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El don de vivir: paréntesis entre dos nadas. Conversación con Francisco Brines (II) - Zenda
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El don de vivir: paréntesis entre dos nadas. Conversación con Francisco Brines (II)

Era un grupo íntimo e intergeneracional. Éramos Vicente Aleixandre, el gran patriarca de la poesía y de la amistad, Carlos Bousoño y Pepe Hierro, de la generación anterior, y Claudio Rodríguez y yo.

Zenda publica, en dos entregas, esta larga conversación aparecida originalmente en el número 9 de la revista Campo de Agramante entre el crítico Santos Sanz Villanueva y el poeta Francisco Brines, recientemente galardonado con el Premio Cervantes.

***

—¿Se podría decir que tú eres el más “moderno” de tu generación? Igual digo una bobada y estoy dispuesto a reconocerlo ya mismo si te lo parece. Te hago este comentario pensando en algunos poemas tuyos como “Plaza en Venecia” (aunque aquí la referencia no pase de una mención local), “Virgilio en Trápani”, “Amor en Agrigento (Empédocles en Akragas)”, o un homenaje a Brunelleschi, “SS. Annunziata”…

—Sí, sí, ya veo…

—Parecen poemas “novísimos”. Y hasta pre novísimos, porque figuran en Palabras a la oscuridad, libro de 1966. Podría decirse en broma que eres el primer poeta “novísimo”. Casi el fundador de la nueva poesía de finales del franquismo. ¿Te parece que me equivoco o exagero?

—Prefiero matizar. Los novísimos se caracterizan por el culturalismo. Un grupo, no todos los poetas de esa edad, porque hay otros que fueron marginados en aquel momento por militar en otra estética pero que luego han destacado. También los novísimos han evolucionado. Y hay poetas como Juan Luis Panero, de esa generación, que nunca fueron novísimos porque no les interesaba el esteticismo tan abrumador que se respiraba.

"El culturalismo, en mi poesía, está en función de mi vida más concreta que es lo que a mí me interesa. A mí me importa la poesía porque me importa la vida"

El único precedente que puede encontrarse en mi libro es que la cultura está muy directamente presente en algunos de los poemas pero es una cultura en función de la vida. Esa es la diferencia que existe entre la poesía de Palabras a la oscuridad y el venecianismo. Gimferrer y Carnero escriben libros hablando de Venecia y no conocían Venecia. Es válido, pero yo soy incapaz de escribir ni un solo verso descriptivo si no conozco el lugar. Tengo que haberlo vivido. El lugar no me interesa por la cultura, y muchas veces la cultura incluso se oculta en el poema; me interesa en función de lo que yo busco, de lo que el poema debe desvelar, y que tiene interés existencial. Es una diferencia entre lo que hacen los novísimos y lo que hago yo o lo que intento hacer. Mi libro se publica un año en que se publican otros muy buenos libros. Ese año aparece Arde el mar, de Gimferrer, de un culturalismo extraordinario y marcó una pauta; también el libro más importante de un gran poeta exilado cubano en Madrid, Gastón Baquero, Memorial de un testigo, que es un libro excepcional, culturalista, pero a la vez hondo, hondísimo. Sin embargo, ese libro nada superficial no tuvo críticas. En parte porque era cubano, anticastrista, un “gusano”, en parte, no sé, porque no estuvieron diligentes los críticos de poesía. Lo cierto es que celebraron Arde el mar y el otro libro pasó desapercibido y creo que era el libro verdaderamente a seguir. Pero, a mi modo de ver, aquel año, como digo, fue un año muy bueno: La memoria y los signos, de Valente, Moralidades, de Jaime, en México, el mejor libro también de García Nieto, Memorias y compromisos. A mí me dieron el premio de la crítica por Palabras a la oscuridad, pero los libros preferibles para mí de aquel año son Moralidades y Memorial de un testigo.

La novedad a la que te referirías en aquel libro mío es que aparece en un momento de excelentes libros, con cambios fuertes. Y ahí ya se muestra la voz que me definiría. El culturalismo, en mi poesía, está en función de mi vida más concreta que es lo que a mí me interesa. A mí me importa la poesía porque me importa la vida. Y me importa la poesía que me devuelva aquélla más intensamente, o que me la haga más inteligible o que me descubra mi propia ética, en fin, muchas cosas que te puede dar la poesía agazapada en su “fermosa cobertura”.

