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El país de los sueños perdidos, de José Manuel Sánchez Ron - Zenda
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El país de los sueños perdidos, de José Manuel Sánchez Ron

En esta obra monumental, largamente necesitada, el profesor y miembro de la Real Academia Española José Manuel Sánchez Ron analiza, e interpreta, la historia de la ciencia que se hizo en España desde el siglo VII, cuando Isidoro de Sevilla escribió sus Etimologías, hasta la promulgación de la denominada «Ley de la Ciencia» en 1986....

En esta obra monumental, largamente necesitada, el profesor y miembro de la Real Academia Española José Manuel Sánchez Ron analiza, e interpreta, la historia de la ciencia que se hizo en España desde el siglo VII, cuando Isidoro de Sevilla escribió sus Etimologías, hasta la promulgación de la denominada «Ley de la Ciencia» en 1986.

A lo largo de los siglos, no han faltado españoles capaces de apreciar el valor de la ciencia, entendida como un sueño al que merece la pena dedicarse, por su valor intrínseco, como el mejor instrumento de que disponemos para entender todo lo que nos rodea, pero también por su innegable utilidad para facilitarnos la vida. Esta es la historia de todas esas personas —y de las instituciones en que trabajaron—, que, condicionadas por la situación política, económica, militar o social del país, se dedicaron a la ciencia y vivieron momentos de esperanza pero también de frustración, al comprobar que sus sueños se habían perdido, que despertaban en un país que no era el que ellos habían deseado. Escrito con una prosa admirable, El país de los sueños perdidos nos habla del ayer, pero también de un mañana que los españoles deberían esforzarse en construir.

Zenda adelanta un fragmento de El país de los sueños perdidos. Historia de la ciencia en España, de José Manuel Sánchez Ron, editado por Taurus.

***

PRÓLOGO

Me eduqué como físico teórico, disciplina que practiqué durante algunos años, hasta que la historia de la ciencia me ganó para ella. Como antiguo físico, mi atención se dirigió inicialmente hacia la historia de la ciencia (de la física en especial) más universal, en la que España no ocupaba un buen lugar, salvo por alguna excepción —Santiago Ramón y Cajal por encima de cualquier otro—. Las teorías especial y general de la relatividad y la biografía de su creador, Albert Einstein; la compleja historia de la física cuántica y, más tarde, las relaciones entre el poder (político, económico y militar) y la ciencia durante los siglos XIX y XX fueron los temas a los que dediqué más esfuerzos. No pensé entonces, en aquellos primeros años, que la historia de la ciencia española me ocuparía tanto tiempo y dedicación como ha terminado llevándome, siempre, eso sí, sin abandonar mis intereses más, digamos, «universales».

Con alguna salvedad, los temas a los que me he dedicado en el dominio de la historia de la ciencia en España han versado sobre lo que sucedió en los siglos XIX y XX en la física y la matemática; he escrito biografías de José Echegaray, Santiago Ramón y Cajal, Esteban Terradas y Miguel Catalán, y me he ocupado de las grandes instituciones que se crearon en esas centurias (algunas aún existen): la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el Instituto Nacional de Técnica Aeronáutica (Aeroespacial, más tarde) y la Junta de Energía Nuclear. En 1999, antes de haber realizado alguno de esos estudios, asumí la tarea de ofrecer una visión general de lo que había sucedido en la ciencia española en esos dos siglos, siendo el resultado mi libro Cincel, martillo y piedra. Historia de la ciencia en España (siglos XIX y XX) (Sanchez Ron, 1999).

Desde entonces, he continuado escribiendo sobre la historia de la ciencia española, y aprendiendo al tiempo de los muchos y buenos trabajos publicados en este campo. (Como Goya en su dibujo del Álbum de Burdeos, puedo decir: «Aim aprendo».) Y así decidí que era el momento de intentar escribir una historia de la ciencia que se ha hecho en España sin la limitación temporal de mi Cincel, martillo y piedra, cuyos contenidos se ven ahora, en los capítulos correspondientes, ampliamente renovados y mejorados. El resultado es este libro, El país de los sueños perdidos. Historia de la ciencia en España.

