Están llenas las terrazas en la desembocadura de la madrileña calle de Ruiz, sita en pleno corazón de Malasaña, con la plaza del Dos de Mayo en frente. Los hosteleros combaten los efectos económicos del coronavirus sembrando las aceras de mesas y de estufas de gas mientras sus clientes, serenos y abrigados, beben cerveza y vino, comen patatas fritas y aceitunas verdes y celebran una función urgente, precaria y limitada de lo que fue la vida antes del SARS-CoV-2. Hace cuarenta años, el paisaje no hubiera sido tan apacible. En esa misma calle, podrían aparecer unos Guerrilleros de Cristo Rey y liarse a hostias con la tropa porque sí, sin más. A pocos metros, un grupo de rockers se estaría zurrando de lo lindo con otro mods y, en los alrededores del monumento a Daoiz y Velarde, raro sería no toparse con algún iraní vendiendo heroína.
Iñaki Domínguez (Barcelona, 1981), licenciado en Filosofía y doctor en Antropología cultural, ha plasmado en Macarras interseculares (Melusina, 2020) la historia callejera, marginal y verdadera de la capital del Reino de España entre 1965 y la actualidad: en las páginas de su ensayo habitan, entre otros, neonazis, raperos, grafiteros, pijos, heavies o gitanos, bandas como los Ojos Negros, la del Triángulo o la Panda del Moco y nombres propios como Dum Dum Pacheco y El Francés. El autor de este ensayo ha hecho unas setenta entrevistas para trazar un mapa de un mundo violento, oculto, ocultado y apasionante. Zenda conversa con él en La Manuela, un bar con pedigrí de la calle San Vicente Ferrer fundado en 1979 que todavía no se ha convertido en un Taco Bell ni en un tugurio hipster de esos que venden cereales de colorines.
—Hace tres años, Íñigo Errejón me dijo que los libros de autoayuda le parecen “criminales”. Usted tampoco les tiene mucho cariño…
—Los libros de autoayuda forman parte de un fenómeno cultural amplio que consiste en habitar la representación, en creer que la representación moldea la realidad. Entonces, lo que te dice la autoayuda es que la realidad se modifica cuando cambias tus ideas. Yo digo lo contrario: es precisamente transformar la realidad lo que modifica tus ideas. Como diría Marx, las relaciones sociales son la base de la conciencia, y no la conciencia la base de la realidad material. Digamos que, para mí, la autoayuda es una ideología neoliberal que consiste en narcotizar a las personas para que ellas, en lugar de transformar su realidad, la acepten y vean el mundo de color de rosa. Este fenómeno no sólo tiene que ver con la autoayuda, sino con muchísimas cosas. Por ejemplo, las personas trans, el feminismo queer… la idea de que da igual lo que tú material o biológicamente seas, que eso no es lo importante, sino la representación que haces de ti mismo. O el arte abstracto, donde ya no tienes en cuenta al referente, sino que son tus ensoñaciones mentales y tus fabricaciones estéticas subjetivas. Entonces, ahora se está dando más importancia a la subjetividad, que es una forma de narcotizar y, para mí, es la base de Matrix. Vives en la esfera de las fantasías y, al estar narcotizado con tus propias fantasías, no transformas la realidad y, por tanto, eres más fácilmente explotable por las élites económicas.
—En Cómo ser feliz a martillazos. Un manual de antiayuda, señala que “la resiliencia es un concepto absurdo por varias razones”. Raro es no escuchar un día a un político y que no hable de “resiliencia”. En el ránking de palabras vacías más usadas por diputados, tertulianos y derivados, estará ahí ahí con “empatía” o “tolerancia”.
—“Tolerancia” o “empatía”, para mí, son más aceptables. “Resiliencia” es, básicamente, “adaptación”. Es el estoicismo. Hay que entender que los primeros libros de autoayuda son los estoicos. Y es muy interesante, porque pertenecen a un periodo histórico muy similar al actual. El gran éxito de los estoicos se produce durante una globalización, porque hay unas conquistas de Alejandro Magno en Asia y, previamente, en Grecia, por parte de su padre. Se rompe la polis antigua, que te daba unas normas para conducirte en la vida y seguridad en ti mismo, y entonces necesitas un tipo de guía de la vida para poder moverte en el mundo. ¿Qué pasa hoy? Algo muy similar. Vivimos una era de globalización en la que la comunidad tradicional se ha roto, tienes unas referencias estadounidenses, de Hollywood…
—De Netflix.
