“Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero… porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro”. Miguel Delibes, Viejas historias de Castilla la Vieja.
La tarde del 23 de febrero de 1981 estábamos en un barracón que habían levantado al lado de la residencia de estudiantes, mientras construían el Instituto de Bachillerato de Elche de la Sierra, en la vertiente donde se yergue, encapotada de misterio, la Cueva de la Encantada, camino del cementerio. Cursaba 1º de B.U.P. En nuestra ignorancia, más de uno deseábamos que triunfara el golpe de estado para no tener clase al día siguiente: si cuando murió Franco nos dieron unos días de asueto, lo lógico es que ahora nos dieran por lo menos una semana. De que la cosa iba en serio fui consciente cuando comuniqué la noticia en casa: mi padre, de natural muy comedido, empalideció y se marchó a buscar noticias fiables, entre las protestas de mi madre, que encendió una vela ante una estampa de la Virgen. Aún hubo quien se lamentó de que no hubieran triunfado los golpistas cuando tuvimos que ir a clase a primera hora al día siguiente.
Poco antes, gracias al tesón de don Ramón Fernández, profesor de Filosofía, Elche de la Sierra fue beneficiado con un instituto público, con una residencia aledaña para que los jóvenes de todas las comarcas de la Sierra del Segura pudieran cursar estudios secundarios, algo hasta entonces reservado a las familias pudientes, que podían costearse enviar a sus hijos a Hellín o a Albacete. A quien no tuviera tal bolsillo le quedaba mandarlos internos a un seminario a hacer el bachillerato antes de decidir si profesaban la vida eclesiástica. Tal pasó con mi llorado magister Raimundo, quien estudió en el seminario de Hellín, donde años antes también estudiara el inmenso José Luis Cuerda. Para bien de la Humanidad, ninguno de los dos se ordenó sacerdote.
Don Ramón y los que con él tiraron del sueño construyeron más patria que aquellos que se llenaban solapas de enseñas nacionales con el águila franquista. Al fundar aquel instituto no sólo proporcionaban una plataforma desde la que elevar el vuelo los hijos de gentes humildes, sino que estaban edificando una comunidad que volcaría su potencial humano en devolver a aquellas tierras, zaheridas por la incuria política pero besadas por la Naturaleza y los dioses, lo que a ellos les dieron. El que jóvenes de Yeste, Férez, Socovos, Letur, Ayna, Molinicos, Nerpio, Siles, Riópar… compartieran 4 años de vida en una etapa crucial creó un sentimiento de linaje que no conocía de términos municipales ni de arcaicas rivalidades. Si Nerpio ardía, los de Ayna, Letur o Elche acudían con sus coches a ayudar a las brigadas de extinción. La Sierra era su paraíso común.
Mientras se edificaban los edificios que albergarían el centro de enseñanza se usó el Hotel El Moreno para acoger a los estudiantes. Mi padre, que se pluriempleaba para pagar la entrada de la única vivienda que pudo adquirir en la capital tras 40 años de servicio (una VPO), después de acabar en las Escuelas trabajaba en la residencia como vigilante, ayudando a don Ramón y al resto en el cuidado del paisanaje, alguno muy peculiar, que poblaba aquellos salones. Al acabar mis clases, subía a visitarlo y me quedaba a estudiar, atraído por la incipiente biblioteca que atesoraban. Viniendo de una familia analfabeta en gran parte, donde los pocos libros que teníamos se veneraban religiosamente, siempre he sentido admiración por aquellas familias o instituciones que gozaban de una bien nutrida biblioteca. De aquellos tesoros uno llamó la atención del niño de 11 años que entonces era: una edición ilustrada de la Eneida de un tal Virgilio. Sentado en un sillón la devoraba con la misma fruición con la que liquidaba el bocadillo de sobrasada que Jaime el Cocinero preparaba para los residentes. Poco podía imaginar que ese Virgilio se convertiría en faro de mi vida.
Al llegar al instituto en 1º de BUP, Antonio San José, que tomó el relevo de los sólidos maestros que había tenido en las escuelas y robusteció mi amor por la gramática y la literatura españolas, nos dio la bienvenida acudiendo a una cita atribuida a Max Aub: “Uno es de donde hace el bachillerato, que es decir que uno es de donde nace conscientemente al mundo, a los sentidos, al amor”. Sólo tras llevar casi una década ejerciendo como profesor esas palabras de Aub y San José se me revelaron en toda su luminosa verdad. Desde entonces se las suelto a mis pupilos, hastiado de verlos pasivos, cerrados, indiferentes a lo que les podemos enseñar en las aulas, abducidos por televisión basura y juegos informáticos.
