Imagen: collage de Quentin Valois con imágenes de películas de Eloy de la Iglesia.
En la cuarta temporada de Fargo, la creación de Noah Hawley sobre el universo mostrado por los hermanos Coen en su película homónima de 1996, considerada en su conjunto, y casi por unanimidad, una de las mejores ficciones criminales de la nueva narrativa televisiva, Zelmare Roulette (Karen Aldridge) explica de forma meridiana la diferencia entre el forajido y el mero delincuente. Fugada de la penitenciaría donde ella y su amiga Swanee Capps (Kelsey Asbille) cumplían condena, y metidas además hasta el cogote en todos los delitos a los que se han visto abocadas para pagar la deuda que la familia Smutny tenía con unos hampones locales, sostiene Zelmare que ellas son forajidas. A su entender, lo que les diferencia de los simples delincuentes es que ellas viven al margen de la sociedad, cuyas leyes violentan. Sin embargo, los delincuentes viven dentro de esa sociedad cuyas leyes tampoco respetan. Ellas exaltan sus crímenes; los delincuentes procuran disimularlos. De hecho, el primero de los capítulos de esa espléndida cuarta temporada tiene un título elocuente: «Bienvenidos a la economía alternativa». En sus secuencias se nos cuenta cómo los hampones de la Kansas City (Misuri) de 1950, en ese eterno afán de legalizar el dinero, el sempiterno anhelo de la riqueza procedente del crimen, quieren asemejarse tanto a una entidad financiera que incluso proponen a un banco la creación de una tarjeta de crédito. Parece ser que este procedimiento de pago es algo anterior a la fecha propuesta en Fargo, pero en cualquier caso, no es en modo alguno inverosímil que una organización criminal intente poner en marcha una entidad financiera. Nada que ver con el romanticismo del forajido echado al monte, montaraz alzado en armas contra todo y contra todos, consciente de que, más temprano que tarde, él también morirá a hierro.
La mitificación de la que fueron objeto los quinquis por parte de cierto cine español de finales de los 70 y principios de los 80, la rumba flamenca y la rumba catalana, tendía a considerar a estos delincuentes de las barriadas marginales de nuestras grandes ciudades algo así como los forajidos. Puede que la comparación les viniera grande —los quinquis atracaban a las ancianas, robaban los coches de quienes aún los estaban pagando a plazos y abusaban de cuantos podían—, pero no hay duda de que en la pantalla tuvieron su mayor heraldo en el realizador donostiarra Eloy de la Iglesia. Tanto fue así que la figura de este cineasta ha quedado desdibujada en la historia del cine español. Porque el cine quinqui, por mucho que el esnobismo más mostrenco tenga a bien reivindicarlo periódicamente, es la degeneración más execrable del excelente, aunque nunca bien ponderado, cine policiaco español. Su reivindicación no es más que guasa, como esa que tienen quienes califican a Ed Wood como el peor cineasta del mundo y le exaltan por eso.
Niño prodigio de la realización cinematográfica y televisiva, De la Iglesia sólo contaba 25 años cuando llamó la atención por primera vez con Algo amargo en la boca (1969), un drama en la estela de Teorema (1968) de Pier Paolo Pasolini. El italiano fue uno de sus primeros maestros, pero el español no tardó en dejar constancia de la fuerza de su propia mirada en algunos de los mejores relatos criminales del cine de comienzos de los años 70: El techo de cristal (1970), La semana del asesino (1972) y Nadie oyó gritar (1973).
Dichas cintas, además de ser tres de las cumbres del giallo español —ese cine policiaco siempre en la linde de la pantalla de miedo—, dieron un nuevo brío a las carreras de algunos grandes intérpretes de las décadas anteriores. Esos fueron los casos de Carmen Sevilla y Vicente Parra, quienes reclamaron al donostiarra para el relanzamiento de sus filmografías. En efecto, ése fue el motivo de El techo de cristal, sobre la angustia de una mujer, Marta (Carmen Sevilla) que comienza a sentirse abrumada por los inquietantes viajes de negocios de su marido.
A un interés muy semejante obedeció La semana del asesino. Su protagonista es el empleado de una industria cárnica, Marcos (Parra) quien, accidentalmente, da muerte a un taxista y se verá abocado a varios asesinatos para intentar deshacerse del primer muerto. Que, empero la escabrosidad de semejantes argumentos, actores en la pantalla autóctona pretérita del prestigio de los referidos encomendasen a De la Iglesia el relanzamiento y la modernización de sus filmografías nos demuestra la calidad del trabajo de este cineasta.
