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Mónica Ojeda: "¿Por qué sería poco ético nombrar una violencia que ya está en el mundo?"
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Mónica Ojeda: «¿Por qué sería poco ético nombrar una violencia que ya está en el mundo?»

Fotografía de portada: Lisbeth Salas. Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) publicó en su día Nefando y Mandíbula, dos novelas que la ubicaron violentamente en el panorama literario hispanohablante. Ahora, en el escaso margen de un mes, prueba dos formatos distintos: viene de publicar con Candaya —el sello que acogió sus dos novelas— el poemario Historia de la leche; con Páginas...

Fotografía de portada: Lisbeth Salas.

Al principio, los bebés no saben hablar. Después asimilan un lenguaje y ya es tarde, ya es tarde, ya es tarde. Ya no se deshabla más.

Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) publicó en su día Nefando Mandíbula, dos novelas que la ubicaron violentamente en el panorama literario hispanohablante. Ahora, en el escaso margen de un mes, prueba dos formatos distintos: viene de publicar con Candaya —el sello que acogió sus dos novelas— el poemario Historia de la leche; con Páginas de Espuma el libro de relatos Las voladoras.

Hablo con ella en un lenguaje común y convenido.

***

—Me gustaría partir del diálogo lingüístico que entablan los dos libros que acabas de lanzar. El penúltimo relato de Las voladoras, de hecho, comparte versos exactos con Historia de la leche. Me interesa saber cómo estableces los vasos comunicantes entre la narrativa y la poesía, en tanto lenguajes distintos de los que te sirves para aproximarte a un núcleo común.

—Para mí la narrativa no tiene sentido si en ella no se da un flujo de carácter poético en la búsqueda de la expresión escrita. En el fondo, siento el hecho de contar una historia como una excusa y como lo que menos me interesa; mi interés está en el descubrimiento que se da en el lenguaje. Eso es lo que me estimula como escritora y como lectora: si trabajo con la narrativa busco directamente una experiencia poética en el lenguaje, cuando trabajo con la poesía empleo también elementos narrativos para buscar esa misma experiencia. Diría que son géneros contaminados entre sí, aunque ese término tiene una connotación negativa que yo no atribuyo a este caso concreto; diría que son asimilables, que se pueden mezclar. En referencia a Terremoto, el relato de Las voladoras al que haces referencia, lo que yo buscaba era llevar esa asimilación al límite, escribir un relato que se pudiese leer como si fuera un poema sin, al mismo tiempo, dejar de ser un relato. Tener esa clase de ejercicio en este libro es una suerte de declaración de intenciones, una manifestación expresa de mi gusto por la hibridación natural de los géneros literarios.

—Quizá estos dos ejercicios constituyan aproximaciones más puras a tu búsqueda lingüística de lo que podían ser Mandíbula Nefando, dada la presencia en ellas de más elementos vinculados con el pensamiento estructural y de superficie novelística; en Historia de la leche Las voladoras, a través de dos vías distintas, podríamos determinar que tu acercamiento a lo que quieres contar se produce de forma más abrupta.

—Es verdad que, para que una novela funcione, yo tengo que echar mano de una serie de recursos técnicos específicos. De este modo, por ejemplo, el manejo de la tensión narrativa es fundamental para mantener atado al lector, para lograr que llegue al fondo de mi búsqueda sin abandonarme al segundo párrafo. En los cuentos, sin embargo, el tiempo está menos dilatado y la intensidad no exige ser repartida por el espacio textual como en el caso de la novela, sino que puede concentrarse en su totalidad de principio a fin; sí, en el fondo creo que el formato del relato aporta una concepción distinta del tiempo narrativo, una eliminación de los juegos tensionales de la novela. En algunos de mis cuentos, de hecho, la tensión está tan desdibujada y extendida sobre el texto que acaba por ser irrelevante: el lenguaje cobra todo el protagonismo.

—Y esto, en la poesía, se lleva a cabo de manera si cabe más extrema. En ella te mueves entre los mismos campos semánticos presentes en tus novelas aunque totalmente despojados del aparato que los rodea. De este modo, el lenguaje se revela esparcido, en cierto sentido desnudo.