Gracias al profesor San José viví uno de esos momentos que forjan carácter: nos invitó a leer a Miguel Delibes, El camino. Lloré a cascadas cuando comprendí que el destino del Mochuelo era el mío: dejar el nido que me había hecho en el pueblo para abrirme camino con los estudios en la ciudad. Mi madre, que había ido a la escuela sólo para aprender las cuatro reglas, movía la cabeza, apesadumbrada al verme sollozar por un libro, sentado a la mesa de la cocina, en la que ella aviaba la cena. Donde Delibes pintaba al Moñigo o al Tiñoso yo veía a Sagredo. A Paco el Herrero le ponía las facciones de Josete. En las Guindillas identificaba las beatas, a las que bien conocía como monaguillo.
José Antonio Alemán, profesor de Biología y esposo de doña María Luisa, una de esas maestras luminosas que tuve en las Escuelas, continuó la senda que inició mi padre, que me enseñó Ciencias Naturales en la EGB. Nos hizo elaborar un herbario con las plantas que halláramos en nuestras salidas al monte. Se creó una competición para ver quién lo hacía más completo. Los de Nerpio o Riópar, a más altura que Elche, subían a los picos más altos en busca de las flores que no teníamos aquí. Cada quince días mi padre nos llevaba a casa de mi abuela paterna, en la huerta aledaña a Murcia, para ir a los partidos del Real Murcia. Yo aprovechaba para recolectar plantas endémicas de esa comarca. En mis rastreos veía horrorizado cómo los murcianos habían masacrado el río madre, el Segura, que conectaba la tierra de mis padres con el pueblo. Allí moceaba prístino y cristalino, prestándose a que saciáramos la sed bebiendo directamente de su cauce, en rincones adánicos como La Longuera, el Almazarán o Peñarrubia. Por Murcia parecía una cloaca. Sus aguas, turbias, llenas de espuma. Fétidas. Electrodomésticos viejos y animales muertos en su cauce.
Alemán aún nos ofrendó un último regalo: nos llevó a Cazorla, a fin de conocer su riqueza paisajística, faunística y florística. Con él vi por primera vez en semilibertad a ciervos y jabalíes, mientras bajaban a abrevar al Tranco. Pude imaginar un Guadalquivir henchido a su paso por Córdoba y Sevilla, alucinado por verlo tan niño en su nacimiento. Hice realidad mi sueño de admirar un castillo en persona. Los de Cazorla y la Iruela, nidos de águila encaramados en imponentes peñascos, pusieron piedra a las fortificaciones que había pintado en mi fantasía mientras leía al Cid o a Ivanhoe. Robusteció un idilio con los castillos que me nació cuando saqué de la biblioteca escolar un libro sobre las mejores fortalezas españolas. Tal me marcó mi primer viaje de estudios que en los 30 años que llevo en la enseñanza pública intento compartir con mis discentes cualquier espacio histórico, arqueológico o literario que se preste. Lo que vivamos en esas excursiones los enriquecerá mil veces más que cien clases magistrales.
2º de BUP llegó preñado de dones. Adela Franco me hizo amar a los clásicos: el Lazarillo, la Celestina, Quevedo, Lope de Vega, Calderón y Góngora acudieron rutilantes a mis ojos. En mi etapa docente en Huelva llevé a mis discípulos a Salamanca a hacer rutas literarias: conocimos sus recovecos a través del Lazarillo, la Celestina y el Estudiante de Salamanca. Cada vez que rematábamos en el Huerto de Calisto y Melibea, cabe la muralla y la catedral vieja, mis preces de gratitud se dirigían a Adela, por enseñarme a darle vida a los clásicos leyéndolos en los parajes y circunstancias apropiadas.
