Como insectos bibliófilos que son, los pececillos de plata no alcanzan la senectud, sino que llegan al epílogo de sus vidas; y en las últimas páginas de una larga y fructífera existencia, como pasa también con un buen libro, por un lado el pececillo no quiere que se acabe y por otro está deseando llegar al final. Quizá por esta dignidad a la hora de afrontar la vejez les suele gustar vivir en residencias de ancianos, ocultándose de los trabajadores pero mostrando su verdadera y desconocida naturaleza (o sea, parlanchina) a los viejos, proporcionándoles libros, o incluso leyéndoselos a los que ya no ven bien. En cuántas ocasiones no se habrá despachado a algún abuelo con una frase tipo está ya chocho el pobre, mira, ya habla solo cuando en verdad está conversando con su pececillo de plata amigo, locuaz y servicial, pero invisible a ojos indiscretos. ¿Y que por qué os cuento todo esto?, os preguntaréis. Por nada en concreto, pero cada día dedico unos minutos, mientras me tomo el café del mediodía, en pensar en mi yaya: porque si ella ya no puede acordarse de mí, lo haré yo por los dos.
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