—Juan Casamayor, mi editor en Páginas de Espuma, me dijo que en la poesía y el cuento se desnudan más mis intenciones como escritora, que en ellos se ve claramente que para mí la escritura es un trabajo específico con el lenguaje y la palabra, un ejercicio de indagación que en la novela queda algo más soterrado por el peso de lo contado, por la construcción de los personajes y demás elementos que la constituyen. La novela es un género que me gusta mucho porque resulta muy maleable y proteico: te permite hacer prácticamente de todo. En La desfiguración Silva, mi primera novela —sin editar en España—, por ejemplo, introducía un guion cinematográfico. Para mí, ya desde el principio, la novela fue un espacio en el que lo divertido es ver hasta qué punto puedes estirar las reglas que vienen dadas para hacer algo distinto con ellas. Cuando escribo una novela —y ahora, de hecho, me encuentro en el proceso de escritura de una—, mantengo en mi cabeza constantemente la siguiente pregunta: ¿si me desplazo un poco hacia este lado concreto, qué puedo conseguir?

***

—Me interesa incidir en las intenciones como escritora a las que haces referencia. En tu obra está siempre presente la búsqueda de una suerte de límite moral del acto enunciativo; un esfuerzo por ver hasta qué punto puedes llegar tú misma a la hora de nombrar una serie de cosas que desdibujan los marcos morales socialmente impuestos, no solo a través de la introducción de una serie de elementos argumentales, sino especialmente mediante un ejercicio de violencia lingüística muy específico. 

—Bien: yo lo que creo es que la violencia presente en la realidad tangible resulta en ocasiones tan abrumadora, tan desorientadora, que no llega a penetrar de forma clara en el espacio mental del individuo. Ahí entran en juego las palabras, que a veces son el único mecanismo capaz de introducir esa violencia dentro de nuestra cabeza. Te pongo un ejemplo algo estúpido: cuando te golpeas caminando por la calle te quedas, en primera instancia, desorientado: no sabes cómo asimilar esa violencia. Al pasar un tiempo, la organizas en palabras y empiezas a articularla en tu cabeza, te dices me ha ocurrido esto en este lugar específico y de esta manera específica. De este modo, la violencia deja de estar en el exterior para introducirse también en el interior; puede filtrarse a un espacio de entendimiento o desentendimiento. En todo caso, ha penetrado. Algo pasa con la palabra y con el hecho de nombrar las cosas que están afuera, que es como si las metiera dentro. Y esa introducción puede ser difícil de asimilar si dichas cosas son muy violentas, si son horribles o nos dan miedo; cuando llevas a cabo el ejercicio de poner nombre a ese tipo de cuestiones también estás introduciéndolas dentro de ti. Así se genera el tabú en torno a ellas, en torno a qué cosas deben y no deben ser nombradas. La gente suele pensar que no se deben decir porque está feo, pero el fondo del asunto es mucho más terrible porque tiene que ver con que, si las dices, te condenas a articularlas. Las palabras son capaces de generar mundos y laberintos en nuestras cabezas y eso es lo que me parece misterioso del lenguaje: cómo una determinada gramática de la experiencia te puede llevar a poseer un mundo interior totalmente invasivo, un mundo interior no construido por ti, sino impuesto por esa gramática que, en ocasiones, procede del exterior. A veces simplemente ocurre que alguien te dice algo y ese algo genera en ti un mundo que te hace ser invadido por el lenguaje de otra persona.

Pienso que todo esto ocurre con los libros en tanto manifestación de la experiencia de nombrar cosas que resulta complicado enunciar. Quizá por eso se considere que escribirlas pueda ser inmoral o ético, pero yo me pregunto: ¿por qué sería poco ético nombrar una violencia que ya está en el mundo? Esta es una poética personal y para nada considero que tenga que ser el debe de la escritura, pero a mí sí que me interesa llevar todo eso hacia dentro, principalmente porque siento que hacerlo es la única manera que tenemos de ser menos crueles. Vivimos constantemente enajenados con respecto a la violencia porque, pese a vivir rodeados de ella, nunca le dedicamos espacio mental hasta que nos impacta con su gesto dramático; es cuando la violencia nos golpea a nosotros cuando empatizamos con el dolor de los otros. Creo que esto ya lo he dicho alguna vez, pero de verdad considero que la escritura es una forma de ensanchar la empatía, un ejercicio de desenajenación.

—Y, pese al poder que le confieres a la palabra, en tu obra también está presente la duda acerca de las capacidades del lenguaje como herramienta emancipadora en el sentido de que también cuenta con unos límites específicos. Pienso, por ejemplo, en el personaje de Annelise en Mandíbula, en su forma de generar un espacio de horror innombrable, poblado de ideas a las que la palabra no puede acceder. Anuncias, así, que más allá de la experiencia lingüística y empática que se produce a través de la enunciación todavía queda un margen de violencia que la palabra desconoce.