—Por la época de que hablamos se produjo una ruptura entre los poetas consagrados y maduros y los nuevos que iban apareciendo en aquel entonces. Incluso José María Valverde dedicó un poema muy ácido, aunque humorístico, a los que entonces aparecían. Primero, les daba un toque de atención: “Compañeros, poetas del futuro, / sed buenos con nosotros”. Y acto seguido les advertía de su juvenil petulancia: “Pero si sois benévolos, hermanos, / y encontramos merced en vuestras manos, / por ese corazón os querrán bien / poetas de otros siglos más lejanos: / ¡y buena falta os puede hacer también!”. Valverde revela una fractura muy fuerte con la nueva oleada. Tú, en cambio, escapas de esa muerte del padre porque has sido respetado y ensalzado por los jóvenes. Por tu parte, les has correspondido. Has dedicado poemas a Carnero, Villena, Talens, Siles, José María Álvarez. Y has mantenido amistad con estos y otros poetas de la nueva sensibilidad. ¿Será esto algo más que una anécdota en las relaciones personales y tendrá que ver quizás con tu, digamos, modo de estar en la misma poesía?

"Todo poeta o escritor personal es un artista diferente porque se diferencia de los otros en algo que hace que no lo confundas con ellos"

—Para mí la relación amistosa es muy importante. Tengo como amigos poetas que como poetas no son relevantes e incluso flojos y soy muy amigo de ellos. Y a lo mejor hay poetas más que notables que yo leo con mucho placer y que son muy buenos poetas y prefiero no tratarlos. Distingo las dos cosas. Como poeta, tengo mis propias limitaciones, como todo el mundo. Como lector procuro tener las menos posibles. Como lector soy mucho más amplio que como creador. Como escritor soy mucho más limitado porque las limitaciones se me imponen. Como lector trato de entender a los demás, de estéticas muy diferentes a las que a mí más me interesan. Lo cual no quiere decir que todos me interesen por un igual. Pero tengo la obligación, como la tiene, por ejemplo, un miembro de un jurado de un premio poético de valorar no sus propios gustos sino objetivamente el libro que lee, de estimar la calidad de aquello en la tendencia en que está. Es lo más natural del mundo, que un poeta tenga entre los poetas muy buenos y numerosos amigos.

—Te interesa distinguir el mérito intrínseco, la originalidad.

"La poesía ha estado en el pasado siglo más cerca de la filosofía. Me refiero a la filosofía que se hace hasta Heidegger, y hasta Ortega o el existencialismo, no siempre después"

—Lo original en el buen sentido de la palabra porque yo creo que la originalidad es un concepto que ha hecho mucho daño en el siglo XX, sobre todo en las artes plásticas. Se ha fundamentado el valor de las obras en lo original, y original es el que es original. Yo creo que hay que destacar la personalidad más que la originalidad. Todo poeta o escritor personal es un artista diferente porque se diferencia de los otros en algo que hace que no lo confundas con ellos. Y en las artes plásticas la originalidad bebe en las ocurrencias y hay ocurrencias acertadas pero hay ocurrencias muy desgraciadas y hemos llegado a eso, a que cualquier cosa, cualquier cosa se puede exponer con tal de contar con una sala para hacerlo. Al exponerlo ya es arte. ¿Es arte? Dudoso. Será arte si te emociona. Si te emociona y tú tienes la sensibilidad adecuada para valorar lo plástico. Creo que esto no ha ocurrido tanto en poesía como ha ocurrido en la pintura, que es muy…, cómo diría yo, muy ornamental, muy escasa en ocasiones, muy decorativa, digamos. Yo prefiero otros intereses, me acerco más al hombre, yo creo que el hombre es la medida de todas las cosas. Ha ocurrido también con la música. Estamos asistiendo a un siglo, el siglo XX, que ha sido prodigioso en un sentido, y es que podemos gustar de las estéticas más diversas, podemos gustar del arte prehistórico, del medieval, del renacentista, del barroco, del romántico, del naturalismo… y eso en todos los campos. Esa posibilidad es causa de un resultado curioso. Por ejemplo, en música estamos más cerca de la música de Beethoven, de la música de Mozart o de la música del XVIII de Vivaldi o de la música gregoriana que de la música de nuestros contemporáneos, que han hecho investigaciones de toda índole y han marginado casi por completo la melodía. El día que vuelvan a descubrirla van a dar un salto que se van a golpear contra el techo porque habrán encontrado el corazón de la música. Porque la melodía es la que habla a la persona.

