Desde el punto de vista histórico, mucha gente odia esta película. En la vida real, ni Mozart era un sátiro grosero e inmaduro, aficionado a los chistes de pedos, y que escribía obras enteras de corrido y sin hacer cambio ninguno en sus partituras, ni Salieri era un rival mediocre, homicida y casto (de hecho, tuvo ocho hijos y una amante). Pero como trama, y sobre todo como representación ideal de una situación que se puede reconocer más tarde en otros lugares y circunstancias, es suprema. Si cada vez que se habla de dos amantes de familias que se odian se piensa instantáneamente en Romeo y Julieta, o cada vez que se piensa en un político taimado y desdeñoso acude a la mente el Richelieu de Dumas, que tampoco era así en la realidad, también cada vez que se trata de una relación entre un genio y alguien de menos nivel será inevitable compararlos a los Mozart y Salieri de Peter Shaffer.
En la trama compuesta por el dramaturgo inglés, el músico italiano Antonio Salieri, ya en su extrema vejez, decide declarar públicamente que él mató a la gran estrella musical de su tiempo, el austriaco Wolfgang Amadeus Mozart, con quien coincidió en la corte imperial de Viena en la década de 1780, y así la obra, tanto en el teatro como en la película, es en esencia una larga confesión de tres horas, donde Salieri queda, a través de su propio relato, como un profesional competente pero olvidable, sin el don de la grandeza, pero con el oído para reconocerla en otros. Y ese otro, también siguiendo lo que este Salieri ficcionalizado piensa, es una «criatura» admirable en su sublime arte pero despreciable por su infantilismo, su falta de formalidad y, en general, sus ganas de vivir la vida derrochando su talento entre fiestas, alcohol y aduladores. La versión teatral ganó el Tony a mejor obra en 1981, y la filmada ocho Oscars de once nominaciones: película (Saul Zaentz), director (Miloš Forman), guion adaptado (Peter Shaffer), actor (F Murray Abraham), vestuario (Theodor Pištěk), dirección artística (Karel Černý y Patrizia von Brandenstein), maquillaje (Dick Smith y Paul LeBlanc) y sonido (Mark Berger, Tom Scott, Todd Boekelheide y Chris Newman). Esta es la última vez que dos actores han sido nominados a mejor actor por la misma película, y en esta ocasión ganó… Salieri.
[Aviso de destripes con demasiadas notas en todo el texto]
La idea de Shaffer para su obra no era original ni mucho menos, sino que para escribirla él se subió a hombros de verdaderos gigantes en lo suyo, como eran Alexander Pushkin y Nikolai Rimsky-Korsakov. El primero escribió la obra de teatro Mozart y Salieri en 1830, y el segundo compuso una ópera sobre esa misma obra en 1897. La pieza de Shaffer, concebida un siglo más tarde, podrá tener a todos los historiadores en contra que se quiera, pero sus roles dramáticos son muy codiciados, y han atraído a verdaderas lumbreras del mundo de la actuación. Entre los Mozarts están Tim Curry, Frank Langella, Michael Sheen o Simon Callow (el muerto de Cuatro bodas y un funeral, que en Amadeus aparece luego como Schikaneder, el amigo que le encarga La flauta mágica), Roman Polanski (dirigiendo y actuando a la vez), o Mark Hamill (el mismísimo Luke Skywalker); y como Salieri han actuado Ian McKellen, Paul Scofield, o David Suchet (el Poirot más longevo de la pantalla británica). De hecho, Hamill estuvo a punto de ser el elegido para el papel en la pantalla, recién vuelto de la luna de Endor de pelear junto a los ewoks, pero Forman decidió que la gente todavía lo iba a ver demasiado como el joven jedi de las famosas galaxias (curiosamente, Kenny Baker, el actor bajito que iba dentro del robot R2-D2, sale en la película como parte del reparto de óperas bufas de Schikaneder). También cerca estuvo Kenneth Branagh, el hombre que renovaría las obras shakespeareanas para la pantalla grande en la siguiente década y media, pero Forman acabó inclinándose por un reparto completamente estadounidense o donde los pocos británicos que hubiera (Callow como Schikaneder, Roy Dotrice como el padre de Mozart y Charles Kay como el estirado conde Orsini-Rosenberg) hablaran con acento americano. Esto no gustó mucho… en Estados Unidos, donde prefieren las películas históricas (y también las de fantasía en lugares inventados) con acento inglés, ya que un deje reconocible de su barrio o de un estado del país en concreto los saca de ambiente por completo. Nada descoloca más que una alemana con acento del Bronx. Por último, a modo de curiosidad anda por ahí también Cynthia Nixon, la futura Miranda de Sexo en Nueva York, como la criada espía en casa de Mozart, irreconocible de tan joven (y con su dentadura original).
