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'El golpe': Newman y Redford te roban la cartera - Zenda
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‘El golpe’: Newman y Redford te roban la cartera

Paul Newman y Robert Redford ya eran dos de los actores favoritos de la industria y del público en los 70, sobre todo gracias a su aparición juntos en Dos hombres y un destino, así que verlos hacer de timadores de alcurnia en los años 30, a la caza de un venenoso jefe de los...

Paul Newman y Robert Redford ya eran dos de los actores favoritos de la industria y del público en los 70, sobre todo gracias a su aparición juntos en Dos hombres y un destino, así que verlos hacer de timadores de alcurnia en los años 30, a la caza de un venenoso jefe de los bajos fondos que mata gente y hace trampas a las cartas, es toda una delicia. El guion es una obra de relojería en busca del golpe perfecto que consiga a la vez dinero, venganza y libertad de sospechas ajenas, y la música ragtime garantiza animarle la velada a cualquiera.

Ganadora de 7 Oscars: Película (Tony Bill, Michael Phillips y Julia Phillips), Director (George Roy Hill), Dirección artística (Henry Bumstead y James W Payne), Vestuario (Edith Head), Música (Marvin Hamlisch) y Montaje (William Reynolds). Tres nominaciones más: Actor (Robert Redford), Fotografía (Robert Surtees) y Sonido (Ronald Pierce y Robert R Bertrand).

[Aviso de destripes con repóker en todo el texto]

El guionista, David S Ward, estaba buscando información para una escena de otra película en la que había un robo, cuando se encontró, al investigar, con todo un submundo que sorprendentemente estaba sin tocar en el cine, lleno del tipo de timadores que en inglés se llaman con artists, donde «con» es una abreviatura de «confidence» (confianza). Es decir, es un tipo de ladrones que no atracan a punta de navaja o pistola ni roban del bolsillo de uno, sino que se ganan la confianza de su objetivo (the mark) para hacerle caer en una trampa más o menos elaborada, en la que éste cae debido a su credulidad y en muchos casos a su avaricia. Hacerlo creer que va a comprar la General Electric por cuatro duros, por ejemplo. No es un «golpe», como dice la traducción española del título, que sugiere algo grosero, soez, bruto, sino un «sting», un picotazo del que puede que el propio paciente ni se entere, o lo hará demasiado tarde. Es el caso del primer timo de la película, en el que Mottola (James J Sloyan), el correo del pez gordo del hampa Doyle Lonnegan, se pasa de listo al pensar que en vez de entregar a su supuesto destinatario el dinero que Luther Coleman (Robert Earl Jones) le daba, no tenía más que quedárselo y salir pitando, a pesar de saber que, según la historia que le habían contado, Luther estaba amenazado de muerte. Ahí es difícil no pensar «le está bien empleado por cabrito». Además, estamos en 1936, en plena depresión, y el mero hecho tener mucho dinero mientras hay tanta pobreza en la calle justifica por sí solo el atrevimiento de robar, y hasta casi se ha de agradecer que al menos no sea con violencia.

Obviamente, este tipo de trampita de guion hace que en mucha gente se produzca una reacción de cierta simpatía hacia los timadores (excepto entre quienes han sido víctimas de este tipo de cosas, supongo). Cuando luego nos enteramos de que Mottola ha acabado en un vertedero con un cuchillo en el ojo por haber perdido sus once mil dólares, la simpatía por los timadores quizá no baje mucho, pero ¿qué habría pasado si Mottola hubiera intentado ayudar de veras a Luther y por ser un alma caritativa se hubiera quedado sin dinero y sin vida? Pero en fin, eso queda para otra película. Aquí todo queda aclarado con la risotada de Mottola en el taxi: es un cabrito y además trabaja para el malo más maloso de la peli, así que ya sabía que estas cosas iban en el sueldo. El espectador queda satisfecho y puede disfrutar de lo que viene.

La película, en realidad, se anuncia claramente desde su cartel: ese dibujo ya un tanto pasado de moda en los hiperrealistas 70, donde vemos a Redford y Newman con sus mejores sonrisas, rodeados de botellas de ginebra, cartas y fichas de póker, fajos de dólares, con su sombrero y su gorra, camisas con tirantes, y encendiendo un cigarro con un billete. Estamos ante una de chicos listos que roban a los ricos y les perdonamos que no se lo den a los pobres, porque se lo han currado. Quien quiera algo igual, parecen decir, que lo intente él. Ahí está el castillo, asaltadlo. Esta película se suele calificar de «comedia», pero más que provocar risotadas, le tiene a uno con una sonrisilla cómplice en los labios. El tema podría ser serio y legítimo, pero las partes más desagradables aparecen maquilladas. De la muerte del pobre Mottola se nos informa oralmente, y tampoco vemos el asesinato de Luther, sino sólo su cuerpo en el suelo antes de salir de najas para Chicago. Los malos siempre fallan sus tiros, como manda el reglamento, y Lonnegan da más miedo con la mirada asesina de Robert Shaw y la nariz chata de su guardaespaldas Floyd (Charles Dierkop) que con cualquier cosa desagradable que hagan. Por cierto, que la cojera de Lonnegan no estaba escrita en el guión, y la tiene sólo porque Shaw se había lesionado el tobillo antes de empezar a rodar.