Bueno, pues eso no ha ocurrido con la poesía, con la literatura, porque la literatura tiene como instrumento la palabra, y la palabra siempre conlleva significación, a veces muchas significaciones, y la significación se va precisando según la connotación de las palabras que la acompañan. Se le pide a aquello significación plena. Cuando en la primera guerra europea se produce el dadaísmo, que es una ruptura del arte que a su vez era la metáfora de la guerra destructora que estaba sucediendo, aunque era tan sólo un símil, porque no había guerra en Zurich, en donde estaba ocurriendo esa experiencia, pero era la metáfora de la destrucción, y para empezar de nuevo pensaban que había antes que destruir. Eso se intentó también con la literatura. Al mismo tiempo que en un saquito depositaban formas recortadas y luego las tiraban sobre una mesa y observaban si aquello tenía una organización formal (en arte podía ocurrir), Tristan Tzara hacía lo mismo con palabras recortadas y echadas azarosamente y aparecía el caos, y aquello no prosperó. La poesía ha creado el surrealismo, que ha metamorfoseado mucho las significaciones y ha llegado hasta un límite, pero no ha traspasado ese límite. Lo ha hecho si era malo, pero si era bueno no. La poesía ha estado en el pasado siglo más cerca de la filosofía. Me refiero a la filosofía que se hace hasta Heidegger, y hasta Ortega o el existencialismo, no siempre después. En la filosofía ha importado un elemento esencial, el tiempo, que es el componente que ha desaparecido de las vanguardias plásticas y de la vanguardia musical. En éstas no hay tiempo. Sí lo hay en la literatura. Creo que no ha habido época en que haya estado tan distanciado el recorrido de la literatura y la filosofía con respecto a la música o la pintura.

—Las referencias y otras dedicatorias de tus poemas que antes recordaba dan de ti un perfil un tanto de poeta intergeneracional. Tuviste gran relación con Vicente Aleixandre. Amigo íntimo tuyo es Carlos Bousoño. Tienes poemas dedicados a Hierro, Quiñones, Claudio Rodríguez, Caballero Bonald, Ángel González… ¿Cómo te has relacionado personal y literariamente con estos poetas?

"Las grandes novelas son eso, tiempo. Es que la existencia nuestra es temporal. Nosotros dejamos de existir cuando ya el tiempo se ausenta de nuestra carne. Somos tiempo"

—Una cosa es el grupo generacional, con quienes siempre me llevé bien, y otra el grupo amistoso de los poetas que, por vivir en Madrid, nos buscábamos y veíamos con frecuencia. Era un grupo íntimo e intergeneracional. Éramos Vicente Aleixandre, el gran patriarca de la poesía y de la amistad, Carlos Bousoño y Pepe Hierro, de la generación anterior, y Claudio y yo. Nuestras respectivas casas eran las casas de todos. Después se fueron añadiendo poetas más jóvenes y, desde el principio, críticos como José Olivio Jiménez, de ellos mi amigo más antiguo, o un hombre de teatro, entonces casi desconocido, Paco Nieva, magníficamente divertido. Después los más jóvenes, Fernando Delgado, Juan Luis Panero, Luis Antonio de Villena, etc. Quiñones era vecino y le quise mucho: con él la vida era abierta y gozosa, pura esencia gaditana. Podría nombrar otros muchos aun limitándome al Madrid de aquellos años.

—Hablemos de algunos aspectos concretos de tu obra. Dionisio Cañas señala en una selección temática excelente de tu obra, El rumor del tiempo, que el tiempo es uno de los grandes temas que vertebran tu poesía…

—Y también es fundamental en la novela. Las grandes novelas son eso, tiempo. Es que la existencia nuestra es temporal. Nosotros dejamos de existir cuando ya el tiempo se ausenta de nuestra carne. Somos tiempo. Carne temporal. Y cuando desaparece la carne, y perdón si a alguien le molesta lo que voy a decir, pienso que desaparece también el alma, porque el espíritu habita en ella. La poesía, entre las utilidades que he comentado al principio, tiene otra muy importante, el tratarse de una escuela de tolerancia. Para vivir hemos de convivir y para convivir hemos de ser tolerantes, porque si queremos, y todo el mundo lo quiere, que nos toleren, tenemos que aprender también a tolerar nosotros. Pues bien, esto se da en la poesía de una manera natural. Cuando leo un poema no pretendo que en él se refleje lo que yo soy, sino que se refleje en él una porción de humanidad verdadera. Porque yo soy el que soy pero podría haber sido otro. Incluso en mi vida, y ya soy un poco mayor, he sido varios con algunos puntos de identidad que han hecho que pudiera pensar que he sido siempre el mismo, pero incluso ha habido cambios en gustos que podríamos llamar innatos. Qué tengo que ver yo, que tenemos todos que ver con el niño que fuimos. Nada. Con el adolescente. Con el joven. Con el maduro. Hablo desde mi vejez. Vamos abandonando sentimientos, pasiones y al tiempo surgen otros nuevos que son importantísimos. Y además lo aceptamos y asentimos a ello.

