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Trigésima novena sombra: París, enero de 1639 - I. Adler - Zenda
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Trigésima novena sombra: París, enero de 1639

“Richelieu era el verdadero rey, el otro era sólo un fantasma a quien prestaba su alma” Alejandro Dumas, Veinte años después. A Vic Echegoyen. Por el lirio. Y por la espada. La mujer atravesó la sala. Su paso hacía crujir las pesadas faldas, pero aun así, caminaba sin afectación; parecía moverse dentro de aquellas sedas...

“Richelieu era el verdadero rey, el otro era sólo un fantasma a quien prestaba su alma”
Alejandro Dumas, Veinte años después.

A Vic Echegoyen. Por el lirio. Y por la espada.

El viejo cardenal sonrió al verla aparecer. Estaba orgulloso de aquella mujer, y se le notaba. Culta, hermosa, obediente, inteligente, peligrosa. Era, sin duda, el resultado magnífico de una esmerada mezcla de instrucción, refinamiento y mundo. Después de Francia —se dijo, satisfecho—, la educación de aquella niña, hoy una espléndida mujer, había sido su obra más lograda.

La mujer atravesó la sala. Su paso hacía crujir las pesadas faldas, pero aun así, caminaba sin afectación; parecía moverse dentro de aquellas sedas y brocados como si trazase ágiles pasos de baile. Al alcanzar el enorme escritorio, no se sentó frente al cardenal, sino que se dirigió a uno de los balcones, donde se detuvo a mirar con interés al otro lado de los jardines helados, más allá del Cour d’honneur, completamente cubierto de nieve.

"Esa ambiciosa Médicis tiene tantos diamantes que nunca echará en falta estos herretes"

De espaldas a su tutor y enfrentada a la mañana, emanaba un halo invernal que dibujaba su cuerpo a contraluz. El viejo duque de Richelieu y duque de Fronsac, obispo de Luçon, conocido entre sus amigos, pero sobre todo entre sus numerosos enemigos, como la Eminencia Roja, el hombre más poderoso de la Francia de Enrique IV, se puso de pie con dificultad. Sus muchas dolencias, padecidas desde joven, con las que Dios compensaba los grandes favores recibidos, le habían hecho acostumbrarse a convivir sin quejas con las miserias de su maltrecho cuerpo, siempre dolorido. Lentamente caminó hacia su protegida, cuyo pelo negro caía, suelto, en un reguero de mechones ensortijados por los hombros desnudos. Estaba muy quieta, concentrada en el paisaje blanco, acariciándose con una mano, suavemente, el dorso de la otra.

—¿Qué hay de lo nuestro, pequeña Vic? ¿Has conseguido lo que te encargué?

Ella se giró, sonriendo.

—Oh, Armand. ¿Acaso te he fallado alguna vez? Ha sido demasiado fácil, aunque no sé si útil. Esa ambiciosa Médicis tiene tantos diamantes que nunca echará en falta estos herretes.

"Los libros de su hermosa biblioteca escurialense deberían servirle para algo más que para reflejar el sol en sus cantos dorados"

—Pequeña mía, no son las piedras, sino lo que la ausencia de ellas puede provocar en este delicado juego de naipes que es reinar. Nuestra católica Médicis se ha ganado la enemistad de los hugonotes por su doble alianza matrimonial con los oscuros Austria españoles. Y debemos aprovecharlo. Desprecio a estos exaltados protestantes, pero pienso en aquel personaje enlutado y confirmo que nada bueno puede salir de un monarca que, siendo dueño de medio mundo, decide vivir, cayendo en el mismo error de sus antecesores, en mitad de un pueblo rodeado de montañas, en una celda de fraile, junto a su tumba. Los libros de su hermosa biblioteca escurialense deberían servirle para algo más que para reflejar el sol en sus cantos dorados. En fin. La oscura, analfabeta, peligrosa España de siempre. Pero ven aquí, hermosa Vic, siéntate a mi lado y cuéntame con detalle cómo pudiste acceder al joyel real. Ha llegado a mis oídos que esa bastarda italiana ha contratado a unos bravos muchachos como guardia de corps.

La mujer bajó la mirada un instante. Al sentarse, no pudo evitar un gesto de dolor. Una herida oscura, corta y profunda cruzaba el dorso de su mano izquierda. Sonrió mirando la sangre coagulada sobre su piel clara. Aquel joven con el que se tropezó de noche en la cámara de la reina era bueno con la espada, recordó. Afortunadamente, la adiestraron desde muy niña a esperar el peligro en los momentos de mayor calma, a no bajar jamás la guardia, a desconfiar de todos menos de su espada, con la que aprendió a defenderse hasta el punto de convertirse en una de las tiradoras más temidas de la Corte. Todos conocían su peligrosa habilidad, que mezclada con un innato instinto de soldado y una carencia natural de compasión por el ser humano, le habían ayudado a estar siempre alerta. La reina había acudido a una cena con los embajadores españoles aquella noche, y las ocho bolsas de monedas de oro debidamente repartidas entre los miembros de la Guardia Real garantizaban el paso franco a las dependencias privadas. Las bocas estaban selladas, ciegos los ojos. Pero alguien la había traicionado. Y allí estaba, con la pequeña daga en la mano, peleando por su vida contra una sombra que se batía en la oscuridad con fiereza. De pronto sintió una punzada intensa, un latigazo de dolor en la mano, como si le hubiese mordido un animal rabioso. La daga cayó al suelo con un sonido metálico y ella quedó a merced de unos brazos que la sujetaban con fuerza, acercándola al ventanal iluminado por la luna. Los ojos claros del joven capitán se abrieron, sorprendidos, al descubrir que bajo las ropas de hombre se escondía nada menos que Lady Vic du Plessis, protegida de Richelieu.