En 3º nos lanzó el reto de descubrir si primaba la sanchificación de Don Quijote o la quijotización de Sancho. Me atrapó en la tela de araña de los cervantófilos. Este verano lo he releído por tercera vez, en el ajado ejemplar que me regaló mi tío Pepe Baños, el Botas. Al ver las anotaciones que, bajo el magisterio de la Franco, hizo el pollo que fui, una gasa de nostalgia me cubrió, al tiempo que volvía a retribuir a mi mentora por haberme contagiado del virus del amor a la literatura.
Otro don fue la amistad. Aún quedaba algún capullo que descargaba el rencor hacia mi padre inventándome motes. Por entonces triunfaba la serie La conquista del Oeste. A Sagredo, mi amigo inseparable, empezaron a llamarlo Zebulón Macahan por su parecida forma de moverse, y a mí Montaña Grande, el indio que siempre lo acompañaba. Prefería ese mote al de Bolasebo, Sacograsa, Cuatrojos o Memo con los que me adornaban antes. Ese curso repitieron Rodrigo, Goli, el Nino, Pérez y el Metro, que tenían fama de malotes y eran tremendamente populares en el pueblo. El padre de Goli, Francisquete, era de Peñarrubia, donde el mío fue maestro, y entre ambos había simpatía. Goli, el factótum del pueblo, de una personalidad arrolladora, ingenio vivísimo y alma hospitalaria, me tomó bajo su cobijo. Eso me abrió también las puertas de su peña, la del Biberón, una de las más queridas. Las peñas son algo más que un grupo de amigos que se reúnen en las fiestas de septiembre y en las de san Blas para celebrar la vida bebiendo y comiendo: son también un motor de la vida social y cultural. A través de ellas se canaliza lo que ha dado renombre nacional a Elche de la Sierra: las alfombras de serrín. De sólito aglutinan a quienes la noche del sábado que sucede al día del Corpus llenan calles y plazas del casco antiguo de monumentos a la transitoriedad del arte, trazando con serrín y viruta tapices de elaboradísimos diseños, filigranas y fantasías. En las peñas, meses antes se discuten los bocetos, se cuadriculan, se cortan los moldes en madera (trabajo minucioso y complejo al máximo), a modo de alquimistas se mezclan los colores básicos que proporciona el ayuntamiento para conseguir el tono que quieres para cada una de las zonas en las que has dividido la alfombra. Ser aceptado por los de una peña tendía un nuevo hilo de Ariadna que me encadenaba con aquella tierra, con la que no tenía lazos familiares pero sí sentimentales.
3º supuso la constatación de que quería dedicar mi vida a ser profesor de instituto. Me marcó el ejemplo de aquella hornada de jóvenes docentes, interinos los más, que pensaban que la enseñanza era mucho más que dar unas horas de clase, que creían que el instituto debía ser uno de los motores del pueblo, en el que poco más se nos ofrecía que beber en los bares, que en su compromiso tenían devolver a la sociedad una generación de estudiantes bien formada y comprometida con su entorno. Muchos de ellos vivían en el pueblo y dedicaban sus tardes a organizar cosas con sus pupilos. Mi Magister Raimundo, tuno, amén de tunante, aglutinó un grupo para formar una rondalla y tocar bandurrias, laúdes y guitarras. San José y el Cabrero, el de Gimnasia, nos entrenaban para poder competir en los campeonatos escolares de baloncesto, balonmano y balonvolea (aún tengo el meñique de la mano izquierda torcido, señal de mi torpeza al dar un pase). Pepe Franco, mi didaskalos que me regaló el griego y a Homero, llevó su compromiso a trabajar como concejal.
Marivi, su mujer y profesora de filosofía, y Adela Franco nos hicieron una de las mayores ofrendas que se nos podían haber hecho: crearon un grupo de teatro para representar La venganza de la Petra, de Arniches, y llevarla, después de estrenarla en el vetusto Aguado, por todos los pueblos de los que venían los estudiantes del instituto. Adela y Marivi consiguieron modelar un grupo humano en el que un puñado de adolescentes trabajaba en equipo, sin importar si eras actor o técnico, modulando el afán de protagonismo de los que querían destacar, haciéndoles ver que ahí no había protagonistas ni secundarios, que todos éramos imprescindibles y que sin el trabajo de Goli, que había hecho un rudimentario equipo de luces con unos focos y unos listones o de Guerrerete, que echaba un cable en los cambios de escenario y organización del vestuario, los actores no podríamos lucir. Todos montábamos y desmontábamos. Todos nos sabíamos los papeles de todos y, si alguno se quedaba en blanco por los nervios, siempre había alguien, apuntador, técnico a actor para echarle un capote. Ana Gema, Paco Pepe, Sergio, María Jesús, Carmen, Tito, Ángel, Nico… tejimos unos nudos sentimentales entre nosotros y con nuestras directoras que sobrevivieron al paso de las décadas.
