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Gene Tierney, la estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones - Javier Memba - Zenda
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Gene Tierney, la estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

Ya en los primeros rodajes a los que asistí en mi juventud, cuando quería ser cineasta en lugar de cinéfilo, oí hablar de la proverbial locura de los actores. Pero fue en un documental televisivo donde lo acabé de comprender. Lamento no haber anotado el nombre de su realizador ni dato alguno sobre aquella pieza,...

Más allá de esa demencia, que es en sí misma la cinefilia por quimérica, al constituir el vano afán de satisfacer un apetito que de hecho es insaciable —la necesidad imperante de ver películas—, hay otro vínculo estrechísimo entre el cine y el delirio. Atañe a la interpretación.

Ya en los primeros rodajes a los que asistí en mi juventud, cuando quería ser cineasta en lugar de cinéfilo, oí hablar de la proverbial locura de los actores. Pero fue en un documental televisivo donde lo acabé de comprender. Lamento no haber anotado el nombre de su realizador ni dato alguno sobre aquella pieza, porque era una obra digna del mayor de los encomios. Recuerdo a un tipo, aquejado por el desorden de la personalidad múltiple —“identidad disociativa”, que se describe ahora— hablando a cámara. Con esa lucidez de los locos sosegados —sabido es que casi todos son sumamente inteligentes, listos que se han pasado—, aquel demente confesaba que lo suyo era como tener un multicine en la cabeza, con cada una de sus salas proyectando una cinta diferente, pero todas a la vez.

"No acaba de estar claro si la joven Gene ya quería ser actriz o si siguió el consejo de dedicarse al cine que le dio el cineasta de origen lituano Anatole Litvak apenas la vio"

Aquella elocuencia iluminó mi sempiterno interés por los trastornos mentales y su lirismo. Con todo, no fue bastante para asociar esos irrefutables vasos comunicantes entre el delirio y la interpretación a una de las actrices más bellas del Hollywood clásico: Gene Tierney. Mimada por la fortuna desde que vino al mundo en la Nueva York de 1920, su padre fue un acaudalado corredor de seguros de Brooklyn que educó a sus hijos en las más prestigiosas escuelas privadas del país, sin olvidar ese periodo, casi preceptivo en los vástagos de la elite estadounidense, en un internado suizo.

No acaba de estar claro si la joven Gene ya quería ser actriz o si siguió el consejo de dedicarse al cine que le dio el cineasta de origen lituano Anatole Litvak apenas la vio. Fue el día en que Gene visitaba junto a su familia a un primo, empleado por la Warner en la realización de cortometrajes históricos. Si sus progenitores se opusieron a que la futura intérprete se quedase ya en Hollywood fue porque iban a pagarle muy poco, y la muchacha —sólo tenía diecisiete años— aún tenía pendiente su presentación en sociedad.

Hasta entonces, todo iba discurriendo como en una historia bonita. Pero el final no habría de ser feliz. Acaso obedeciendo a esa entelequia que llamamos «justicia poética», el destino nos iguala a todos en esa fatalidad que, más tarde o más temprano, nos reserva. De nuevo en casa, apenas cumplió los dieciocho abriles, se celebró el baile de la puesta de largo de miss Tierney. Aquello debió de ser como una fiesta de la Nueva York de Henry James al cabo de un tiempo. Sin embargo, a la maravillosa Gene la temporada que sucedió a su presentación en sociedad le resultó muy aburrida. Entonces sí, la intérprete que a decir del mítico productor Darryl F. Zanuck fue “incuestionablemente la mujer más bella de toda la historia del cine” acababa de nacer.

"A partir de entonces, todo fueron aplausos y personajes principales, tanto en las tablas como en la pantalla"

Tras cursar estudios de interpretación en una de las mejores escuelas de arte dramático de Greenwich Village, bajo los auspicios de Benno Schneider, se asomó por primera vez a un escenario de Broadway llevando fugazmente un cubo de agua de un lado a otro. Fue suficiente para que la crítica afirmarse que nunca nadie había llevado nada con tanta gracia en toda la historia del teatro estadounidense.