Pero la pareja que está en todo lo suyo es la protagonista. F. Murray Abraham, cuyo papel siguiente sería el del inquisidor Bernardo Gui en El nombre de la rosa, iniciaba aquí una carrera de primera fila especializada en personajes astutos y de poco fiar, y Tom Hulce no ha vuelto a llegar a una cuota tan alta nunca. Su risita estridente y su incapacidad para componer una reverencia bien hecha, junto a su evidente entusiasmo por su arte y por el disfrute de la vida, lo convierten en un personaje que se gana al espectador, cual animado perro labrador, a pesar de que a veces se ponga en evidencia, ayudado por el hecho de que a su alrededor está rodeado de puñaleros desdeñosos. Además, toda su panoplia de pelucas ochenteras quizá quedarían fuera de sitio en 1784, pero no en 1984, con un tono rosado por aquí o un cardado casi de vocalista de banda de nuevos románticos por allá que refleja una juventud disconforme, pero a lo movida vienesa, dijéramos («¿por qué no puedo tener tres cabezas?»). Abraham, por su parte, refleja en su rostro las múltiples veces en que se ve humillado y a la vez no puede evitar acercarse todo lo posible a ese astro cuyo esplendor solo él puede llegar a apreciar por completo.
La cosa empieza por la decepción que Salieri sufre al ver a Mozart por primera vez, encontrándose a un niño grande persiguiendo faldas, literalmente, bajo las mesas, y diciendo procacidades hablando «al verrés», en vez de a un ser elevado cuyo genio se le vea en el rostro. Continúa en la escena donde Mozart retoca la marcha de entrada a la corte que Salieri le ha compuesto todo ilusionado, ilustrando en primer lugar su falta de tacto social y en segundo lugar la impresión de que sí, de que es verdad que Mozart a veces usa demasiadas notas. En medio de las malas miradas de los músicos italianos de la corte, Salieri a veces ayuda y a veces obstaculiza al recién llegado, indeciso entre si provocar la caída definitiva de un rival o animar el genio de un genio: por una parte usa su influencia para acortar todo lo posible el número de veces que cada obra de Mozart se representa en Viena (cinco solo en alguna ocasión), pero luego asiste arrobado a todas ellas. También lo sigue de incógnito por fuera de palacio, averiguando así sobre su dominante padre, sobre la llamada de la ópera popular, sobre las fiestas de disfraces en las que se mofan de él y de otros músicos… Esta burla es aposta para hacer reír a la concurrencia, pero hay otro par de indirectas más adelante con bala rasa por parte del austriaco. Cuando Salieri le dice que no sobreestime al público vienés, y bromea aconsejándole que ponga un gran «bang» al final de cada parte de la obra para que la gente sepa cuándo aplaudir, Mozart le responde «quizá vos podáis darme lecciones sobre eso». Y cuando Salieri estrena la que podría ser su mejor obra, o al menos la que recibe grandes elogios del mismísimo emperador, Mozart solo es capaz de decirle generalidades como «nunca imaginé que tal música fuera posible» o «uno la escucha y lo único que se puede decir es: ‘Salieri'».
Pero la gota que colma el vaso es cuando Salieri se empeña en que su pupila favorita, Caterina Cavalieri, se ha acostado con Mozart, tras haber asegurado ella, para más inri, que lo que le pone no es el físico de alguien, sino su genialidad. Considera don Antonio entonces que ya vale la tomadura de pelo por parte de Mozart (y de Dios, a quien reprocha haberle dado un ferviente deseo de alabarlo a través de la música, pero no talento suficiente para hacerlo a lo grande), y reúne toda esa información para llegar al plan perfecto: le encargará, de incógnito, escribir una misa de réquiem (para lo que Mozart estará especialmente afinado, dada la reciente muerte de su padre), luego lo matará y luego usará lo compuesto por Mozart para hacerlo pasar por suyo el día del entierro, ante toda la corte.
Salieri dice que al principio lo que le envidiaba a Mozart no era su precocidad (al fin y al cabo, no podía saber si su música como niño era buena o no, no habiéndola oído nunca antes), sino el apoyo que le dio su padre, llevándolo aunque fuera en plan mono de feria por todas las cortes centroeuropeas. Mientras el padre de Salieri «rezaba a Dios para que protegiera el comercio», el joven Antonio prometía a Dios que si lo convertía en músico famoso, él le ofrecería su trabajo… y su castidad. Cuando el padre muere de repente y se libera de ese obstáculo, es normal que Salieri piense que Dios está de su parte y que ha aceptado el trato para el resto de su vida. Craso error. De ahí la escena, eliminada en la versión inicial de la película y restaurada después en la extendida, en la que Salieri exige a Constanze, Stanzi, la esposa de Mozart, un pago en carne por su ayuda para buscarles empleo y sueldo en Viena, solo para después mandarla irse con gesto de desprecio, y sin consumar la fechoría, una vez que ella ha dejado claro hasta qué punto estaba dispuesta a rebajarse. El retrato de Stanzi en esta película, por cierto, también ha sido objeto de desmentido por parte de los expertos, y su imagen de burguesa de abundante escote, buen apetito y solo preocupada por el dinero tampoco es para tomársela tal cual.