El teatro me sacó del refugio en el que me había encerrado para protegerme del acoso de unos indeseables que me habían hecho creer que sólo era un saco de sebo, gafotas y desgarbado. Gracias al teatro comencé a enfrentarme a mis complejos, a ganar confianza en mis cualidades, a dominar mis nervios, a aprender a hablar en público y a sentirme parte de un equipo, a volcarme por que Ana Gema o Ángel brillaran, en la conciencia de que, si lo hacían, mi actuación se beneficiaría. Recorrer aquellos andurriales como lo hicieron los miembros de La Barraca, dirigidos por Lorca, llevando cultura y diversión a localidades a donde “los cómicos” no iban, nos hizo ser conscientes de tener una misión importante en la vida. Cuando en junio de 1990 tuve que defender mi tema frente a un tribunal de oposiciones, con lo que me jugaba mi destino después de meses estudiando una media de 15 horas al día, saqué todas las enseñanzas que Marivi y Adela me inculcaron. Afiancé mis pies, controlé al milímetro mis movimientos, me dirigí por turnos a cada miembro del tribunal para ganarme su atención. Su penúltimo legado fue ayudarme a ganarme la plaza gracias a la cual llevo 30 años en la enseñanza. Tuve claro que yo también debía ofrendarles a mis discípulos la posibilidad de crecer como seres humanos merced al teatro. Los Thaliae Catuli en Huelva, los Thermarum Histriones en Alhama de Murcia y los Cervae Artifex en Patiño creo que son lo mejor que he podido hacer en mi carrera docente. Tuve la oportunidad de agradecerle a Adela lo que me regaló 25 años después de nuestra graduación, pero la vida, inmisericorde, nos había arrebatado a Marivi, por lo que me hurtó homenajearla en vivo.
El compromiso de mis profesores con el pueblo, mucho más allá de lo que mandaba su contrato, la forma en la que se relacionaban con sus alumnos, escuchándolos, sin juzgarlos, intentando encauzarlos, sirviendo como faro en la difícil travesía de un adolescente, que ha dejado de ser niño y que aún no es adulto, quien surca un mar lleno de tempestades y zozobras, todo eso me convenció de dedicarme a la enseñanza. Yo quería ser para mis chicos lo que Raimundo, Adela o Marivi fueron para mí.
Que gracias a su empeño de mi generación sacaran de hijos de médicos, maestros y terratenientes, pero también de albañiles, pastores, agricultores o mineros a médicos, notarios, profesores, abogados, enfermeros, autónomos… fue algo que aquellas comarcas deberían agradecer siempre. La educación fue el mejor presente que ese colectivo pudo hacer a nuestros pueblos: nos abrieron las puertas al mundo, nos dotaron de los mejores medios para que voláramos con nuestras propias alas.
En cada comunidad hay un grupo de personas que difieren del conjunto por una peculiaridad física o mental. Los sin entrañas se burlan de ellos, pero la mayoría los acepta como son y les devuelve el amor que derrochan. Ser saludado a gritos por uno de ellos. Ser sujeto de sus abrazos. Dedicar unos minutos a escucharlos te reconcilia con tu esencia humana.
Al primero “especial” que recuerdo era a un pobre hombre, machacado por la vida, y que, tal vez para conjurar su demonios, intentaba ahogarlos con vino. Cuando estaba embriagado circulaba por las calles vociferando “soy minero” y “me cago en el Copón de Bullas”. Lo llamaban el Bullas. Era inofensivo. El cura le había advertido de que, si seguía blasfemando, lo iba a llevar a la guardia civil para que lo tundieran. Desde entonces sólo berreaba “Bullas”, y aunque algunos zotes lo chinchaban para que soltara la cantinela completa, se guardó de hacerlo.