—Eso es justamente lo que me interesa: la posibilidad de que la palabra te permita ver cómo la misma palabra es incapaz de culminar su propósito. A mí me gusta trabajar con la escritura porque, hasta cierto punto, encarna una imposibilidad. Al enfrentarte a una serie de temas que puedan resultar emocionalmente extremos en su violencia, queda claro que se da un límite hasta el cual puede extenderse el acto enunciativo, dado que las palabras son incapaces de aprehender todo ese volumen de experiencia, pero sí tienen la capacidad de demostrar hasta qué punto pueden llegar ellas mismas. Es la propia palabra la que te deja asistir a su imposibilidad de acción, la que te coloca en el filo de la experiencia y te hace intuir que hay todo un mundo después. Esto me pasa no solo escribiendo, sino también leyendo: muchas veces me encuentro con autores que me gustan enfrentados a este fracaso a la hora de tratar de ir más allá de las posibilidades del lenguaje. Te das cuenta perfectamente del momento en que chocan de frente con ese muro porque hasta ese punto se produce un dominio absoluto del lenguaje y, llegados ahí, comienzan a balbucear.

—En esta línea resulta interesante el hecho de que, como narradora, te coloques con frecuencia desde el punto de vista de preadolescentes que acceden al lenguaje y a sus posibilidades por primera vez, de personajes ubicados en el punto de la vida que define tu propio registro lingüístico, marca sus características y sus espacios. 

—De hecho, tiene que ver con el aprendizaje de la violencia a través del lenguaje. Antes hablábamos de que el lenguaje es capaz de introducir la violencia en nuestras cabezas, así que podemos entender perfectamente que los personajes que aprehenden un lenguaje de la violencia lo reproduzcan después. Y este lenguaje se refleja no solo en las palabras empleadas sino en la manera de pensar, de entender y mirar el mundo, de relacionarse con los demás. En Mandíbula esto resulta especialmente importante porque Annelise es una adolescente que, a través del empleo del lenguaje, crea un mundo que para sus amigas posee una entidad absolutamente realista, un mundo que, además, resulta bastante tétrico. Ella se da cuenta, a través de la experiencia con el lenguaje, de que tiene la capacidad de hacer cosas con la mente de los demás empleando las palabras, y de este modo se convierte en un personaje realmente manipulador. Adquiere conciencia de su capacidad de asustar a los demás, de hacerles creer determinadas cosas y conducirlos a su gusto. Eso es lo que resulta terrorífico de Annelise, y no se produce porque tenga poderes sobrenaturales, sino porque la gente manipuladora da mucho miedo. Y a la manipulación nos enfrentamos todos los días.

Foto: Sergio Cardierno.

En el relato Sangre coagulada, el segundo de Las voladoras, la protagonista y narradora es una niña que no tiene ese dominio sobre su lenguaje. De este modo, se encuentra en cierto modo enajenada respecto a su entorno y no se da cuenta de la violencia que se produce en él. No entiende ni que la han violado ni que ha sido sometida a ciertos abusos, cuenta lo que le ocurre como si no conociera su gravedad porque, en el fondo, la desconoce. Da cuenta a través del lenguaje de la manera en que se le escapa la realidad pero nosotros, como lectores, somos capaces de entender lo que ocurre a partir de su relato. Quería dar una muestra de cómo el lenguaje que empleas también puede dar cuenta de cosas que incluso tú misma no sabes, de cómo en cierta medida no eres dueña de tus palabras. A veces decimos cosas creyendo que proyectamos un significado específico y nuestros interlocutores interpretan otras distintas, que ni siquiera se nos habrían pasado por la cabeza. La niña de Sangre coagulada no cuenta que la han violado. Pero lo cuenta.

—En tu estudio de las relaciones interpersonales son centrales los vínculos maternofiliales —con la figura del padre de fondo, como trasunto conflictuante— en su doble flujo y su bidireccionalidad. Se confrontan la idea de concebir a una persona y la de construir una relación saludable partiendo de ese lugar tan insólito.