"Creo que cuando somos niños tenemos una naturaleza distinta, cercana a la naturaleza divina. Luego, cuando empezamos a ser muchachos, hombres, caemos en la naturaleza humana"

Cuando un buen lector de poesía lee un buen poema asiente al mismo. Es un asentimiento estético que conlleva un asentimiento emocional al contenido que se nos comunica. No dejamos de ser el que somos, y alguna vez incluso puede metamorfosearse o cambiar, pero generalmente continuamos siendo el que éramos. Pero caramba, con una diferencia, ya respetamos a la persona que ha sido capaz de escribir una cosa desde esa vertiente que nos ha emocionado y que puede estar en las antípodas nuestras. Por eso, a mí no me extraña nada que haya un lector ateo que diga preferir a un poeta como san Juan de la Cruz, que es un místico, y sin embargo sigue sin creer en la mística como tal. Un lector católico puede leer un poema escrito desde posiciones agnósticas o ateas y emocionarse, y por eso no abandona sus creencias. De la misma manera que durante nuestra tradición cultural miles de lectores perseguidos homosexuales han leído poesía amorosa heterosexual y se han emocionado. Del mismo modo que ahora está ocurriendo en lectores heterosexuales con poesías amorosas homosexuales. Porque no pretendemos que el texto nos refleje a nosotros como en un espejo, sino sencillamente emocionarnos, entender al otro. En poesía no pretendemos, hablando desde unas posiciones muy determinadas, que sean los demás como somos nosotros, sino sentirnos comprendidos. Esa es la razón por la que el joven puede emocionarse con la poesía del anciano que habla desde ella, sin haberla vivido y aun repugnándole la misma. Lo que habla desde la poesía es la rica y diversa humanidad.

—Volviendo al planteamiento de Cañas, la temporalidad en tu obra se configura como una serie de ciclos. Señala infancia, juventud, amor y vejez, muerte y nada. Me gustaría, si no te importa, que repasáramos un poquito estos ciclos. Empezando por la infancia. Hay una tendencia última entre gentes del mundo de la creación a presentar la infancia como un mundo terrible. Ana María Matute viene repitiendo que es un tiempo de opresión, de dolor, de barbarie. Tú en cambio la presentas como una especie de paraíso.

—Creo que cuando somos niños tenemos una naturaleza distinta, cercana a la naturaleza divina. Luego, cuando empezamos a ser muchachos, hombres, caemos en la naturaleza humana. Es lo mismo que le ocurre al gusano de seda, que se convierte en mariposa. Aunque en los hombres sucede al revés. Es la mariposa la que se trasforma en gusano. Quiero decir que el niño tiene una naturaleza diferente, se cree inmortal y es inocente. No tiene sentimiento de culpabilidad. La culpabilidad se la inculcan los mayores. Porque el niño, incluso cuando hace esas cosas a las que creo que se refiere Ana María Matute, cuando es cruel, es cruel como lo eran los dioses griegos, los son desde la irresponsabilidad. Los niños lo hacen desde el instinto. Es difícil encontrar un sentimiento de culpa en un niño aunque tenga instinto de crueldad. Y, sobre todo, no tiene sentido de la muerte, de la finitud. Se sienten, se creen, nos hemos creído, inmortales. Además la infancia no tiene responsabilidades y lo que nos amarga la vida son las responsabilidades. Los pequeños problemas. Tenemos un pequeño problema y nos ocupa toda la cabeza y todo el tiempo. Eso es injusto. Una cosa envidiable de llegar a la ancianidad es que uno se preocupa menos de muchas cosas que antes le preocupaban, al menos se despreocupa de tantísimas que antes no eran así consideradas. La infancia es buena si tienes la suerte de tener unos padres que te quieren, que te enseñan a amar con su ejemplo, ya que ves en ellos el amor. El papel de la familia, de los padres, es especialmente ese. El niño necesita amor, necesita recibirlo y darlo. Necesita que le besen y besar. Cosa que a veces los adultos no hacen. Ni quieren besos ni dan besos.