Yo era un desastre en Ciencias. Merced a la ayuda de Guerrero, Emilio y José Luis, compañeros buenos en ellas, pude aprobar Matemáticas y Física y Química. Correspondía dando clases de Latín, Griego, Lengua o Historia, mis pasiones, a quienes flaqueaban en ellas. Sagredo y Goli solían venir a casa para que les ayudara. Con la excusa de acompañarlos a sus hogares, recalábamos en el Aloha, el primer pub del pueblo, que se había convertido en nuestra guarida. Allí solíamos coincidir con nuestros profesores más “enrollados”, con los que compartíamos una partida de futbolín y unas copas. Una de esas noches se nos unió Chafari. Era pintor, y decían que vivía con una muñeca hinchable, a la que subía a su moto. Sacó una pistola. Raimundo y Pepe Franco le pidieron que la guardara, mientras le ofrecían un gin tonic. La depositó sobre la mesa y con toda la naturalidad nos tomamos unos cuantos en torno al arma.
Acabado el curso, hubimos de abandonar el que había sido mi mundo. Para matricularme en la Universidad de Murcia tenía que hacer el C.O.U. en esta provincia. Se cumplía en mí el destino del Mochuelo. Atrás quedaban los que me habían abierto el universo de la amistad, mis primeros amores, mis más numerosos desamores, quienes habían aprendido a tolerar mis complejos y a perdonar mis defectos.
No conseguí encajar en la ciudad. Sentía que ser de pueblo me denigraba a ojos de los urbanitas con los que quería fundirme. A modo de un redivivo san Pedro, renegué del pueblo.
El último perro que tuvimos era Diana, una perdicera de ojos color miel y belleza apabullante. Fue mi confidente en los melodramáticos desengaños amorosos que tuve, en los que sentía que el mundo se me acababa. Parecía entender todo lo que le comentaba sobre esos amores platónicos, a quienes jamás tuve arrestos para confesarles lo que por ellas sentía. Cada vez que me percibía lloroso, me daba un lametón. Con sus ojos me decía: “Ellas no te querrán. Mi amor es incondicional. Eres mi dios, con permiso de tu padre” .
Al trasladarnos a la ciudad se la regalamos a Antonio el de Aurelio, el mejor amigo de mi padre en Peñarrubia. Aún volví a verla una vez más en la gloriosa jornada que fuimos a la aldea a pisar la uva que Antonio había cosechado en sus viñas cercanas a Peralta. Diana no se separó de mí. Cuando se percató de que nos despedíamos y de que no la íbamos a llevar con nosotros, agachó la cabeza, inundada de tristeza. Ni me miró cuando la abracé. No volví a verla. Ni a ella ni a Antonio y María. Consumé mi traición. Renegué de mis raíces para intentar asimilarme a la urbe.
Pasé casi 15 años sin volver al pueblo y sin apenas saber de quienes habían sido paisaje fundamental de mis primeros años. Después de 6 cursos de estudios en Murcia, 3 trabajando en A Mariña lucense y 6 en Huelva, tras el nacimiento de mi primogénito, comencé a sentirme desarraigado. No sabía de dónde era. No me sentía de ninguna de las poblaciones donde había vivido, a la vez que me creía de todas. En vez de apátrida, era polipátrida. No tenía una Ítaca, sino muchas. Pero necesitaba una por encima de todas, una a la que volver a recargar energías, a buscar la paz conmigo y con mis dioses. Soñaba de manera recurrente con Goli y mis años de instituto. Lo tuve claro al fin: mi patria era Elche de la Sierra. Cuando volví y sentí que Rodrigo volvía a abrirme las compuertas del alma, sin una sola recriminación, sentí haber regresado a Ítaca.
Mi amigo Ernesto es un carpintero de los que llevan el oficio y el arte dentro. Junto a su mujer, Pili, han construido uno de mis paraísos en sus Casas de la Tahona. De un trillo te hacen una espectacular mesa de comedor. Una artesa se convierte en mesilla auxiliar. Lo que algunos han llevado al vertedero, restaurado con mimo, se vuelve un objeto de decoración preñado de encanto. Pili da vida a cada rincón colocando sus propias pinturas, flores y frutas de temporada, con un gusto exquisito. Suelo ir allí al menos tres veces al año.