—Exactamente. Y necesitas algún tipo de guía para saber cómo conducirte en el mundo porque ya no tienes un cura que te diga lo que hay que hacer, un padre… Aparte, la estructura familiar tradicional se ha roto y vivimos cada vez más aislados en esas pequeñas células que, poco a poco, se convertirán en espacios seguros, y esos espacios seguros serán como Matrix: vivirás sólo escuchando lo que te interesa escuchar, percibiendo lo que te interesa percibir y, mientras tanto, alguien estará sacando partido a eso, precisamente, en el mundo material. Yo creo que, en el futuro, viviremos en una sociedad dividida entre élites que vivirán en el mundo material, en la naturaleza, y oprimidos o masas de personas que vivirán en un mundo virtual.
—Centrémonos en su último libro, Macarras interseculares. En primer lugar, ¿qué tienen que ver los macarras con las caballas?
—Estaba leyendo un libro de antropología sobre los proxenetas afroamericanos de los setenta en San Francisco, y entonces vi que el termino “mack”, que en EEUU se usa con los proxenetas afroamericanos, viene del francés “maquereau” a través de Nueva Orleans, que entonces era una de las pocas ciudades francófonas estadounidenses. A mí me sonó a “macarra”: España está muy cerca de Francia, hay contagio cultural a través de la frontera y “macarra”, en español, es básicamente “proxeneta”. “Rufián” es otra palabra similar que viene del italiano y también significa “proxeneta”. Con el tiempo, tanto “rufián” como “macarra” han venido a significar, despectivamente, una persona callejera, que conoce las calles, que es violenta, que tiene pocos recursos intelectuales… A día de hoy, este concepto ha cambiado mucho. De hecho, el macarra casi que es un modelo a seguir. Todas las estrellas de trap, o Rosalía, referentes de la cultura pop en España imitan la estética macarra. Que te digan “macarra”, ahora mismo, es más un halago que un insulto.
—Sin embargo, usted no cree que le calce tan bien el calificativo “macarra” a gente como Rosalía o C. Tangana.
—Es un fenómeno similar al de la autoayuda: en vez de cambiar la realidad material, tienes que pensar en positivo. En el caso de las estrellas, en vez de ser macarras de verdad, materialmente, que hacen atracos o se pegan en las calles, creen que adoptando esa estética se van a convertir en un macarra real. Eso es muy posmoderno, propio de la autoayuda y de las estéticas trash. Los modernos dominantes son los que juegan a ir de macarras. Aun así, es la primera generación de modernos que no se toman en serio, que no se confunden con su identidad de consumo. Es decir, un rocker o un mod se cree que es rocker o mod de verdad. Hoy en día es un cachondeo. Hay gentes de clase media que son estilistas, diseñadores, que no son macarras en absoluto ni se lo quieren creer, visten como macarras de modo frívolo e irónico, siendo muy conscientes de la diferencia que hay entre su identidad real, más íntima, y su identidad de consumo, callejera, social.
—¿Con cuántos “macarras interseculares” ha hablado?
—He hablado con 70 personas. Algunas eran “macarras interseculares” y otras no.
—¿Y ha encontrado algún patrón, algo que una, por ejemplo, a Dum Dum Pacheco con Punkito?
—Sí: que les han pegado desde pequeños. A Dum Dum Pacheco le pegaba su padre. Él mismo cuenta cómo le dio una paliza por haber llegado tarde cuando tenían que traer cemento para poner un muro en la propia chabola en la que vivía. La violencia era una cosa muy normal en España. Cuando llegué a España en el 90, yo venía de Holanda, el profesor te pegaba si no sabías hacer bien la división. Lo que podían tener en común Dum Dum Pacheco y Punkito es que, desde pequeños, les pegaba el profesor, su padre, su madre, la policía, los macarras de su barrio… Eso te educa en la violencia. Hace que no tengas miedo a la violencia. Eso te convierte, en cierto modo, en un macarra: estás dispuesto a pegarte con alguien más grande que tú. Los grandes macarras tienen que aceptar que les van a dar a ellos. Y muchas veces les pegan a ellos, porque siempre hay un tipo más fuerte que tú.