"Siempre he pensado que el amor físico es un don. La naturaleza nos conforma con el apetito, apetito porque necesitamos comer para vivir, y nos da también el apetito del sexo, un vivísimo deseo"

Los niños son todos poetas; cuando empiezan a hablar tartamudean, inventan como los poetas. Cuando los adultos estamos en un restaurante, en un café y miramos la puerta giratoria vemos lo que vemos, todos vemos lo mismo. El niño ve lo que nosotros no vemos. Ve lo que imagina. Tiene una capacidad de imaginación extraordinaria, que es lo que hace al poeta. El poeta adulto está hecho, cómo diría yo, de los restos que nos quedan del niño, y crea cuando están en él actuando, aunque ya no tenga nada de niño, pero tiene todavía la posibilidad de asombrarse, de crear preguntando. Creo que la mayoría de nosotros queremos a los niños, y al ampararlos, al cobijarlos, al darles lo que ellos puedan desear educándolos a la vez, porque es necesario educar a la vez, desde la disciplina (porque ahora el peligro es éste, que falta disciplina) estamos salvando nuestra niñez y es cuando empezamos a recuperar recuerdos de ella, cosas que estamos reviviendo en los hijos o en los sobrinos que las están viviendo, y que entonces nosotros recuperamos nostálgicamente. Y somos felices cuando son felices ellos. Y cuando se asombran de alguna cosa nos volvemos a asombrar ante esa misma cosa que ya en nosotros había perdido esa capacidad.

—No sé si se podría sintetizar tu pensamiento diciendo algo así como, la infancia muy bien, tiempo de plenitud, pero luego viene la juventud y todo se estropea.

—La juventud es otro estadio que abandona muchas cosas maravillosas de la infancia y de la adolescencia. Pero aparecen otras que desconocía el niño. Por ejemplo, algo importantísimo, la capacidad de enamorarse. Amar. Amar ya no sólo a los padres sino a otro ser distinto a nosotros. Es también el momento de la instrospección interior.

—El amor es un tema fundamental de tu poesía. Incluso la reivindicación directa de lo físico, la explosión y reivindicación del cuerpo. Cómo conseguiste hablar de ello ya que era uno de los motivos que tenían mayor dificultad de expresión directa en el franquismo.

"Tardé muchos años en escribir un poema en que hacía la exaltación del amor físico sexual. Y ese poema lo estimo especialmente quizás por eso, porque me sentí como hombre, como persona, expresado"

—Siempre he pensado que el amor físico es un don. La naturaleza nos conforma con el apetito, apetito porque necesitamos comer para vivir, y nos da también el apetito del sexo, un vivísimo deseo. No tiene por qué ser malo, y durante siglos ha sido algo que ha sido fustigado. Tampoco debería ser trágico que a una muchacha le arrebaten la virginidad. La vida continúa, y continúa igual, y cuando una muchacha pierde la virginidad es como cuando un rayo de sol cruza un cristal. El cristal continúa igual. Eso no tendría por qué causar un desastre en la existencia de esa persona, no debe dejar ninguna cicatriz. Por qué le damos tanta importancia a eso. La naturaleza ha sido pródiga, maravillosa y nos ha dado la posibilidad de gozar y cuando gozamos de verdad nos fundimos con el otro en la mejor de las circunstancias. Y cuando estamos enamorados amamos más la vida, amamos más a los demás. Yo comprendí lo que podía ser el goce del posible cielo cuando me enamoré y era algo que antes no había comprendido nunca. Un estado así, pero eterno. Desgraciadamente no es así porque suele acabarse. ¿Por qué hay que estar contra el amor, contra el amor físico? Es una cosa buena. Habrá gente que no la considere así y respeto lo que piensen pero el mal sólo ocurre cuando se hace un daño a terceros. Lo que es malo es la violación, el engaño, el atropello, ir contra la voluntad abierta de la otra persona. Pero si no es así, qué mal se hace a nadie.

A mí me ocurrió lo siguiente. Como en poesía mi centro visionario del mundo era de pérdida, cuando hablaba del sexo aparecía siempre como una cosa negativa, pero era porque estaba todo visto desde ese centro, que en mí era intuitivo. Y me fastidiaba que hablara de una manera tan discorde con la experiencia mía en la vida, porque siempre el sexo lo he considerado como una unión gozosa, positiva. No importa que a veces haya tenido encuentros sexuales negativos, pero ha sido por circunstancias determinadas no porque el encuentro sexual lo sea. Tardé muchos años en escribir un poema en que hacía la exaltación del amor físico sexual. Y ese poema lo estimo especialmente quizás por eso, porque me sentí como hombre, como persona, expresado. Si quieres, lo puedo leer. Se titula “Los veranos”:

—Por supuesto. Me parece muy bien que recordemos este poema de El otoño de las rosas. Lo tengo como uno de los tuyos más intensos y hondos. Un poema filosófico y elegíaco que trasmite esto que vienes reivindicando como algo marcadamente tuyo, trasmitir la emoción de una vivencia.