Lo malo fue que, a finales de esa misma década, el donostiarra, junto con José Antonio de la Loma —a quien debemos algunos de los grandes títulos del Spanish noir de los 50 y 60—, se convirtió en el máximo representante del cine quinqui. Llegaron entonces películas como Navajeros (1980), Colegas (1982) o las dos entregas de El pico (1982 y 1983). Puesto a dar cuenta de las miserias de esa nueva delincuencia juvenil, que tuvo en la droga su principal azote, el mismo Eloy de la Iglesia —que buscaba a sus actores para aquellos filmes entre jóvenes de experiencias muy parecidas a las de los personajes que interpretaban en la pantalla— cayó en la toxicomanía. El deterioro de su vida a partir de entonces acabó afectando a su obra.
Corría 2017 cuando el fotógrafo Pedro Usabiaga —uno de los más destacados retratistas de actores y de la moda de nuestro país— comisarió una exposición en San Sebastián con la que la ciudad quiso rendir homenaje a su cineasta. Preguntado al respecto, no dudaba en señalar lo destructiva que fue la relación del director de Navajeros con José Luis Manzano, un joven de la UVA de Vallecas —uno de los barrios madrileños más castigados por el paro juvenil a finales de los años 70— que De la Iglesia convirtió en su quinqui por excelencia. Bien es cierto que Manzano debió de ser el único protagonista del cine quinqui que no tenía antecedentes penales —ni estudios primarios— cuando interpretó a El Jaro en Navajeros. Empezó a ser conocido por la policía después de haberse estrenado como actor, cuando fue condenado por primera vez por atracar a un peatón en la Gran Vía madrileña. Sólo contaba 29 años cuando fue hallado muerto en el domicilio de Eloy de la Iglesia. En su cadáver se encontraron restos de heroína.
El realizador nunca ocultó su homosexualidad. Es más, fue uno de los primeros cineastas españoles que aludieron a ella abiertamente en sus películas. Esa fue la causa de que La semana del asesino sea una de las cintas que más cortes sufrió por la censura franquista en toda su historia. Tanto es así que en las copias españolas —que no en las que conocieron distribución internacional— no se hace referencia alguna a la relación homosexual que mantiene su protagonista con un joven burgués.
Al igual que su admiración por Stanley Kubrick, que puso de manifiesto en Una gota de sangre para morir amando (1973), uno de sus filmes más singulares, otra de las cosas que De la Iglesia nunca ocultó fue su militancia comunista. Sobre esa concepción marxista de que los pobres no pueden elegir otro destino que el que les ha tocado en suerte, y por eso hay algunos que se hacen delincuentes, pivotó todo su cine quinqui. Puesto a buscar intérpretes para aquellos dramas, recorrió los barrios marginales de Madrid —igual que Pasolini hiciera años atrás en los de Roma— en busca de jóvenes lumpen que supieran por su propia experiencia de las miserias de la toxicomanía. Fue tanta su entrega que no dudó, llegado el momento, en meter a delincuentes juveniles en su propia casa. Cuando la policía iba a detenerlos, salía a relucir el nombre del cineasta. Los productores, que otrora no escatimaron medios a Eloy de la Iglesia —su cine, incluido el primer quinqui, les dio mucho dinero—, dejaron de confiar en él. La crítica le perdió el respeto y el resto de la profesión dejó de considerarle. Verdaderamente, es muy difícil trabajar con un yonqui.
“Eloy de la Iglesia fue un personaje muy molesto para todo el mundo, para todos los partidos políticos y en todos los momentos”, apuntó con motivo de la exposición Usabiaga. “Fue molesto para el franquismo, fue molesto durante la transición, porque El diputado (1978) era una película en la que José Sacristán recreaba a un político de izquierdas y homosexual que tenía un amante jovencito. Y fue molesto cuando se metió en la droga y presentó al hijo de un guardia civil junto al de un abertzale en El pico”.
Así fue como el niño prodigio que con veinte años ya había escrito, dirigido o producido una cincuentena de títulos para televisión acabó siendo uno de los malditos del cine español. Tras una adaptación de La estanquera de Vallecas estrenada en 1986, se mantuvo retirado hasta que en 2003 rodó Los novios búlgaros. Murió prematuramente tres años después, cuando el recuerdo de su último derrotero pesaba más sobre él que la innegable calidad de sus relatos criminales.
De hecho, han sido los cinéfilos, que no el cine oficial, quienes han comenzado a reivindicarle con ahínco dentro del paquete de esa revisión fascinada de la que es objeto el cine quinqui por parte de los aficionados más jóvenes, los veteranos no tanto. Ellos, las nuevas generaciones, son los que han empezado a aplaudir cintas como Una gota de sangre para morir amando. Ambientada en una Madrid futurista, sus secuencias nos presentan a una pandilla de delincuentes juveniles y a una enfermera, encarnada por Sue Lyon.
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