A partir de entonces, todo fueron aplausos y personajes principales, tanto en las tablas como en la pantalla. De hecho, en el cine debutó como protagonista —a las órdenes de Fritz Lang y de partenaire de Henry Fonda, ni más ni menos— en La venganza de Frank James (1940). Desde entonces todo fue seguir subiendo, la historia seguía siendo bonita. Siempre en la Fox, su belleza inspiró a los grandes maestros del Hollywood clásico. Sólo en 1941, para John Ford fue la Ellie May de La ruta del tabaco; para Henry Hathaway, la Zia de Cuando muere el día; y para Josef Von Sternberg, la Poppy de El embrujo de Shanghái.

Ya en 1943, para Ernst Lubitsch protagonizó El cielo puede esperar, y Otto Preminger le brindó uno de los personajes más sobresalientes de su filmografía: la Laura de la cinta homónima, clásico no sólo del cine negro. El tema dedicado a ella en el score también nació para integrar el repertorio ideal de los crooners y los jazzmen.

"En ese rumbo fatal que siempre acaba por seguir el destino, 1943 fue el año en que la historia de Gene Tierney dejó de ser bonita"

Sin embargo, en ese rumbo fatal que siempre acaba por seguir el destino, 1943 fue el año en que la historia de Gene Tierney dejó de ser bonita. Casada desde 1941 con Oleg Cassini, un prestigioso diseñador de vestuario de la Paramount —que, al parecer, también habría de serlo del famoso guardarropa de Jacqueline Kennedy mientras su marido ocupó la Casa Blanca—, la actriz estaba encinta de su primera hija cuando una tarde se prestó a despedir a los soldados que iban a la guerra en la Cantina de Hollywood. En aquella actividad benéfica, menudeaban las efusiones de las estrellas de la pantalla con los que iban a morir. Y fue el caso que la maravillosa Gene dio un par de besos a un fan que se había saltado una cuarentena de la rubeola. El resultado fue que su primera hija, Antoinette, nació sordomuda y con una discapacidad mental. La actriz se culpó por ello hasta el punto de convertir aquel cargo de conciencia, que arrastró durante toda su vida, en una auténtica manía persecutoria. Howard Hughes, otro de los grandes admiradores de Gene —aunque al parecer nunca llegó a más con ella— se ocupó de que la pequeña siempre recibiese la mejor atención médica.

Sus biógrafos sostienen que la forma de fumar de la rutilante estrella, vicio al que se dio de un modo compulsivo para cambiar el tono de su voz cuando no le gustó su timbre en La venganza de Frank James, fue una primera muestra de su desequilibrio. Ciertamente, fumaba como un carretero. Tuviera o no que ver el tabaquismo, la maravillosa Gene empezó a sentir severas depresiones, cada vez más agudas.

"Más melancólica, como empezaba a tornarse ese milagro de la biología que fue su hermosura, dio vida a la joven viuda que enamoraba al espectro del capitán Daniel Gregg"

Para los espectadores más atentos, el desequilibrio transcendió a la pantalla por primera vez en Que el cielo la juzgue (1945). Producida por Zanuck, tomando el título de un verso de Hamlet (William Shakespeare, 1609)aquel en que el Fantasma insta al Príncipe a declinar su venganza contra la reina Gertrudis y dejar que el cielo la juzgue— es uno de los grandes melodramas de John M. Stahl, que acaba deviniendo en un noir de fascinante color. Gene luce esplendorosa. Ellen Berent, su personaje de entonces, le valió su única nominación a la preciada estatuilla del Oscar. Pero resulta más representativo que la joven a la que incorpora, su primera y casi única villana, sea una paranoica cuyos celos la llevan a empujar a la muerte al hermano menor de su marido, un muchacho impedido por la poliomielitis, al que insta a nadar en un lago en una secuencia de antología.