La primera pregunta a la que debo responder es la de por qué el título de El país de los sueños perdidos. A lo largo de las páginas que siguen se comprobará que la ciencia, entendida como un sueño al que merecía la pena dedicarse, bien por su valor intrínseco, como el mejor instrumento de que disponemos para entender todo lo que nos rodea en la naturaleza, entidades —entre ellas, nosotros mismos— y fenómenos, o bien por su innegable utilidad para facilitarnos la vida, ha sido una meta valorada y perseguida por algunos españoles de ayer y de hoy. Y que sus deseos y esperanzas se vieron frustrados a la postre, aunque vivieran momentos de esperanza. Comprobaron, ellos o los que llegaron después, que sus sueños se habían perdido. Que despertaban en un mundo, una España, que no era la que ellos habían deseado. No son pocos, sino demasiados, los lamentos que en este sentido aparecen citados en las paginas que siguen. Lamentos que todavía hoy resuenan familiares en nuestro lacerando nuestras almas. «Ojalá que lleguen pronto los tiempos del trabajo alegre y de la alegría trabajadora, clamó José Echegaray en 1910 al contestar en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales al discurso del físico Blas Cabrera como nuevo académico. Se refería, claro esta, al trabajo científico. Hoy la situación de la investigación científica en España es mucho mejor que la de entonces, pero todavía esta sumida en demasiadas trabas y desatenciones, que permiten renovar el grito de aquel polifacético ingeniero de Caminos reconvertido en famoso dramaturgo, el mejor matemático español del siglo XIX, que lo que verdaderamente deseaba era poder dedicarse a la ciencia que amaba, la matemática.

Sobre el contenido de este libro, debo alertar que no he pretendido en él que aparezcan todos aquellos que, de alguna manera, han participado en la historia de la ciencia en España, una empresa que habría sido, en cualquier caso, un deseo vano, imposible de cumplir. No soy, ni he intentado nunca ser, un «historiador-entomólogo», entendiendo por esta denominación un historiador que busca con afán hasta el último detalle o personaje, por minúsculos que estos sean. Sé bien que la historia no debe marginar a los personajes (supuestamente) «menores», a científicos cuya huella desapareció tan pronto como dejaron sus investigaciones, o incluso antes. Y debe prestar atención no solo a aquellos que hicieron de la ciencia su principal menester en la vida, sino, como bien nos enseñó la escuela de los Annales, a otros mucho más «secundarios», ejemplificados por Carlo Ginzburg en su libro Ilf ormaggio e i vermi. Il cosmo di un mugnaio del ‘500 (El queso y los gusanos. El cosmos de un molinero del siglo XVI; 1976), en el que reconstruyó la vida de uno de los personajes más aparentemente «anónimos» —fantasmas evanescentes para la historia tradicional—, el molinero Domenico Scandella. Conocemos, por ejemplo, mucho de la vida de Santiago Ramón y Cajal, pero ¿qué sabemos del alimañero que en Madrid le surtía, como él mismo recordó en su Historia de mi labor cientifica, de «culebras, lagartos, mochuelos, cornejas, lechuzas, gallipatos, salamandras, pecas, truchas, etc., vivos», con los que pudo avanzar en sus investigaciones? La historia, en definitiva, no puede comprenderse en su totalidad si junto a los grandes personajes o instituciones, a los reyes todopoderosos, políticos influyentes, guerreros o aventureros, a los gigantes del pensamiento, a las sociedades en las que se reunían los mejores intelectos de la época o a los reinos en los que podía llegar a no ponerse el sol, no se incluye también a esos humildes artesanos y técnicos que hicieron posible —o sufrieron— la existencia de estos: soldados, mendigos, amanuenses, impresores, fabricantes de queso, administrativos o albañiles, a los que en la ciencia hay que incluir específicamente otros como pueden ser fabricantes de instrumentos, ayudantes de laboratorio o pulidores de lentes. Pero si yo hubiera pretendido acercarme tan solo a esa meta, entonces este libro sería una historia interminable.

