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Lidia Bravo y La muerte de Christopher Reeve - Zenda
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Lidia Bravo y La muerte de Christopher Reeve

La “extranjera”, asaltada por una realidad que la desborda, quedará expuesta: sólo intemperie donde se proyectan, al mismo tiempo, recuerdos, historia, mitos a los que ella interpela, no buscando una explicación, ni encontrándola; acaso sólo voz, o eco de una lucha cuerpo a cuerpo que tiene lugar, también, en el lenguaje. Zenda publica dos fragmentos...

“De corte elegiaco, vivo, original”. Así definió el jurado La muerte de Christopher Reeve (Pre-textos, 2020), de Lidia Bravo, obra merecedora del XXXIV Premio Unicaja de Poesía. Se trata de un único poema que despega el día del fallecimiento del actor que encarnó a Superman, rumbo a lo desconocido. Un último vuelo rasante, apegado a lo humano, canto y cuento sobre el naufragio de una mujer cualquiera que pretende empezar de cero en un territorio hostil, el de la gran urbe, donde tendrá que enfrentarse a los monstruos de la precariedad y la supervivencia cotidianas.

La “extranjera”, asaltada por una realidad que la desborda, quedará expuesta: sólo intemperie donde se proyectan, al mismo tiempo, recuerdos, historia, mitos a los que ella interpela, no buscando una explicación, ni encontrándola; acaso sólo voz, o eco de una lucha cuerpo a cuerpo que tiene lugar, también, en el lenguaje.

Zenda publica dos fragmentos de La muerte de Christopher Reeve

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Fue el día que murió Christopher Reeve
y yo acababa de empezar de cero
por más que ahora resulte tentador
partir por la mitad la coincidencia:
perder primero al héroe de niñez,
primer amor y luego,
como si no importara,
lo demás.
Que ya no me pillara aleteando
la noticia en el quiosco extranjero
—tanto final para una tarde sola—
sujetada con pinzas a un cordel,
latiendo allí,
como un corazón vivo
o un pájaro caído en una trampa
anterior al lenguaje,
la rojísima S salvadora
y Superman camino de los créditos.
Veinticinco años antes, salíamos
del cine de la mano
a toda prisa en dirección contraria
a un desfile de árboles muy altos
contra un cielo aún más alto,
a tope de color y de volumen
—no caigas en la trampa—:
tú podías pasar por esa calle,
y la calle, qué increíble,
se quedaría donde estaba,
quedarían atrás las escaleras,
el ascensor que iba al sexto piso.
Allí continuarían existiendo
al cerrarse la puerta de la casa.
Ser un descubrimiento en carne y hueso
y comprobar que el mundo estaba fuera,
cuerpo de niña ahora frontera en el espejo,
y yo entera sin mundo y ese momento exacto
disparando en el pecho.
De haber tocado fondo aquella niña
le habría arrancado un montón de tierra
a la palabra mar.
Aún de sus pulmones se siguen escapando
nombres vivos. Y vistas desde aquí
las palabras están llenas de animalillos sueltos.
Hasta el último aliento los diré,
uno por uno, deshojando el idioma
de las cosas heridas,
del árbol que está enfermo y no lo sabe,
de los peces que sacan a mujeres
de la cama, de casa,
de ciudades ancladas a su centro,
laberintos en medio de la noche,
a galope, arrastrándolas por calles
que alguna vez frenan su curso
y saltan a tiempo al agua.
Tú vas a convertirte en extranjera;
para huir de una cama, de una casa,
de una ciudad en medio de la noche
es preciso ser ese pez pequeño,
no tener pies, brazos,
y la cabeza arriba, ser el pez,
el unánime impulso de su cuerpo,
delirio mínimo de la corriente.

(…)

Ha llegado a la ciudad la extranjera
pero la calle, el ascensor, el piso,
no seguirán allí cuando cierre la puerta.
Todo se precipita, se va poniendo en pie,
—al final del pasillo, en el refugio,
peor que platillos volantes,
las cacerolas vacías que se dejó atrás su abuela—.
La realidad hace guiños, inesperada,
se la va inventando
o acaso coincide en todo con ella,
que sí, que sí, le sigue la corriente
y el tiempo va y se derrumba,
también es la extranjera que huye,
los dos son uno y lo mismo,
con el pasado, aturdido
y el futuro moribundo
atados al oráculo.

Toca tierra con la cola, con las manos,
ha bajado la marea,
aquí las cosas funcionan
y llegan en manada
las extranjeras, sin saber
que están naciendo de nuevo,
que aún no son cuerpo sin un mundo,
sino nubes que pasan,
ritmo del tráfico en la hora punta,
prisa de los que suben
escaleras mecánicas,
las adolescentes que cuchichean
en la clase de las once,
parones y pitidos,
cierto episodio del Mahabhárata,
la voz tan ronca de la dependienta,
los números que marca
para alquilar un cuarto.
Todo la enumera y la desconoce,
y la pierde y la va creando
—la va creando, la pierde—
dentro de un himno que no existe
o acaba de explotar en mil pedazos.

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Lidia Bravo (Málaga, 1975) dice encontrar poesía en lo cotidiano y en lo extraordinario, en todo lo que “no se rinde fácilmente ni se deja aniquilar”. Licenciada en Periodismo por la Universidad de Málaga y en Arte Dramático por la ESAD de esta misma ciudad, se especializó en Producción Audiovisual por la Universidad Complutense de Madrid y, becada por La Caixa, en Política y Gestión Cultural en City University, Londres (ciudad donde trabajó para Tate Modern y Tate Britain). Es autora también de los poemarios Las enamoradas (Pre-textos, 2004) y Perder la muerte (Puerta del Mar, 2006).

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Autor: Lidia Bravo. Título: La muerte de Christopher Reeve. Editorial: Pre-Textos. Venta: Todostuslibros y Amazon

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Laura di Verso

Leo poesía, con o sin rima. Y me gusta que me cuenten cuentos. Frecuento las redes, poco, desde marzo de 2020, como @lauradiverso.

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