—Escribe que los límites “entre el macarra y el criminal —incluso el mafioso— son difusos”.
—Lo que he buscado es al macarra callejero, pero hay tanta información y tanto contexto que me interesaba introducir elementos diversos. Los macarras más duros son interbarriales: tienen relaciones con otros como si fuesen una élite, una especie de All Star de grupos callejeros. En el rap era muy común. Los grandes macarras se reconocen unos a otros, se agrupan entre sí y son pocos. Son realmente duros y se conocen entre sí pegándose: si tú te pegas con un tío y es un cagón, le extorsionas y te sirve para aprovecharte de él, pero si el tío se defiende y es bueno, te interesa ir con ese tío, y te acabas haciendo amigo. ¿Qué pasa? Que cuando subes a un nivel de delincuencia profesional, lo que es mover coca en más cantidades… el grupo es aún más pequeño, más elitista, y se conocen todos. Es un mundo muy endogámico y todos esos son macarras, pero que han subido a un nivel más peligroso, más lucrativo y con más riesgos. Las muertes se dan. Y son más asiduas de lo que algunos creen.
—Alguien le cuenta que en Ventas, La Elipa, Usera y Vallecas había que tener cuidado, porque “había navajas por todas partes”. “La gente hoy —le dice otro— no puede ni llegar a concebir el nivel de violencia que había en los noventa. O eras fuerte de cojones o te comías la mierda”. ¿Por qué el ecosistema era tan violento?
—Porque era un ecosistema real, para empezar. La biología humana es violenta. Somos agresivos. Cuanto más urbanizas el terreno y cuanto más civilizas, entre comillas, menos violento es, pero también es más irreal. Vives en un mundo que no es del todo real: la materialidad física está asociada a la violencia. El dolor es una manera de comprender el mundo y también de aprender cosas: tú recibes un golpe en una circunstancia concreta, y aprendes a no cometer el mismo error. Entonces, en España, en las sociedades precapitalistas, concretamente, la violencia se empleaba para resolver problemas, para aprender, enseñar y demás. La violencia estaba en las casas: el hombre podía pegar a la mujer, pero la mujer podía pegar al hijo, el hermano se peleaba con el hermano y la hermana… Luego, es curioso cómo esa violencia puede adoptar una determinada estética globalizada, como tribus urbanas. Es un poco absurdo, ¿no? Los skins en los noventa eran muy peligrosos. En la primera mitad de los noventa, si ibas con pelo largo, te podían dar una paliza y te podían matar.
—Hablando de skins, ¿cómo es eso de que algunos punks “de crestas verdes” terminaron convirtiéndose en neonazis “todo rapados, con esvásticas en la moto”?
—No sólo eso: a los primeros lugares de skins de Madrid, como el famoso Porrones, iban punkis también. Siempre se ha dicho que había un par de míticos Ultra Sur con cresta punkis, algo que me ha corroborado un miembro del grupo. Los punkis y los skins, originalmente, iban juntos en los ochenta. Luego, en los noventa, los skins tendieron muchos hacia el fascismo, y los punkis y los skins empezaron a no poder verse. Pero, originalmente, muchos skins y punkis iban juntos. Además, escuchan una música similar: el oi es una forma de punk.
—Uno de sus informantes dice que “ser de la calle es una actitud, ser de la calle no te lo da el dinero, ni nada”. Y ahí están los macarras pijos, uno de los grupos más sorprendentes de su libro.
