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La luz que es preciso mirar - Zenda
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La luz que es preciso mirar

Báltica es una editorial especializada en la literatura de los países del centro y del este de Europa, que nació hace tres años gracias al empeño de una traductora polaca, Katarzyna Olszewska, quien, además de ser editora, es una elegante y precisa moldeadora de la luz. Esta es una de las pocas diferencias que encuentro...

El nacimiento de una editorial siempre me hace pensar en el nacimiento de una estrella: una suma de fuerzas la sitúa en el lugar desde el que a partir de ese instante va a contemplar el universo. Está rodeada de otras estrellas, que resultan más o menos visibles, que difunden su luz desde la orgullosa o soñadora soledad o como un vértice en el imperio de las asociaciones. Pero esa luz es también una suma de fuerzas, el producto de un constante ciclo de fricciones y colisiones que transforman una cosa en otra cosa: un tipo de átomos en otros átomos, un montón de páginas recién escritas o más o menos olvidadas en un libro favorito o un clásico del mañana. Las estrellas cuentan historias a la manera en que los libros forman constelaciones. Y también —libros, estrellas— determinan nuestro futuro.

"Los buenos lectores que además han tenido la fortuna de ser ambidiestros para el lenguaje aspiran a llevar lo más lejos posible el abanico de rayos desplegados por una constelación muy concreta de páginas"

Báltica es una editorial especializada en la literatura de los países del centro y del este de Europa, que nació hace tres años gracias al empeño de una traductora polaca, Katarzyna Olszewska, quien, además de ser editora, es una elegante y precisa moldeadora de la luz. Esta es una de las pocas diferencias que encuentro entre las editoriales y las estrellas. El universo nos habla en una luz que todos comprendemos, pero la que emana de los libros necesita de una curvatura especial para que las palabras escritas en una buhardilla parisina o en una casita en las montañas resulten en cualquier otra parte del mundo reconocibles y próximas. Un buen traductor —y naturalmente aquí hablo sólo de los buenos traductores como de las buenas editoriales, de los buenos libros como de la luz que es preciso mirar— es siempre, diría que incluso inevitablemente, un buen lector: es decir, un lector con sentido del gusto, con una especial sensibilidad para ciertos giros e incidencias de la luz, y por supuesto con un cariño especial por los ángulos y corredores en los que se arrinconan las sombras. Como amantes de la luz y de las sombras, los buenos lectores que además han tenido la fortuna de ser ambidiestros para el lenguaje aspiran a llevar lo más lejos posible el abanico de rayos desplegados por una constelación muy concreta de páginas. El buen lector se enamora apasionadamente de esos rayos, y día y noche sueña con hacerlos (al menos) un poco suyos, se imagina cómo les sentaría esta línea o este rizo de sombra, cuántas bellas maneras distintas existen de seguir haciendo transparente lo transparente, y entonces, un día, el buen lector descubre que ya no le es suficiente con eso, se da cuenta de que le gustaría detenerse en plena calle para hablar a los desconocidos de su amor, agarrarlos por las solapas y gritarles que está enamorado y que quiere que también ellos estén enamorados, que no pueden seguir viviendo así, sin saber siquiera que existe aquella a la que él ama.

"No es que no siga enamorado, porque naturalmente no puede dejar de estar enamorado: es más bien como si hubiera descubierto que la luz por la que vive y respira será siempre de otro"