Más melancólica, como empezaba a tornarse ese milagro de la biología que fue su hermosura, dio vida a la joven viuda que enamoraba al espectro del capitán Daniel Gregg (Rex Harrison), morador de la casa que ocupaba en la costa inglesa tan dulce dama, en El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947). Y aún cabría hablar de Ana Gouzneko, la gentil camarada a la que interpretó en El telón de acero (1948), un drama anticomunista de William Wellman.

"John Ford, otro de sus grandes admiradores, se vio obligado a reemplazarla por Grace Kelly en el rodaje de Mogambo"

Pero las depresiones y las paranoias no cejaban. Sufrió los primeros problemas de concentración en 1953. Se le empezaron a olvidar los diálogos y el objetivo con el que hacía las cosas. John Ford, otro de sus grandes admiradores, se vio obligado a reemplazarla por Grace Kelly en el rodaje de Mogambo.

Tras protagonizar junto a Humphrey Bogart La mano izquierda de Dios (Edward Dmytryk, 1955), Gene ingresó en una clínica psiquiátrica de Nueva York, la Harkness Pavilion. Con posterioridad fue trasladada al Institute of Life de Connecticut. En total fue sometida a 27 electroshocks que, según manifestó ella misma, cuando se convirtió en una de las más decididas detractoras de esta cruel terapia, además de no servir para nada provocaron grandes lagunas en su memoria.

De nuevo en la calle, en el 57, durante una visita al apartamento de su madre en uno de los rascacielos de Manhattan, estuvo a punto de arrojarse al vacío. Ya estaba en un saliente de la cornisa, a catorce plantas del suelo. “La mujer más bella de toda la historia del cine” pasó allí más de veinte minutos antes de que alguien la convenciese para que volviese a entrar en el piso. Separada de Cassini desde el 52, el turbulento romance que mantuvo con Aly Kahn —el hijo del Aga Khan, segundo marido de Rita Hayworth y una de las grandes fortunas del mundo— no ayudó a su equilibrio. La actriz volvió a ser ingresada, esta vez en la clínica Menninger de Topeka (Kansas). El alta sólo le fue dada después de un año.

"Cuando enviudó de su segundo marido, el magnate tejano W. Howard Lee, como las señoras de antaño Gene Tierney dedicó el resto de su vida a la beneficencia"

Al salir, intentó volver a ocupar un lugar en el mundo lejos de Hollywood y de la fama. Con tal motivo se empleó como dependienta en una tienda de ropa, hasta que fue descubierta por una clienta y volvió a ser objetivo de la prensa. La Fox le ofreció un nuevo contrato. Sólo fue capaz de rodar unos planos de Vacaciones para enamorados (1959), una comedieta de Henry Levin que no estaba, ni de lejos, a la altura de las grandes cintas que protagonizó en los 40. No tardó en regresar a Menninger mientras esa patulea, que tanto gusta de hacer trizas a los caídos, dudaba seriamente de que pudiera retomar su carrera.

Lo hizo en el 62, bajo los auspicios de Preminger, uno de los cineastas que mejor la dirigieron en sus días de gloria, en Tempestad sobre Washington. Pero el tiempo de la maravillosa Gene Tierney ya había pasado. Volvió a las dos pantallas muy esporádicamente a lo largo de los años 60. Se retiró definitivamente en 1980, tras intervenir en Escrúpulos, una de esas teleseries de multimillonarios que hacían furor en antena en los primeros 80.

Cuando enviudó de su segundo marido, el magnate tejano W. Howard Lee, como las señoras de antaño Gene Tierney dedicó el resto de su vida a la beneficencia. Murió en 1991. Su estrella ya solo brillaba en el parnaso cinéfilo, destacando entre la de las actrices más dotadas y más bellas de la pantalla pretérita.

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Javier Memba

Tintinófilo, escritor y periodista con casi cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978–, Javier Memba (Madrid, 1959) es colaborador habitual del diario EL MUNDO desde 1990. Estudioso del cine antiguo, tanto en este rotativo madrileño como en el resto de los medios donde ha publicado sus cientos de piezas, ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción–La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008). Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014), un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada, es su última publicación hasta la fecha. Blog El insolidario · @javiermemba

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