Es por ellos por los que descubrí que ser de pueblo es sentirte igual a los dioses cuando en sus bares te sirven un plato de patatas fritas en aceite de oliva, de las almazaras de la zona, con unos huevos y unos pimientos secos también fritos por encima. Que mojando en ellos el pan, horneado a la leña, nada envidias a lo que te pueden servir en la capital en esos locales tan cuquis y con el gastro por delante, en los que te sirven humo a precio de diamante. Un plato de oreja, rabo o crestas de gallo eclipsa a cualquier suflé de pitiminí con reducción de pichisuá. Peregrinar por los diferentes locales catando en los albores del verano los caracoles chupaeros para ver quién los hace mejor, mientras que te saludan con “pos, ¿qué marcha llevas?” y te sueltan “arrea” a cada paso, te conecta con tus ancestros.
Ser de pueblo es irte a pescar al pantano de la Fuensanta con Goli y su hermano Miguel, que no piquen nada más que los mosquitos y, en vez de maldecir, te saquen una chulla de tocino ibérico y un pan de medio kilo y se pongan a lonchearlo con las navajas que ellos mismos han hecho. Y que, cuando regresas, anocheciendo, te encuentres a Ernesto, cubierto de serrín, y te diga que le apetece comerse un arroz a las tantas de la noche, y no pasa nada porque os jaléis uno con calamares a las dos de la madrugada, arropados por las constelaciones, con el croar de las ranas de la Balsa del Pilar de fondo.
Ser de pueblo es juntarte en su salón a comer hasta cinco variedades de tomates en verano, maldiciendo ante su prístino sabor a quienes te venden por tomate algo que sólo es plástico, a la vez que añoras los legendarios tomates negros de la zona, que no suelen cuajar todos los años, pero cuando lo hacen y los pruebas, su paladar te va a acompañar hasta el Hades. Ser de pueblo es que beses el Olimpo cuando Pili te trae un plato de pisto hecho por su madre con las hortalizas de su huerto, o cuando ella te hace unas gachas que te hacen saltar las lágrimas de dicha.
Ser de pueblo es que el Moli te invite a su huerto a ver pasar los toros en las fiestas y que a las 9 de la mañana lo descubras con sus primos Miguel y Goli afanados en hacer unas migas, un conejo frito con ajos y una miaja de forro a la brasa. Que no pregunte ni quién eres ni quién viene contigo, sino que te pase el porrón y te dé un tenedor para que piques donde quieras. Que te invite a catar la media docena de licores que ellos mismos destilan.
Ser de pueblo es vivir según las estaciones. Coger guiscanos en otoño, aunque te tengas que levantar a las cinco de la mañana para ir hasta Sierra Morena, donde conoces un par de “roales” en los que sabes que ha llovido días atrás y, si tienes suerte, llenas un par de capazas. Salir a buscar espárragos y collejas en sus temporadas y conocer cómo cocinarlas siguiendo las recetas ancestrales para sacar oro del sabor de estos humildes vegetales. Buscar caracoles cada vez que llueve: hacer una merienda cardenalicia donde el Moli con unos sapencos a la plancha, acompañados de unos pepinos del huerto del Ino, adobados sólo con un generoso chorreón de vinagre y sal gorda. Ser consciente de que la naturaleza ha de tener un equilibrio y que hay animales que, si no se cazan, se convierten en plagas para las cosechas u otras especies. Apretar los dientes y mentar a sus difuntos cuando unos talibanes urbanícolas te tachan de asesino si tienes licencia de caza o de pesca, ignorantes de cómo funciona la vida animal en libertad. Desconocedores de que si en un año se detecta escasez en algunas piezas, te abstienes de su caza y, al contrario, si las autoridades avisan de que algunos animales han proliferado tanto que son un peligro para la armonía natural, organizas batidas para resarcirla. Del mismo modo que en épocas de sequía inmisericorde pagas de tu bolsillo una cuba de agua para llevarla a los abrevaderos donde esos animales beben y salvarlos de una muerte cierta. Ser de pueblo es sentirte cazador y maldecir cuando ves los cadáveres de 100 venados decapitados. Los señoritingos que los han abatido, capitalinos, sólo quieren sus cabezas como trofeos, desdeñando la carne con la que una familia podría alimentarse una temporada.
Ser de pueblo es añorarlo cuando estás lejos y compartir esta añoranza con tu amiga María Ester, cuya madre se vio forzada a emigrar a las inmediaciones de Barcelona, donde ahora viven. Mitigar esa añoranza enviándole una foto de la Peña de san Blas, de su calle en Los Altos o anticipando el sabor de las tortas de manteca, los rollos de aguardiente o vino y los suspiros que vais a libar la próxima vez que coincidáis.