¿Cuál es, en el mundo editorial que todos conocemos, el equivalente del lector enamorado que va por ahí agarrando a los peatones por las solapas? Una versión mucho menos sanguínea y algo más modesta: es el lector/traductor que invita a un editor de confianza a tomar un café y, en los intersticios de la conversación en apariencia inofensiva, pretende administrarle un filtro amoroso. Personalmente, tengo la suerte de haberme encontrado, en una vida de escritor embrujado por la luz —por muchos tipos de luces—, con algunos editores enamoradizos, pero lo más habitual es que los editores sean no sólo unos seres desengañados por la claridad inmaterial, la ingrávida transparencia que pasa por el mundo sin ser vista, sino también lo bastante desconfiados como para acudir a las citas con autores ya bebidos de casa. Su falta de interés, por otra parte, es entendible. ¿Cómo no recelar de alguien que se deshace en elogios hacia su amada y nos invita poco menos que a compartir su cama? ¿Qué aberrante clase de amor es esa? De modo que el editor murmura unas excusas y pasa enseguida a otro tema: sí, es un hombre de letras, una versión tal vez coloquial y en claroscuro, con la piel cerosa, del joven soñador que una vez fue, pero él prefiere explicarse en términos de balances, de cuentas, en el lenguaje aprensivo de los números y en su escueta y ominosa reata de augurios. El lector/traductor, que por lo general es del todo sordo a las cifras, arruga su filtro amoroso y vuelve a guardar en la cartera la foto de su amada. Tras los cristales la tarde va cayendo, y una macilenta luz de poniente se acurruca en los vasos, pálida y encogida como una niña enferma. Sé que esta metáfora es cargar un poco las tintas y casi regresar al mundo de los escritores y los editores de los cafés de posguerra, a todas esas almas de recuelo descritas por Baroja, Cela y Foxá, con una niña a punto de morir en casa, pero es que la sensación sigue siendo esa de tomar depresión a sorbos, a media luz, sobre unas cuantas lápidas horizontales. El lector/traductor se despide del editor y sale a la noche envuelto por un nuevo frío, con la cabeza baja, como prestándose a ser decapitado por la luna. No es que no siga enamorado, porque naturalmente no puede dejar de estar enamorado: es más bien como si hubiera descubierto que la luz por la que vive y respira será siempre de otro, mientras no se le otorgue el derecho de tocarla con sus palabras y hacerla así un poco suya. Luego están los casos, los extrañísimos casos, del lector/traductor cuyo amor es tan grande que prescinde de los permisos ajenos, y decide sembrar el mundo de espejos para que esa luz llegue, en el enjambre de las refractaciones, a este nuevo lugar en el que pueda ser vista. El caso, sin ir más lejos, de Katarzyna Olszewska.

"Lectores como yo hemos descubierto a Maria Lazar y Eva Hoffman, que hubieran seguido siendo invisibles para nosotros de no haberse tomado Katarzyna, mujer profunda y desesperadamente enamorada, la molestia de vestirlas o hacerlas vestir en mi lengua"

Se necesita mucha valentía para hacer algo así. Se necesita, sobre todo, estar muy profunda y desesperadamente enamorado. Y Katarzyna Olszewska participa de ambas cosas: es enormemente valiente y está desesperadamente enamorada. De modo que un día, al comprender que pasaba más tiempo tratando de colarle sus filtros amorosos a editores renuentes que disfrutando abiertamente de sus romances, decidió hacer algo similar a lo que en el siglo pasado hacían los grandes señores cuando tenían un nuevo amor: ponerles un piso. Katarzyna lo que hizo fue ponerles toda una editorial. Desde allí, vistió a sus amores con los ropajes que los harían visibles para unos ojos que miraban el mundo desde una lengua diferente, y los invitó a salir a la luz del día para que fueran algo así como pescadores de hombres. No se quedó aquello que tanto amaba para sí, que es lo que han hecho a lo largo de la historia los grandes malos enamorados de todos los siglos. No se dijo: “Maria Lazar, yo te descubrí cuando apenas te miraban, ahora nadie más te podrá mirar.” O: “Eva Hoffman, tú que tuviste que reinventarte, en este dormitorio acaban todas tus permutaciones.” No hizo nada de eso, porque estaba desesperadamente enamorada y era enormemente valiente, y no temía por tanto que sus amores acabasen en otros dormitorios, mimados por unas manos distintas de las suyas. Gracias a eso, individuos que, sin siquiera saberlo, estaban esperando enamorarse, se encontraron mirando entre los reflejos de un escaparate aquello que hay de más parecido a unos ojos: un libro. Y gracias a eso lectores como yo hemos descubierto a Maria Lazar y Eva Hoffman, que hubieran seguido siendo invisibles para nosotros de no haberse tomado Katarzyna, mujer profunda y desesperadamente enamorada, la molestia de vestirlas o hacerlas vestir en mi lengua. Maria Lazar, por cierto, es la escritora “que despedía un intenso olor a hembra” descrita por Thomas Mann, y pese a que Thomas Mann no parecía emplear aquella frase como un elogio, lo cierto es que nada se le puede reprochar a su olfato: la prosa de Lazar es intensamente femenina. En muchas de sus páginas —sobre todo en la descripción de cosas (aparentemente) inertes como espejos o puertas, en Envenenamiento— recuerda a Charlotte Perkins Gilman, o al menos a su célebre relato “El empapelado amarillo”, y también un poco a la Natalia Ginzburg de Y eso fue lo que pasó, pero a mí sobre todo me trae a la memoria a Violette Leduc, la protegida de Simone de Beauvoir, cuya voz, principalmente en La asfixia, alcanza unos agudos (soterrados, casi al nivel de infrasonidos) que sólo he vuelto a percibir ahora, al descubrir a Lazar, y que nos hacen sorprendernos leyendo con las uñas clavadas en las palmas de las manos. Todo lo contrario de lo que sucede con la tierna y delicada Eva Hoffman, que nos mantiene en una especie de suspensión desde la primera página de su libro de recuerdos, Extraña para mí, como si su lectura provocase una ligera fiebre, y para tratarla ella se hubiera propuesto aplicarnos el maravilloso remedio de una de sus frases: “Estar despierta es tan agradable que quiero demorar el momento de perder la conciencia”. Así es como la leemos nosotros, felices, suspendidos entre nuestra vigilia y la de cuanto nos rodea, en ese territorio intermedio de las cosas que ni ya son del todo ni quieren todavía perder la conciencia.