—Es una vuelta a la época de la juventud. Es curioso que cuando leo este poema asienten más a él las personas mayores, que ya tienen la juventud lejos, que los jóvenes. Porque los jóvenes lo están viviendo en presente y, claro, viven también los inconvenientes de ello y quizás perciben una realidad embellecida. Creo que la vida consiste en gran medida en los recuerdos. Solemos recordar más las cosas bellas que nos han ocurrido que las malas, al menos es mi caso, y me parece muy bien que sea así.

¡Fueron largos y ardientes los veranos!
Estábamos desnudos junto al mar,
y el mar aún más desnudo. Con los ojos,
y en unos cuerpos ágiles, hacíamos
la más dichosa posesión del mundo.

Nos sonaban las voces encendidas de luna,
y era la vida cálida y violenta,
ingratos con el sueño transcurríamos.
El ritmo tan oscuro de las olas
nos abrasaba eternos, y éramos sólo tiempo.
Se borraban los astros en el amanecer
y, con la luz que fría regresaba,
furioso y delicado se iniciaba el amor.

Hoy parece un engaño que fuéramos felices
al modo inmerecido de los dioses.
¡Qué extraña y breve fue la juventud!

"Cuando Cernuda habló sus circunstancias personales eran más favorables que las de sus compañeros. Habían ya muerto sus padres, abandonado definitivamente él su ciudad y carecía de una profesión que le obligase a ningún enmascaramiento"

Es una elegía al tiempo huido, es un poema elegíaco. Hay pocos poetas líricos celebratorios. Yo cuando celebro la vida, la vivo; cuando estoy alegre, cuando soy feliz, vivo la experiencia. Hablo desde la melancolía de lo perdido. La elegía es una celebración que se está haciendo desde el apagamiento de un hecho que consideramos fausto, por lo tanto es una afirmación que se está haciendo de la vida. Y al hilo de lo que estoy diciendo, déjame que ponga un ejemplo de lo que hablaba antes sobre la tolerancia. Es un poema corto. Se llama “Alocución pagana”. Habla un agnóstico, no un ateo. El ateo niega que haya Dios, el agnóstico ni afirma ni niega, no sabe. El agnóstico que soy yo desearía estar equivocado y que estuviera acertado el creyente. Porque lo que anhelamos es no perder nuestra identidad, el sabernos siempre existentes, eso es lo que todos queremos. Ahora, lo que no queremos tampoco es una pervivencia en un infierno. Eso es una monstruosidad. Pero sí no dejar de existir, no dejar de ser, no dejar de tener conciencia. Habla en este poema una persona que no cree que haya un más allá. Si el poema fuera bueno y el lector fuera un lector creyente, da lo mismo que católico, mahometano, budista o lo que sea, tendría que asentir al poema, porque no se trata de asentir a lo que él cree sino de asentir emocionalmente a lo que cree el otro:

         ¿Es que, acaso, estimáis que por creer
en la inmortalidad,
os tendrá que ser dada?
Es obra de la fe, del egoísmo
o la desolación.
Y si existe, no importa no haber creído en ella:
respuestas ignorantes son todas las humanas
si a la muerte interroga.

Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses,
o grandes monumentos funerarios,
las cálidas plegarias, vuestra esperanza ciega.
O aceptad el vacío que vendrá,
en donde ni siquiera soplará un viento estéril.
Lo que habrá de venir será de todos,
pues no hay merecimiento en el nacer
y nada justifica nuestra muerte.

—Te preguntaba antes si tuviste dificultad para expresar la alegría del cuerpo al tratarse de un tema muy perseguido por el nacional catolicismo.

"La obra va a acabar también, un poco más lentamente que el hombre, si hay suerte, pero es que hasta la tierra va a acabar. Va a ser engullida por el sol, y el sol también acabará"

—Sí, y sobre todo por la singularidad de esos cuerpos. El Estado tenía un fuerte sesgo clerical y la sociedad era muy pacata. Pondré un ejemplo de tiempos mejores. En la República (que era sin comparación más libre y tolerante) había varios poetas de la generación del 27 que eran homosexuales, y sólo uno de ellos se atrevió a hablar con claridad, y era la primera vez que eso sucedía en España. Cuando Cernuda habló sus circunstancias personales eran más favorables que las de sus compañeros. Habían ya muerto sus padres, abandonado definitivamente él su ciudad y carecía de una profesión que le obligase a ningún enmascaramiento. Su valentía y su carácter insobornable le impulsaron a tomar esa decisión, pero era un hombre que las consecuencias de su acto sólo las soportaría él. Muchas veces es más sensible el daño que por causa tuya se puede hacer a las personas que quieres mucho que el que te pueda sobrevenir. Hay muchas maneras de hacer ver al lector aquello que no puedes decir directamente, y a veces la poesía te lo agradece. Ahora, afortunadamente, es un problema que esperamos que esté definitivamente resuelto.

