La burbuja se desvanece al entrar en contacto con el suelo. Su mundo se funde violentamente con la dura realidad. Como cuando el despertador nos saca de un placentero sueño lúcido, recibimos una bofetada inesperada o acabamos un libro cuya lectura hemos apreciado. Zas. La tregua termina y nos enfrentamos a la vida.
Si además nos damos cuenta de que el mundo imaginado, que nos acogió en el seno de ese buen libro, no es el mismo para todos, el golpe es aún más duro. A pesar de leer las mismas palabras, la arquitectura construida en nuestra mente no es la misma que la visualizada por cualquier otro lector, ni que la creada por el autor. Los mecanismos que producen imágenes a partir de la palabra escrita, evocando escenas ya registradas y actuando como el pintor cuyas pinceladas, más o menos precisas, acaban configurando un paisaje completo, son fascinantes y su funcionamiento aún escapa a nuestra comprensión.
Sin embargo, los niños nos pueden enseñar mucho sobre esos complejos engranajes. Yo mismo lo he comprobado jugando con mi hijo, que convierte el suelo de su habitación en un terreno hostil para quien no respete las reglas dictadas por su imaginación. Una vez desplacé un pequeño coche con la mano y fui inmediatamente reprendido: «No, ahí está el mar, no puedes traspasar la orilla». Se me ocurre decir que por allí no hay agua y que puedo pasar, pero obtengo una oposición directa: «¡No, lo imaginamos!». Zas. Toda mi mente se revolvió ante una verdad incontestable. Los adultos perdemos progresivamente la imaginación, conforme envejecemos. Pero no es un proceso tan natural e irremediable como puede parecer. Si bien la sociedad actual acelera esa pérdida, es muy importante ejercitar la imaginación con cualquier actividad creativa que retarde los efectos. Y la lectura contribuye a ello de forma sencilla y accesible a cualquiera. Mis pensamientos vuelven al suelo de la habitación de mi hijo para mover el coche hasta tierra firme. Entonces lo entiendo todo. El mundo que ven sus ojos no es el mismo que ven los míos. Del mismo modo que la realidad que unas páginas crean para mí no es la misma que la concebida por el escritor.
La evidencia salta a la vista, como cuando caminaba un día por la calle y mi hijo levantó una mano para mostrarme una señal de tráfico. Al principio no vi nada destacable, pero pronto distinguí la cola de un lémur, que se enroscaba en el poste y, desde lo alto, nos miraba con ojos saltones y una pequeña mochila en la espalda. Mientras observaba atónito al extraño intruso, vi a lo lejos el dibujo de un panda rojo: un grafiti en el muro ciego de un edificio. Junto a éste, otra enorme pintura retrataba a una mujer amamantando a un cachorro. Seguí barriendo la calle con la mirada, descubriendo nuevos animales a medida que avanzaba: un tucán posado en una bajante, unos monos que corrían sobre una cornisa, una ballena que dirigía a una variopinta orquesta… A nuestro alrededor, niños y adultos alzaban la mirada como nosotros, sorprendidos por el inesperado espectáculo. De pronto, me sentí como si entrara en la cabeza de mi hijo, en un imaginario desconocido que se desvelaba de forma repentina ante mis ojos. Como si me envolviera el universo de un nuevo libro.
Pasado ese mágico momento y una vez hecha la búsqueda de rigor en Google, supe que se trataba de una exposición de arte callejero, que fue montada en una fugaz noche y que, bajo el título de Simbiosis, mezclaba animales con humanos y cambiaba nuestra forma de ver la ciudad. Los franceses en general, y los lioneses en particular, son muy dados a decorar los muros ciegos con grandes pinturas: frescos y trampantojos que se convierten en exponentes del arte local y cuentan historias a quienes caminan a su lado. Como si viviéramos en una inmensa novela gráfica. En Lyon los ejemplos son numerosos y asaltan al transeúnte en el rincón menos esperado, dando otra vida a lugares que, sin ellos, carecerían de alma. Modelando el vacío, creando un mundo que, en lugar de muros, tiene horizontes sin límites. Como la imaginación de un niño. Como el universo de un libro.
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