"Espejos de la nada corrige el error del encuentro que nunca tuvo lugar y convierte sus páginas en una maravillosa serie de coincidencias donde Marina Tsvietáieva y María Zambrano se reúnen"

Pero Katarzyna no sólo se conforma con desenterrar páginas olvidadas o desconocidas para nosotros, escritas en la primera lengua que aprendió de niña. Convencida de que “en muchos casos la diversidad cultural y lingüística es más un eslogan que una realidad tangible”, decidió abrir una puerta lateral para que por allí entrasen unos libritos breves, escritos por autores de lengua española, que ofrecieran “una mirada desde aquí” hacia los países del centro y del este de Europa. De los tres libros que ha publicado hasta el momento en esa colección, cuyo encantador nombre es Pequeña Europa, yo me quedo con uno que sólo puedo recomendar encarecidamente, por tratar —con una mirada “desde aquí” que además es un prodigioso “desde allí”— a una de mis escritoras favoritas, María Zambrano: Espejos de la nada: Marina Tsvietáieva y María Zambrano, de Marifé Santiago Bolaños. Esa mirada “desde allí” es mucho más que una mirada al pensamiento de María Zambrano desde las páginas de Marina Tsvietáieva —y viceversa—, con quien tantas cosas tenía en común: es, antes que nada, una mirada inteligentísima desde ese lado de la vida en que la realidad adopta la forma de reflejos, de encuentros de la voluntad y del afecto, de fabulosas e inquietantes sincronicidades. Marina Tsvietáieva y María Zambrano coincidieron en París en 1939, la primera para regresar a la Unión Soviética tras casi veinte años de exilio, la segunda para partir rumbo a un exilio que se prolongaría durante casi medio siglo. Pero, salvo en la luna de los escaparates o en las ventanillas del metro —donde estoy convencido de que tuvieron que confluir sus reflejos—, ambas mujeres no se encontraron durante su estancia en París. Espejos de la nada corrige el error del encuentro que nunca tuvo lugar y convierte sus páginas en una maravillosa serie de coincidencias donde Marina Tsvietáieva y María Zambrano se reúnen “en sus versos, en sus lecturas, en sus pasiones” y también con nosotros, que, como siempre sucede con la buena literatura, asistimos en primera persona al feliz encuentro entre el hombre y el libro. Son poco más de cien páginas que merecen leerse y releerse sin descanso, hasta el borde de esa dichosa extenuación que es también un estar alegremente suspendidos, un sostenerse demoradamente en el hormigueo anterior a la pérdida de la conciencia, que en verdad no se percibe como ninguna pérdida sino más bien como un beso en el corazón.

Quiero encontrarme contigo,
quiero dormir junto a ti, adormecerme y dormir.
Simplemente dormir. Y nada más.
No, algo más: hundir la cabeza en tu hombro izquierdo
y abandonar mi mano sobre tu hombro izquierdo, y nada más.
No, algo más: aún en el sueño más profundo, saber que eres tú.
Y más aún: oír el sonido de tu corazón. Y allí besarlo.

¿Libros que se encuentran con personas y dan un beso en el corazón? Como iba diciendo, las editoriales se parecen a las estrellas en que, bajo el nombre de catálogos, construyen constelaciones, determinan futuros, y, por supuesto, iluminan. Pero a veces no es necesario ser la estrella más grande para liberar una poderosa energía.

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Autora: Marifé Santiago Bolaños. Título: Espejos de la nada: Marina Tsvietáieva y María Zambrano. Editorial: Báltica. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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Lorenzo Luengo

Lorenzo Luengo (1974) ha publicado las novelas La reina del mediodía (2002), El quinto peregrino (2009), Amerika (2009) y Abaddon (2013), la colección del relatos El satanismo contado a los niños (2014) y la primera edición completa en español de los Diarios de Lord Byron.

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