—No quisiera, Paco, abusar de ti prolongando demasiado esta charla, aunque eres un conversador infatigable, pero me gustaría que comentáramos un par de asuntos. Ensayo de una despedida. La palabra ensayo la veo, en tu título, y creo que puede hacerse así, en términos teatrales, prepararse para la representación del gran teatro del mundo, dicho un tanto con la visión clásica, barroca, de la vida. Se ensaya, digamos, la despedida.

—Sí, sí. Estoy de acuerdo. Ensayamos la despedida.

—Y después del ensayo viene la representación. La representación de la despedida. ¿Cómo es la despedida?

"Considero que la naturaleza a veces puede dejarte instalado en un dolor tan enorme que hay que decir basta. Al fin y al cabo tenemos que morir, y hay que hacerlo con una cierta dignidad"

—Quisiera estar equivocado, pero es la cesación. Tuve ya hace cuatro o cinco años un infarto bastante fuerte. Y tuve una convalecencia en que experimenté que mi existencia era como la de un muerto al que sigue creciéndole la uña. El siglo XXI para mí era como una excrecencia. Y la muerte ahora puede ocurrir en cualquier momento. Y esa es la concepción que tengo, que cuando uno muere es como si nada hubiera ocurrido. Podría decirse, y se dice mucho, “queda la obra”. La obra va a acabar también, un poco más lentamente que el hombre, si hay suerte, pero es que hasta la tierra va a acabar. Va a ser engullida por el sol, y el sol también acabará. ¿Y qué somos nosotros? Perdona esta elucubración. Lo cierto es la respuesta mía ante esa sensación de miedo y de inevitabilidad de la muerte pronta (que afortunadamente no es tan pronta, por lo menos aún estoy aquí). Quiero decir que empecé a amar todos los días, y que me parecieron maravillosos todos ellos, saliera el sol o lloviera, hiciera frío o no, me pareció que era aquello un regalo que se me daba. Porque, repito, yo amo la existencia. Y quizás porque la amo si se terciara pediría la eutanasia. Porque yo quiero una vida noble. Y si vivo en la tortura no vivo, porque tengo una consideración muy distinta de la vida. Y esa vida no la quiero. Quiero la otra. Con todas las frustraciones que pueda haber, con toda la desesperanza. Mira, podemos despedirnos de la vida cuando queramos y no lo hacemos, y no lo hacemos porque la amamos. Y la amamos aún más que por lo que nos da por lo que nos dio en momentos privilegiados y pensamos que podemos volver a ser felices. Hay que vivir con conciencia de la vida.

A los que atacan la eutanasia les pongo un ejemplo. Suponte que tienes un ser querido y que estamos en un momento bélico, y a esa persona la apresan y quieren que hable y no sabe nada y le torturan continuamente. ¿Qué desearías? Que la tortura acabara de inmediato. Que no lo torturaran más. Considero que la naturaleza a veces puede dejarte instalado en un dolor tan enorme que hay que decir basta. Al fin y al cabo tenemos que morir, y hay que hacerlo con una cierta dignidad. ¿O es que acaso hubiéramos amado una vida instalada persistentemente en el dolor? Podemos decir que queremos vivir con la dignidad que el hombre debe merecer.

—Tu poesía es una poesía muy clara. Además de claridad posee también un punto de misterio y de enigma que elude la comunicación trasparente. Me da la impresión de que ante la inmensidad de la vida, acudes a la paradoja para explicar la extraña realidad, y de esa paradoja sale una expresión muy certera pero algo secreta. Recuerdo un versículo tuyo, verdaderamente admirable, uno de esos hallazgos de la inspiración o la revelación poética, el cierre del poema “Desde Bassai y el mar de Oliva”, que dice “Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde”.

"Yo procuro entender siempre lo que he escrito. Pero a veces lo que se expresa en el poema está inserto en la ambigüedad, y entonces tienes que buscar la precisión de esa ambigüedad. Es decir, no lo puedes aclarar. Tienes que aclarar que aquello es ambiguo"

—El poema nace de una visita a Bassai, un templo griego que está en el Peloponeso. Cuando lo visité, estaba todo virgen, desnudo, y seguro que ya no existe como lo contemplé. La mitología nos dice que allí nació el dios Pan, que es el Dios del placer, del goce, de la vida, no había ni un chiringuito, no había nadie. Había que hacer un viaje de muchos quilómetros por un camino de tierra bastante malo. Allí apareció el primer capitel corintio en el arte, pero ya no estaba en el templo, se lo habían llevado. La primera estrofa del poema describe Bassai, como si un poeta novísimo fuera a conocer un templo griego, cultura al fin y al cabo. Yo iba con otra persona. Los últimos versos de las dos primeras estrofas hacen referencia a esa persona. Es una historia amorosa apenas contada en el poema. La segunda es el mar de Oliva, que es el mar de mi infancia; yo soy de Oliva. La tercera es el resultado final. Y la cuarta estrofa es este verso que se muestra allí exento.