Tal vez sorprenda —o moleste— a algunos lectores las, en ocasiones, largas citas que he incluido. Ha sido una decisión consciente, motivada por mi deseo de recuperar voces con frecuencia perdidas salvo por el recuerdo que puede ofrecer la historia, de dejar constancia de las palabras, de los escritos, de algunos de los protagonistas de mi reconstrucción. Y algo parecido explica las numerosas citas de historiadores cuyos estudios he utilizado.

Una historia de la ciencia, del país o de la comunidad que sea no puede considerarse completa si no incluye una disciplina que es ciencia, pero también técnica y «arte» (la que se deriva de la relación medico-enfermo), esto es, la medicina. Y tampoco si no recoge la técnica-tecnología. Dada la extensión de este libro, debería ser evidente que no hubiera sido posible hacer justicia en él a estos dos universos, cognitivos y prácticos al mismo tiempo. Aparecen, por supuesto, aunque únicamente cuando no era posible prescindir de ellos para entender la historia que he pretendido narrar, salvo, tal vez, en el caso de Santiago Ramón y Cajal, pero ¿cómo prescindir de la luz más brillante que ha iluminado las esperanzas de un futuro científico mejor para España?

Durante mucho tiempo cada vez más lejano, espero, la denominada «polémica de la ciencia española» ocupó la atención y los esfuerzos de numerosos eruditos y científicos nacionales a los que enfurecían las afirmaciones que hizo el enciclopedista francés Nicolas Masson de Morvilliers (1740-1789) en la entrada «Espagne» de la Encyclopedie methodique. Afirmaciones como:

El español tiene aptitud para las ciencias, existen muchos libros y, sin embargo, quizá sea la nación mas ignorante de Europa. ¿Qué se puede esperar de un pueblo que necesita permiso de un fraile para leer y pensar? […] Hoy, Dinamarca, Suecia, Rusia, la misma Polonia, Alemania, Italia, Inglaterra y Francia, todos estos pueblos, enemigos, amigos, rivales, todos arden de una generosa emulación por el progreso de las ciencias y de las artes. Cada uno medita las conquistas que debe compartir con las demás naciones; cada uno de ellos, hasta aquí, han hecho algún descubrimiento útil, que ha recaído en beneficio de la humanidad. Pero ¿qué se debe a España? Desde hace dos siglos, desde hace cuatro, desde hace seis, ¿qué ha hecho España por Europa?

Fecunda como pudo ser aquella polémica, no ha sido mi intención participar en ella. No he pretendido ser, ni hubiera sabido serlo, un Menéndez Pelayo redivivo (dicho sea esto con todo el respeto que la memoria y la obra de don Marcelino merecen). No me interesa defender ningún supuesto «honor patrio», ni buscar precursores nacionales ignorados. Lo que he pretendido en este libro es componer una visión general, pero amplia, de la historia de la ciencia española desde, básicamente, el siglo VII, cuando Isidoro de Sevilla escribió sus Etimologías, hasta la promulgación de la denominada «Ley de la Ciencia» en 1986. La principal conclusión que he extraído de esa pretendida «visión general» es que la historia de la ciencia en España se ajusta bastante bien a su historia sociopolítica, en la que abundaron acontecimientos de los que lo menos que puede decirse es que «perturbaban la normalidad»; estados o situaciones a los que necesariamente se acompasaban la vida y posibilidades de trabajo de quienes deseaban dedicarse a la ciencia. Tal vez, y aunque existieron excepciones, lo que se echa de menos en la historia científica española es la presencia de personas o grupos que se elevasen por encima de las circunstancias nacionales específicas. Todos los países con una historia tan dilatada como la de España han atravesado por situaciones muy variadas y difíciles, pero en algunos de ellos —como Inglaterra, Escocia, Francia o los länder de lo que luego sería Alemania— no escasearon quienes «miraron mas allá» de lo cotidiano, individuos con la suficiente curiosidad o interés intelectual para dedicarse a intentar entender lo que existe en la naturaleza y las leyes que la rigen, sin otro fin que el de comprender; personas como las que se reunieron en Londres poco después de comenzar la segunda mitad del siglo XVII para hablar sobre temas de «filosofía natural», cónclaves de los que brotaría en 1660 la Royal Society. Ese tipo de cultura escaseó en Espana. Y, entre los que participaron de ella, pocas veces se encontraban los mejor situados cultural y económicamente: aristócratas o hidalgos, mas preocupados por salvar su alma, su estilo de vida o su «honor» que por comprender aquello que les rodeaba.