Además, si uno se fija, la historia ha de tener una raíz un tanto seria para funcionar. Las ganas de venganza de Johnny Hooker (Robert Redford) no pueden dar lugar a comedia, tras la muerte de alguien querido, y su sentimiento de soledad en la gran urbe ha de ser lo que le haga caer en los brazos de Loretta (Dimitra Arliss). Sin esa tensión, y sin la duda de si Hooker traicionará a Henry Gondorff (Paul Newman), el excelente final no quedaría tan bien. De modo que la seriedad la da el guion, pero el tono festivo y juguetón lo dan cosas como el cartel, como hemos visto, y la música. Lo de la música es curioso, porque Wark escribió el guion escuchando blues de la época, y por eso Luther es negro y Johnny lleva el nombre del legendario bluesman John Lee Hooker. Sin embargo, el director, George Roy Hill, oyó por casualidad piezas de ragtime a piano de Scott Joplin y quedó convencido de que eran idóneos para la película, a pesar de ser ya anticuadas, de los años 10 y 20. Naturalmente, hubo críticos que lo criticaron, pero Hill tenía razón: el uso de la música en esta película resulta clarísimo hasta para los no expertos. Nunca hay música de fondo (underscore) cuando hay diálogo, y cuando suena, la película prácticamente se para, recurriendo a tomas largas o hasta a montajes, como el de Johnny afeitándose y vistiéndose para la gran ciudad, hechas aposta para poder escucharla a gusto. La pieza «The entertainer» fue rescatada del olvido para convertirse en una de las más conocidas y tarareables del cine de todos los tiempos.

¿Y qué decir de los créditos? Empiezan con las dos máscaras del teatro, la de comedia y la de tragedia, y no sé cuántas películas habrá con los actores presentados uno por uno con su nombre y el de su personaje, pero deben ser bien pocas, lo cual desde el principio nos dice que estamos ante una historieta que se ha de disfrutar. «The players», además, tiene el sentido múltiple de «los actores», «los jugadores» y «los estafadores», «los que se la juegan» a alguien. Por si fuera poco, cada capítulo de la historia aparece anunciado con un letrero y un dibujo que recuerda constantemente a quien se vea demasiado metido en el guion que lo que está viendo es un relato pre-preparado, pre-pensado y hasta pre-dibujado, ya que Hill era un gran aficionado a las tiras cómicas, capaces de contar una historia en cuatro o cinco viñetas.

La trama de la película es una especie de rito de paso mezclado con lección vital en el que Johnny pierde a quien es claramente su padre suplente, Luther, y se ve obligado a pasar a otra época de su vida, no sólo porque esta pasa a estar en peligro de muerte, sino porque se ha de ir a la gran ciudad (el primer timo ocurre en el pueblo de Joliet) y porque Johnny va a pasar de dar pequeños e ingeniosos timos a preparar el Santo Grial: un Big Con. Una estafa que si sale mal no se resolverá con un par de carreras por las esquinas, sino que puede llevar a la muerte, pero que si sale bien, quedará en los anales del oficio y te llenará los bolsillos, por lo menos, por lo menos, durante una semana y todo antes de que se te acabe el whisky.

Para esto se necesita un maestro diferente. Luther ya le había hablado del tema, pero se necesita un experto. Y el veterano Henry, a pesar de su mejorable entrada en escena (roncando tras la cama, durmiendo la moña nariz contra el zócalo de la pared), aparece revigorizado por el reto, de la misma forma que se mueve lo más granado de la jacaranda chicaguense, deseosa de colaborar en la venganza tras la pérdida de un colega tan querido. A partir de aquí, la cosa pasa de ser un tema personal entre dos o tres timadores a ser una auténtica pandilla de robinhoods. Tras la partida de póker en el tren, con una gloriosa actuación de Paul Newman, la decisión de ver cómo se va construyendo el local de apuestas falso es deliberada: se trata de mostrar que un timo de este tipo lleva trabajo, y que se va a conseguir a base de muchos granitos de arena. Vemos así a gente como el inglés falso de la perilla, el narrador de las carreras o el organizador del asunto, Kid Twist (Harold Gould), que animan la historia, dan profundidad al mundillo, y proporcionan un sentido de gozo comunitario a la preparación del golpe. Los actores dijeron después que había sido un rodaje lleno de diversión y camaradería, y eso se ve en pantalla. Tanto los personajes con su estafa como los actores con su actuación se lo estaban pasando en grande, y se nota.

Por último, están las sorpresas del guion. Como ya vimos, esta es una película pionera en su subgénero, y deja sentada su convención principal: que el espectador debe saber los planes principales de los estafadores, y seguir al grupo en su minuciosa preparación, pero 1) habrá obstáculos imprevistos que salvar con inventiva rápida (los pintores en la oficina de la Western Union, el impedir que Lonnegan apueste la segunda vez), y 2) habrá sorpresas que cojan al espectador tan de improviso como a los personajes que sufren sus consecuencias. En nuestro caso, la sorpresa mayor seguramente no es la no-muerte de Henry y Johnny (aunque el hecho de que sea el FBI quien les dispare descoloca momentáneamente hasta que uno se da cuenta, justo antes de que Redford abra los ojos, de que son bravos disfrazados y parte del timo), sino lo de Salino el asesino. Loretta Salino. Qué capulla, casi caza a Hooker de día además de de noche. No me extraña que Ward tardara un año en refinar cada cabo suelto del guion.

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