—Siempre que he oído que una persona con dinero se metía en ambientes macarras o callejeros, me resultaba fascinante. Entonces, preguntando a mis entrevistados por los pijos macarras, me hablaron de la Panda del Moco, “los míticos pijos chungos”. Me flipé y me obsesioné con la Panda del Moco durante meses. Gracias a Dios, en un foro cutre aparecían la Panda del Moco y el nombre de El Francés, que fue uno de los fundadores y que ahora es colega mío (risas). A través de él, tuve mucha información fascinante sobre la Panda del Moco, unos pijos que, a partir de 1980, llevaban New Balance, que acababan de salir, se paraban en el Vips de Paseo de La Habana, llevaban camisetas Caribbean, que sabían Full Contact y que eran realmente violentos. El mito decía que, de algún modo, eran predecesores de los Miami. De hecho, conocían a algunos de los primeros Miami. En el fondo, son como los Cobra Kai de Karate Kid. Los Cobra Kai, los pijos malos de Los Ángeles, eran una especie de figura global: en los setenta, se habían puesto tan de moda las artes marciales con Bruce Lee que a lo largo y a lo ancho del mundo surgió el interés por eso. Además, el mundo facha tenía casi todos los gimnasios, y era una manera de los pijos de derechas de decir: “Es la Transición, ahora viene la guerra en las calles, nos van a quitar los privilegios, y nosotros vamos a hacer artes marciales y nos vamos a pegar con los macarras y con quien haga falta para que no nos quiten los privilegios”.
—Pasemos de los pijos a los gitanos, que no salen muy bien parados en el libro.
—Hay ciertos comentarios por parte de ciertos informantes que hablan mal de ellos, sí. Hay ciertos clanes que tienen mala fama entre los propios drogadictos, que son los que hablan en el texto. Entonces, la perspectiva de los drogodependientes que iban a la Cañada Real sobre ciertos clanes es muy negativa. Eso no hay que extrapolarlo al resto de la comunidad gitana, evidentemente. Yo fui en una ocasión a los poblados de la droga, y eso es el pasaje del terror. Da miedo, da pavor. Aun así, yo conozco a gente que va asiduamente ahí. Gente normal, de clase media. Pero vamos, yo no volvería.
—Es interesante lo que le dice MC Randy sobre cómo los medios informaban de las tribus urbanas, en concreto, sobre la televisión, que “mostraba a los neonazis como los únicos agresores y vencedores (…), cuando lo cierto es que las cacerías ocurrían en ambas direcciones”.
—Eso es fascinante. Si no tienes contacto con estos fenómenos, como el 99% de los casos, tienes una narrativa que decía que los skins neonazis pegaban a todo el mundo, y esto ocurría, de hecho. Pero nadie sabe que ocurría al revés: nunca llegaron a matar a nadie, creo recordar, pero había “cazas” por parte de afrodescendientes y raperos, sobre todo, y también punkis y sharperos, contra los neonazis. Me parecía muy importante reflejar eso en el libro porque en la narración mediática no aparecía. Además, era bastante negativo: tú, al fomentar este tipo de representaciones de “cazas” de nazis contra gente vulnerable, estabas creando una ola de nuevos crímenes. Ese tratamiento sensacionalista puso de moda totalmente el ser neonazi y dedicarse a eso. Tampoco se sabe que algunos de los afrodescendientes que luchaban contra los neonazis eran verdaderos atletas, grandes púgiles. Eran unos enemigos formidables. En Madrid había grupos como los Color Power, que se hicieron militares, paracaidistas, y luego grupos como los MTR, los MV, etcétera, etcétera, raperos que eran enemigos de neonazis y plantaban cara.
—Para terminar, va una pregunta retórica: ¿ha vivido alguna situación comprometida?
—Pues sí (risas). Tampoco tantas. La más comprometida fue en un narcopiso. Estaba grabando abiertamente y, en un momento dado, me robaron la grabadora y tuve que recuperarla gracias a una entrevistada. Fue comprometido, hubo un poco de tensión, porque estuve atrapado en una casa. No eran grandes matones. Si había que pegarse, me hubiera pegado. Pero dentro de la casa, sin poder salir, sin poder abrir… en un momento dado, tuve bastante angustia. Aun así, en general, es más el miedo que tienes antes de hablar con la gente que cuando hablas con ellos. Ha sido una experiencia muy interesante. Creo que el periodismo, los libros y demás deben dejar de sustentarse en Internet y se tiene que hacer trabajo de campo. Es más satisfactorio y más lucrativo a nivel personal. Las historias que te cuenta la gente son absolutamente espectaculares.
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