La otra escena importante añadida en el «montaje del director» (al parecer, la original también tenía «demasiadas notas») es una secuencia más larga del estreno de La flauta mágica, donde se recurre al inglés como idioma «de pueblo», para contraponerlo al italiano y alemán de la alta ópera. Destinada como estaba la película al público internacional, el truco funciona muy bien, ya que no solo la música suena diferente, más juguetona, fantasiosa y atrevida en lo formal, sino que el sonido de un idioma distinto, más familiar globalmente, ayuda mucho a aumentar el contraste de ambos públicos y gustos, el palaciego y el popular. También se usa a esta ópera como parte de la causa de que Mozart acabara muriendo, de cansancio, al verse obligado a trabajar a marchas forzadas tanto en ella como en el réquiem «encargado» por Salieri.
La gran genialidad de la película, sin embargo, está en usar a la música como otro personaje más, y no por sí misma, sino ayudada por las palabras de Salieri, que durante toda la obra se muestra como un cicerone excelente a la hora de hacer ver a los menos expertos por qué lo que se está oyendo es sublime, o no tanto. Habrá artistas que siempre se pongan en plan de que «el arte no se explica», pero quien consiga hacerlo, y así iluminar para otros lo que no llegan a ver o sentir, siempre debería ser bien recibido. Porque en el caso de la ópera, escenas como la de Pretty Woman donde Julia Roberts se queda toda arrobada la primera vez que asiste a una, a través de una historia que ni siquiera comprende, no se dan con mucha frecuencia. La lección empieza desde el mismo principio de la película, cuando Salieri interpreta dos de sus piezas más conocidas al confesor que va a verlo, y este no las reconoce, mientras que sí le suena, como a todos, el pam, papám, papapa papapám que no es suyo sino de Mozart. Sigue en la primera vez que Salieri conoce a Mozart, donde su decepción queda disuelta al leer momentos después una de sus partituras originales, describiéndola con elocuencia: al principio simple y casi cómica, pero luego elevada por un oboe y clarinete sublimes que compara a la «voz de Dios». Sin embargo, luego, quizá afectado por el despecho por lo de la Cavalieri, considera una parte de otra obra suya como «diez minutos de horrendos gorgoritos y de arpegios subiendo y bajando como fuegos artificiales en una feria».
También son importantes algunos de los lugares de los que Mozart saca inspiración para sus obras: un serrallo (o harén, o lupanar, o casa de putas) en Turquía, la adaptación de Las bodas de Fígaro (comedia prohibida en Viena porque «fomenta el odio entre clases»), la fantasía popular de La flauta mágica… todo ello huyendo a veces de esos «personajes tan encumbrados que casi cagan mármol». Luego Mozart describe una parte del Fígaro donde «un dueto se convierte en un terceto, luego cuarteto, quinteto… hasta un octeto… durante veinte minutos». Cuando Salieri asiste a la obra terminada, habla conmovido de esa «mujer disfrazada con las ropas de su criada, oyendo las primeras palabras tiernas que su marido le ha ofrecido en años, solo porque piensa que es otra persona: era una música de auténtico perdón y absolución perfecta. A través de este hombrecillo, Dios le hablaba a todo el mundo». Tras la muerte del padre de Mozart este compone un Don Giovanni en el que Salieri ve claramente la figura del progenitor que sigue persiguiendo a su vástago desde el más allá. Y todo este seminario culmina en esa clase magistral de música hacia el final de la película, que es la escena en la que Salieri toma al dictado una de las piezas del réquiem, de labios del propio Mozart: voces, bajos, compases, notas, tenores, trombones, tónicas y dominantes, cuerdas en ostinato, todo a gran velocidad… Cuando acaba todo, uno termina saliendo a la calle tarareando «confutatis, maledictis»… Y cuando la confesión por fin ha acabado, quien se dirige al público, absolviendo a todos los mediocres que lo escuchan, es un Salieri que vivió más, envejeció más y dejó un rastro inferior al del genio al que quiso matar joven porque componía mejor que él. Quizá no fue verdad, seguramente no lo fue, pero de escarmiento sirve igual: cuidado con lo que deseas, que quizá un día se cumpla.
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