—Yo diría que lo que me interesa es explorar la veta donde residen las violencias. Lo que busco es desentrañar cómo se construyen este tipo de relaciones que, por su intensidad afectiva, no pueden entenderse sino como relaciones pasionales, como el tipo de relaciones que están más cerca de revelar nuestros aspectos más violentos. Aunque hayamos vivido en familias más o menos felices, resulta inevitable admitir que en algún momento nuestra madre pueda haber sido violenta lingüísticamente con nosotros, o nuestro padre, o nuestra hermana, o nosotros con ellos. ¡Y no porque seamos malas personas o nos reduzcamos a eso! Tiene que ver con que la violencia es algo que reside en nosotros y, en algunos casos, podemos herir involuntariamente a otros al decir cosas que resultan hirientes. Evidentemente, en mi obra yo llevo todo esto a casos muy extremos, pero también me interesan sus manifestaciones a pequeña escala. La estructura de la familia en sí, si la analizamos, ya resulta bastante perversa por heteronormativa, jerárquica y vertical. A mí me interesa estudiar esas relaciones específicas en las que la ternura y el golpe parecen estar tan cerca, lo mismo que el abrazo y la palabra hiriente; estudiar cómo esos dos momentos confluyen dentro de la misma experiencia relacional. Por una cuestión de curiosidad acerca de la experiencia de lo humano, tengo tendencia a sumergirme en esas oscuridades y opacidades, en el hecho de preguntarme cómo somos capaces de ser tan crueles con las demás personas, especialmente con aquellas a las que más queremos.

—La figura del padre aparece muchas veces fuera de plano, otras veces amagada a través del rastro de violencia que ha dejado tras de sí. La madre y la hija parten ya de una posición de inferioridad respecto a la figura masculina y entre ellas se genera una confrontación dentro de una marginalidad de partida, como en un intento de escapar de ser el último eslabón de la familia, el último eslabón del grupo.

—Otra cosa que trato de explorar es cómo el ejercicio del poder y la violencia no se lleva a cabo siempre de una manera unidireccional, aunque sea evidente que en muchos casos se produzca así. Simplemente es algo que yo, literariamente, no trabajo. Yo me desplazo a ese otro momento situacional en el que los supuestamente oprimidos generan, en un momento dado, algún tipo de resistencia a ese poder que los aplasta. Esa resistencia los vuelve capaces no de actuar de forma revolucionaria, sino más bien de todo lo contrario: al haber asimilado el lenguaje de la violencia, éste los lleva a reproducirlo con exactitud. Hablo de una especie de uróboros en el que las víctimas se convierten en victimarios y los papeles mudan, pero nunca se abandona el círculo de la violencia. Esto es lo que sucede en muchísimos casos, y se da así porque lo asimilado es el acto de pisar al otro, porque no hemos aprendido a no pisar.

—Resulta interesante la manera en que haces interactuar todo esto con la realidad material que te viene dada: en Nefando está la relación con los videojuegos y el mundo de Internet; en Mandíbula con la literatura de serie B… en tu obra, el universo pop sirve muchas veces como vía de escape o salvoconducto para escapar de esos círculos de violencia o redimirlos, también para marcar la pauta de las relaciones interpersonales que describes.

—Creo que todo eso se ha integrado en mis obras de manera bastante inconsciente, nunca pensado de antemano. Yo me nutro naturalmente no solo de literatura, sino también de cine, cómics y por supuesto de toda la cultura vinculada con Internet. Todo lo que me propone una mirada interesante sobre el mundo me parece literaturizable. En Las voladoras también está presente todo esto: en Slasher a través de cierta cultura cinematográfica underground; en Soroche de nuevo a través de Internet… Creo que todo esto está en lo que escribo como parte de nuestro paisaje contemporáneo, en tanto son cosas que están a nuestro alrededor y que yo encontraría artificial no introducir, como fingiendo que no existen. Insisto: todo esto no está pensado de antemano y yo no tengo intención expresa de hacer que mis libros sean particularmente pop, pero orgánicamente salen así.

***

—Siguiendo con tu realidad material, en tu obra se puede leer cierto trazado de regreso: Nefando era una novela mucho más española que Mandíbula, tanto a nivel lingüístico como en referencia a sus espacios y personajes. En Los voladores, este camino de vuelta emprendido en Mandíbula culmina con un último relato que rompe con fuerza con el tono de tu obra previa, pese a tratar temas similares. Rompe por su mirada, que abraza un componente en cierta medida mágico, vinculado a otra tradición literaria más abiertamente Latinoamericana. Esto se pone en relación con tu empleo del lenguaje desde el punto de vista léxico, que también alcanza aquí un grado de desinhibición que no estaba presente en las novelas.

