparada en un Renault 10 para llegar al aeropuerto de Niza. Allí debería haber cogido un avión a París. Una vez en Orly, como en la canción de Sandie Shaw, pero a la inversa, un nuevo vuelo la tendría que haber llevado a Londres para asistir al estreno inglés de Las señoritas de Rochefort (1967), el segundo gran musical de Jacques Demy. Pero estaba escrito en algún lado que se desencadenaran fatalmente los sucesos. Sólo tenía veinticinco años.
Era una de las actrices francesas más atractivas, dotadas y notables de la pantalla europea de su tiempo, una chica de moda en las noches de París y los veranos de la Costa Azul, una estrella en plena ascendencia, cuando su coche derrapó en la salida de Villeneuve-Loubet, donde el suelo estaba mojado, yendo a estrellarse contra una señal. Hubo testigos de la conclusión de aquella última secuencia de Françoise: aseguraron que su muerte fue horrorosa. La vieron envuelta en llamas, intentando inútilmente salir del coche.
La policía reconoció sus restos por su documentación. Fue como si un dios impío y miserable la hubiese dotado de tanta gracia para después, disgustado con el uso que ella hizo del don —pese a su corta vida fue una de las grandes seductoras del cine de los años 60— arrebatársela cruelmente. Eso sí, a quienes la admiraron —y aún admiran en pantalla— nadie podrá quitarles la fascinación que todavía, seis décadas después, procura a sus admiradores cada vez que un plano la muestra pintándose las uñas de los pies sobre la cama, siempre tan divertida.
Hermana mayor de Catherine Deneuve, en un primer vistazo a su biografía podría decirse que una y otra se complementaron en los comienzos de sus carreras. No sería exacto, y eso que los prototipos de feminidad que representaban cada una eran en verdad antagónicos. El encanto de Françoise era el de las chicas desenvueltas y pizpiretas de los felices 60, el de la modernidad de aquella época; el de Catherine, el de la distinción y la distancia, la elegancia de siempre, el clasicismo.
Hijas de los actores Maurice Dorléac y Renée Simonot, dos celebridades de la Francia de su tiempo, la pequeña Françoise fue una muchacha rebelde e indisciplinada, hasta el punto de que llegó a ser expulsada del colegio. Fue entonces cuando su padre decidió iniciarla en el doblaje. Una versión italiana de Heidi, dirigida en el 52 por Luigi Comencini, en la que Françoise puso su voz a la pastorcilla, fue su primer trabajo frente al micrófono. Aún se iniciaba como dobladora cuando empezó a cursar estudios de arte dramático. En las tablas debutó en 1960, protagonizando una versión escénica de Gigi, sobre la novela homónima de Colette.
En la pantalla internacional, Catherine cobró notoriedad algunos años antes con el estreno de Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964), uno de los grandes musicales europeos y una de las películas más recordadas de los años 60. Su hermana mayor sólo era una modelo de Christian Dior cuando demoiselle Deneuve ya había conquistado a Roger Vadim en las noches del Epi Club, referencia obligada del París de la época. También fue en aquellas veladas donde Françoise tuvo una historia con Jean-Pierre Cassel, uno de los grandes intérpretes del cine galo, quien siempre la recordó como el amor de su juventud.
Finalmente, cuando Françoise irrumpió en la pantalla de su país en 1960, la impronta de su encanto —como se dice ahora respecto a tantas cosas— fue transversal. Desde clásicos como René Clair —quien la incluyó en el reparto de Todo el oro del mundo (1961)— hasta los nuevos realizadores, más o menos ajenos a la Nouvelle Vague, como Éduard Molinaro —Arsenio Lupin contra Arsenio Lupin (1962)— o el gran Philippe de Broca, todos empezaron a querer a Françoise en sus películas. Para De Broca precisamente protagonizó su primer gran éxito, El hombre de Río (1964), una comedieta turística, dinámica y jovial en la que fue la partenaire de Jean-Paul Belmondo.
Y la Nouvelle Vague también, por supuesto. Protagonista del gran Truffaut en La piel suave (1964), Françoise interpretaba en sus secuencias a Nicole, una azafata que tenía una historia fugaz con un escritor que se enamoraba de ella. Las azafatas eran todo un mito erótico de aquellos años y, hay que insistir, la maravillosa Françoise alcanzaba la perfección incorporando a las jóvenes de su tiempo. Siendo Truffaut uno de los realizadores más románticos de toda la historia del cine, huelga apuntar que cuando acabó el rodaje de La piel suave prosiguió durante unas semanas el romance que habían tenido durante la filmación. Se despidieron como amigos, con la promesa de volver a trabajar juntos. Como la Parca y el dios impío lo impidieron, el maestro sustituyó a la dulce Françoise por su hermana Catherine en La sirena del Mississippi (1969), sobre Waltz Into Darkness, la novela de William Irish que Truffaut convirtió en una historia de amor loco.
El caso de Polański fue al revés: había rodado antes con Catherine Deneuve, protagonista de Repulsión (1965), su primera cinta inglesa. Llegado el momento de rodar Callejón sin salida, el cineasta pensó en la canadiense Alexandra Stewart para protagonizarla. Pero en las primeras pruebas, tanto la actriz como el realizador se dieron cuenta de que ese personaje no era para ella. Entonces llegó a los oídos de Polański que la hermana de Catherine Deneuve se encontraba en el hotel Connaught de Londres. “Aunque en principio no quería que el papel de Teresa lo interpretara una francesa, el guión se podía adaptar sin dificultad. La contraté sin someterla a ninguna prueba y estuvimos listos para iniciar el rodaje”, recuerda el realizador en sus memorias (Roman por Polański, Grijalbo, Barcelona, 1985).
Más adelante, andando en su recuerdo de la finada —con la que no tuvo ninguna historia, pues Jacqueline Bisset era su “dulce compañía” de aquellos días—, hay apuntes en los que Polański evoca las formas de estrella que ya adoptaba la joven actriz. “Françoise Dorléac también planteó dificultades. Llegó a Holy Island (el pueblo donde estaba localizado el rodaje) con veinte maletas y un chihuahua casi pelado que ladraba y mordía como un demonio”.
La Teresa de Callejón sin salida, una ninfómana casada con un pelele, ha quedado como otro de los grandes personajes de Françoise. Pero la sublimación de su encanto vino dada por Jacques Demy en Las señoritas de Rochefort, todo un tributo al musical americano, donde Demy unió por primera vez a las hermanas Dorléac, una cinta deliciosa que un cuarto de siglo después inspiró a la gran Agnès Varda, ya viuda de Demy, el documental Les demoiselles ont eu 25 ans (1993). En una de sus secuencias, Catherine Deneuve se refirió por primera vez a su hermana tras veinticinco años de silencio. Recordó lo grato que fue volver a encontrarse con ella, como cuando aún vivían juntas en casa de sus padres, pero estando ya las dos metidas en esos amores de la juventud. Esa placidez es la que rezuman cada vez que las dos cantan y bailan al unísono en la cinta.
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