—Déjame recordar el poema entero:

           Era en aquel viaje por las tierras dormidas de la Arcadia,
para encontrar el templo en donde floreciera la primera
sonrisa del capitel de acantos (o de rosas),
allí donde la ausencia adusta del cestillo era un canto de
fuego y de cigarras.
Las columnas de piedra sostenían el pájaro y el cielo.
Los pájaros azules, el cielo derribado.
El féretro estival del tiempo destruido. Y todo se perdía y era
eterno.
Yo miraba en tus ojos el mundo que era estable y muy viejo,
y tú sonabas sólo como la juventud.

Y antes vi el mar, en esas horas solas de la siesta,
cuando el sol enloquece su extensa superficie, y brilla en aire
de oro suspendido
esa frescura eterna que hace dioses muy niños los ojos del que
mira,
cuando llegan veloces y pausadas las velas lejanísimas,
y sólo existe el mar, el cuerpo de una gloria azul e inacabable,
y aquel que lo contempla con ojos escondidos, y la mirada
ardiente:
el muchacho, con un secreto amor también inacabable de sí
mismo,
porque el mundo y la vida se hospedan sólo en él.
Y nadie aún existía que a él le desplazara, ni tu humana
hermosura.

Sigue aún el mar, pero no la mirada, ni las velas,
y el templo, con las puertas cerradas, es triste, y es católico.
Alguien me dio un abrazo de adiós definitivo en un andén
muy agrio
y en los espejos busco, y araño, y no lo encuentro
a ese que fui, y se murió de mí, y es ya mi inexistencia.
Lo siento más extraño que a mí mismo
cuando tienda a saberme desde mi ceguedad y todo sea el
hueco,
y esto es así porque percibo un resto muy breve de su luz
todavía.

Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no
existió la tarde.

—Volviendo a antes del paréntesis lector, te hablaba de la claridad y el misterio que conviven en tu poesía.

—Sobre esto que dices de la claridad, yo procuro entender siempre lo que he escrito. Pero a veces lo que se expresa en el poema está inserto en la ambigüedad, y entonces tienes que buscar la precisión de esa ambigüedad. Es decir, no lo puedes aclarar. Tienes que aclarar que aquello es ambiguo. Puede haber una poesía difícil válida porque aquello que se expresa tiene esa condición de dificultad. Con respecto a este verso, es un verso que podría servirme de epitafio: “Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde”. No existió la tarde porque mi vida va a dejar de existir, pero la vida estuvo. Y esa es nuestra existencia. Somos un paréntesis entre dos nadas, o, como decía Aleixandre, “Entre dos oscuridades un relámpago”. Las oscuridades son la nada previa y la extinción posterior, la muerte, y el relámpago es la vida. Y es lo que dice también este verso. “Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde”. Yo sé que viví. Que fue placentera e intensa aquella vida. “Y no existió la tarde” porque todo se acaba. Esto se sepultará. Perdona que me ponga tan trascendente y obvio. Esta situación, los dos aquí hablando, es solo un paréntesis. Esto va a ser mientras tú lo recuerdes. Cuando acabe nuestra conversación, se habrá volatilizado como se ha volatilizado todo en la vida desde que el mundo es mundo.

***

Puedes leer aquí la primera entrega de esta conversación.

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Santos Sanz Villanueva

Santos Sanz Villanueva (Soria, 1948) es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Zaragoza y doctor en Filología Románica por la Complutense de Madrid, de la cual es catedrático jubilado de Literatura Españo­la. Conferenciante y crítico literario, ha recibido el Premio Fastenrath de Ensayo de la Real Academia Española por Historia de la novela social española, y el Premio Fray Luis de León de Ensayo. Entre sus publicaciones más importantes, destacan Narrativa en el exilio (1977), Lectura de Juan Goytisolo (1980), El siglo XX. Literatura actual (1984), La Eva actual (1998), El último Delibes y otras notas de lectura (2007), Diez novelistas españoles de postgue­rra. Siete olvidados y tres raros (2010) y La novela española durante el franquismo (2010). Ha prologado libros de Cervantes, Miguel Delibes, José Hierro, Juan Goytisolo, José María Merino, Arturo Pérez-Reverte, Josep Pla, Gonzalo Torrente Ballester y Francisco Umbral.

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