—El caso es que yo soy una ecuatoriana mestiza, es decir: pertenezco a la comunidad más poblada de Ecuador, también a la más racista. Tuve una educación de clase media en un colegio bilingüe —el colegio se llamaba Jefferson, para que te hagas una idea—, una educación muy blanca pensada para niños bien, para, al terminar, acabar marchándonos a otros países. Más allá de eso, crecí en la costa de Ecuador, en una zona alejada de los Andes —aunque los Andes siguiesen cerca, dado que Ecuador es un país muy pequeño: si estalla un volcán, las cenizas llegan a Guayaquil sin problema—, y educacionalmente hay una distancia muy grande entre ambos lugares. En Ecuador, los mestizos costeños se quieren separar dramáticamente de lo indígena por el componente racial y colonial que pervive en los países de gestación tardía —Ecuador se constituyó como país hace muy poco, alrededor de 1830—. Todo ese pasado colonial marca inconscientemente los estratos sociales ecuatorianos: los blancos mestizos son los que más fácil lo tienen para acceder a la universidad, mientras que los afroecuatorianos son los que más dificultades se encuentran para conseguirlo, colocándose los indígenas en un estadio medio. La pobreza está racializada, con lo que podemos decir que existe un problema estructural.

Así pues, yo tuve una educación muy blanqueada que se ve reflejada en mi forma de hablar, algo que yo difícilmente puedo cambiar. Y no es que no quiera cambiarlo, dado que yo he girado voluntariamente para regresar a aquella cultura que se me arrebató cuando era niña, pero todavía hablo como una clase social ecuatoriana y no puedo desprenderme de eso. Esa es la violencia de mi palabra. Yo no pude apropiarme de la jerga de mi propia ciudad porque me tenían vedado hablar así, porque así hablaba la gente de clase baja. Cuando era niña no era consciente de todo esto, y no fue hasta que crecí cuando me di cuenta de que hablo la lengua del opresor. Me vine a estudiar a España y escribí Nefando siendo una estudiante latinoamericana en un país europeo, y fue entonces cuando cobré la conciencia completa de haber recibido una educación esencialmente europeizada. Fue entonces cuando empecé a preguntarme qué es lo que pasa en Latinoamérica. Qué es lo que pasa en Ecuador. Empecé a cuestionarme si acaso existe el pensamiento en mi país, dado que yo nunca había leído acerca de ningún filósofo o feminista ecuatorianos. Todas las feministas que me hicieron leer durante mi vida académica eran del norte: Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, Judith Butler. Consideré oportuno preguntarme, en ese momento, si es que en el sur no se piensa. Hice ese camino de vuelta y averigüé lo que sospechaba: efectivamente, existe todo un campo de pensamiento que a mí se me arrebató con el objetivo de blanquearme la mente, de mantenerme alejada de lo afroecuatoriano o lo indígena. Ese viaje de vuelta se ve en mis libros. Ha sido un viaje —y sigue siéndolo— llevado a cabo con mucho respeto, poniendo por delante que no es mi intención adueñarme de lo que se me arrebató, porque no es mío. Yo no soy andina y no quiero hacerme pasar por ello, pero sí pretendo demostrar mi interés por lo andino desde mi propia hibridación biográfica.

—Muchos personajes de tus novelas hacen un ejercicio similar, llevando a cabo una emancipación respecto al determinismo que viene dado por tu sistema educacional: pienso en los hermanos de Nefando y en su manera de desplazarse de la violencia recibida asimilándola y yendo hacia otro territorio para plantearse las preguntas desde allí. Está presente una exigencia: la de adquirir cierta perspectiva para poder replantearte los parámetros que te definen como hablante y escritora.

—La considero una búsqueda de refundar mi propio lenguaje. Si durante todo este rato hemos estado hablando de lenguaje y hemos dicho que éste es capaz de deformar tu mente y tu forma de comprender el mundo, yo he tenido que refundar el mío y hacer las paces con mi forma de hablar. Ya no trato de fingir que puedo hablar a través de una experiencia que no me pertenece, sino que el esfuerzo viene intentando asumir que esa experiencia me la han quitado y ya está. Sin embargo, este tampoco es un gesto de resignación, sino que considero que el mío es un lenguaje a refundar, y no para imitar o apropiarme de otro, sino para lograr al menos desmantelar el por qué de mi habla, comprender por qué hablo así. Saber mirar más allá de mis usos lingüísticos y desenmascarar una serie de cosas que, hasta hoy, permanecían veladas.

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Adrián Viéitez

Periodista cultural y estudiante de filosofía. Profesor de poesía contemporánea en el Máster de Periodismo Cultural de la USP-CEU. Antes, en la sección de cultura de El País, La Voz de Galicia, Radio Galega, Jot Down o en el Festival Márgenes. Coordinador de la antología 'Árboles frutales' (Ed. Dieciséis, 2021) y autor de los poemarios 'tratado sobre tu nombre' (Ed. En el mar, 2021) y 'Alta Escuela Musical' (Ed. Dieciséis, 2022).

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