"Se observaron con curiosidad envueltos en la luz plateada, en silencio, como dos duelistas cansados"

—Qué torpeza la mía —dijo, con una sonrisa—. Tendría que haberos reconocido enseguida. Nadie en la Corte es capaz de defenderse de esa manera con un arma blanca en la mano izquierda excepto vos.

Ella se debatía dentro del forzado abrazo, pero ante aquellas palabras, o tal vez al asomarse tan de cerca a esa mirada clara e inteligente, dejó de hacerlo. Se observaron con curiosidad, envueltos en la luz plateada, en silencio, como dos duelistas cansados, y atendiendo a un instinto simultáneo, se besaron. Atrapados en el deseo, se desnudaron arrancándose las ropas de hombre que caían al suelo sin distinción entre las de ella y las de él. Enredados, con la fiereza desafiante de los que siguen siendo adversarios, se abalanzaban uno contra el otro a ciegas, violentamente: él le tiraba del pelo hacia atrás besando su cuello esbelto y claro, el escote, los senos; ella respondía con un gemido ronco, casi imperceptible, buscando con sus labios los labios del hombre, besándole el mentón oscuro, clavándole los dientes en el arranque del cuello recio, masculino, bajando por la piel bronceada, surcada de cicatrices desconocidas, que excitaban aún más el deseo de mujer, hasta llegar allí donde latía con fuerza la sangre de la juventud, la fiereza y el deseo del varón.

Sobre las sabanas de hilo deshechas, arrugadas, se amaban sus cuerpos en una dulce lucha, encajados profundamente uno en el otro, como si no hubieran hecho otra cosa que nacer y recorrer la vida hasta llegar por fin a este momento de perfección. Se detenían a respirar y se miraban muy de cerca, sonrientes, agitados por la sorpresa y el deseo de reconocerse, acunados por el sonido de los recios tablones del lecho real, que crujían bajo el peso de las embestidas como si fuesen las cuadernas de un galeón. Finalmente, exhaustos, se desplomaron el uno en el otro, sin atreverse a despertar de aquel sueño, sin querer desprenderse del abrazo profundo.

Ella fue la primera en reaccionar. Él la observaba desde la cama con una sonrisa descarada, asombrada y feliz, recoger las prendas repartidas por la alcoba y vestirse, veloz. El rubor de las mejillas, los labios enrojecidos y el pelo, oscuro y revuelto, contrastaban de una manera deliciosa con sus ropas de hombre. De un salto, se interpuso entre la puerta y la dama. Ella miró aquel cuerpo desnudo y se sintió extrañamente feliz. Si hubiesen estado en sus aposentos, se habría abalanzado de nuevo a él, insaciable, para volver a devorar aquella perfección magnífica.

—Mi nombre es Charles de Batz-Castelmore, Conde de Artagnan y Capitán de la Guardia de Mosqueteros. Hoy habéis ganado vos, Milady, pero exijo satisfacción en un nuevo duelo cuerpo a cuerpo —a punto de contestar, él la silenció con un dedo en los labios—. Si aceptáis —le dijo, susurrándole al oído—, recoged el lirio que os dejaré en el banco de piedra del jardín, en el muro norte del Cour d’honneur. Au revoir, Madame du Plessis”.

"Un lirio púrpura manchaba el paisaje inmaculado, como si este se desangrase al ritmo de su corazón"

La mujer parpadeó un par de veces, como si regresara de un sueño. Miró al cardenal, que la observaba en silencio. Le sonrió.

—De sobra sabes, Armand, que me has educado para que nadie me detenga. Y menos uno de esos engreídos guardias de corps.

Se levantó, aparentando indiferencia, y volvió a asomarse a la ventana. En mitad de la alfombra blanca de nieve, sobre uno de los bancos de piedra, un lirio púrpura manchaba el paisaje inmaculado, como si este se desangrase al ritmo de su corazón. Apresurada, besó en la mejilla a su anciano tutor, precipitándose hacia la puerta.

El cardenal Richelieu la vio alejarse. Miró a su alrededor con tristeza. Había depositado cuantas esperanzas de futuro podía albergar un hombre de su lúcida condición en esa niña, adiestrada por su mano para ser un arma indestructible, alguien en quien poder descansar cuando la vejez terminara de instalarse en su ajado cuerpo. Pero ya no había esperanzas. El viejo zorro se daba cuenta de que la había perdido para siempre. “El final de toda mujer inteligente —reflexionó, mientras la veía perderse en el paisaje helado con una mancha púrpura en el pelo— siempre es el amor”.

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