Soy consciente de que lo que acabo de decir no puede considerarse una explicación general, una teoría completamente satisfactoria, que permita entender la historia de la ciencia en España. Me adhiero a lo que escribió en su autobiografía, Haciendo historia, el eminente hispanista John Elliott (2012: 212): «aunque era escéptico sobre las posibilidades de formular cualquier gran teoría, estaba ansioso por dejar espacio para el análisis, pero de tal forma que no obstruyera la fluidez del relato. Se trata de un reto al que se enfrentan todos los que cultivan la historia narrativa, pero inevitablemente se complica cuando hay que contar no una sola historia sino dos o más». Y yo he contado —o tratado de contar— en este libro muchas historias.

Por fin he llegado al final del largo empeño y camino que ha sido escribir este libro. Como cualquier autor, espero que sea de utilidad a algunos, pero siempre queda la duda que también expresó de manera magnifica John Elliott (2012: 112-113):

El reto al que se enfrenta cualquier historiador ambicioso es aprehender las características de una época de modo que las acciones y comportamientos humanos resulten comprensibles, combinando el análisis y la descripción sin perturbar la fluidez narrativa. Al final, como saben todos los buenos historiadores, siempre quedara un poso de decepción. Ninguna narrativa llega a ser enteramente exhaustiva, ninguna explicación total, y el equilibrio entre la descripción y el análisis es exasperantemente difícil de conseguir. Lo mejor que se puede esperar es una aproximación convincente de periodos, personas y acontecimientos pasados como permitan los testimonios conservados, una reconstrucción, además, que esté presentada de manera tan eficaz como para atraer y mantener el interés del lector.

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Autor: José Manuel Sánchez Ron. TítuloEl país de los sueños perdidos. Editorial: Taurus. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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José Manuel Sánchez Ron

José Manuel Sánchez Ron es Licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad Complutense de Madrid (1971) y Doctor (Ph.D.) en Física por la Universidad de Londres (1978). Desde 1994 es Catedrático de Historia de la Ciencia en el Departamento de Física Teórica de la Universidad Autónoma de Madrid, donde antes (entre 1983 y 1994) fue Profesor Titular de Física Teórica. Es autor de 45 libros, el último Albert Einstein. Su vida, su obra y su mundo (Crítica, 2015). En 2001 recibió el Premio José Ortega y Gasset de Ensayo y Humanidades de la Villa de Madrid por El Siglo de la Ciencia (Taurus 2000), en 2011 el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos por La Nueva Ilustración: Ciencia, tecnología y humanidades en un mundo interdisciplinar (Ediciones Nobel, 2011), y en 2016 el Premio Nacional de Ensayo 2015, por El mundo después de la revolución. La física de la segunda mitad del siglo XX (Pasado & Presente 2015). Desde 2003 es miembro de la Real Academia Española, en la que ocupa el sillón “G”.

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