Ser de pueblo es llevarlo dentro aunque te hayas visto obligado a emigrar a Baleares o la costa levantina para buscarte las habichuelas y desear cualquier excusa para retornar. Como hacen el largo y Esmeralda, que después de tener turno de noche en sus empleos, se calzan los 300 kilómetros desde Valencia y vienen a correr con los Brinkacequias o a almorzar en el Corral Colorao, disfrutando el “Apartao”, de cómo los gañanes conducen, montaña a través, los toros hasta las calles del pueblo.
Ser de pueblo es estar orgulloso de Sagredo, que ahora es don Antonio y dirige las Escuelas donde ambos estudiamos. De Goli, maestro en la escuela infantil. De Paco Pepe, que ejerce de médico en su Nerpio. De Ana Gema, que da clase en el instituto que nos parió. De Tito, quien regenta la carnicería que antes regentó su padre. De Sergio y Felipe, que velan por ríos y otros cauces. De Mari Carmen, que trabaja en una planta donde se embotella el agua que estas tierras calizas pródigas en manantiales ofrendan. De Chaleco, Jonny, Francisco y Rocío, que tras una barra alimentan cuerpos y almas. De Antonio y el Chispas que laboran como albañiles. De Tatán, que brega con sus pinturas. De los que optaron por quedarse, con las renuncias y sacrificios inherentes, para hacer más grande su tierra y luchar contra el drama de la despoblación, olvidados de las élites económicas y políticas, ninguneados por ser de pueblo en una última traición a lo que debería ser patria en una nación de orígenes rurales.
Ser de pueblo es llenarte de orgullo cuando ves a tus amigos cincuentones tumbados en plazas y calles en la noche de las alfombras, trazando a mano un tapiz de serrín en relieve, creando maravillas que serán pisadas por la procesión después de la misa dominical. Admirar a Felipe y Mari Carmen dibujando, con la precisión de un cirujano, el rostro de los personajes principales, mientras Ernesto y Rodrigo coordinan el trabajo del resto.
Ser de pueblo es gozar cada vez que ves a Roberto, el Minerete, de extra, con frase, en la inefable Amanece que no es poco, rodada por Cuerda en los vecinos Ayna, Molinicos y Liétor. Saber que hizo buenas migas con Gabino Diego, lo invitó a pasar un día en las fiestas y se quedó cinco.
Ser de pueblo es enterarte de que ha muerto un familiar de los de tu peña, un desgraciado que maltrataba a los suyos, que nadie va a ir a enterrarlo por el lógico resentimiento, pero aun así, llamar a un par para ayudar a llevar el féretro y tener con el infeliz un postrer gesto de humanidad.
Ser de pueblo es acompañar a uno de los tuyos en su agónica enfermedad, apurando con él la vida hasta los posos, juntarte para echarle el alboroque después de su entierro y agradecer haberlo tenido en tu vida.
Ser de pueblo es reírme con Goli cuando me contaba las correrías de su padre Francisquete, que vino para trabajar hilando esparto con el que hacer sogas, como bracero y como albañil. Que se deslomó para darles estudios a sus hijos y que no tuvieran que padecer lo que él padeció. Tenía dos amigos con los que compartía sus escasos ratos de ocio: José el Forestal y Diomedes. Se juntaban en la taberna, donde sólo podían pagarse el vino. Si querían acompañarlo de algo, tenían que llevárselo desde casa. Uno aportaba unos garbanzos tostados en el horno, otro un puñado de aceitunas. Un día acordaron traer cada uno un huevo cocido. Así lo hicieron Francisquete y José, pero no Diomedes. Éste, que se las daba de más espabilao que los otros, les propuso partir sus huevos por la mitad y que cada uno le diera a él una mitad.
Ser de pueblo es masticar acíbar cuando Rodrigo te cuenta que su madre no celebró sus cumpleaños desde niña. El mismo día que cumplió 11, el 29 de enero de 1942, le anunciaron que habían fusilado a su padre, Antonio, en la plaza de toros de Albacete. Había sido el último alcalde republicano y pagó con su vida el haberse mantenido leal al gobierno democrático.
Ser de pueblo es recibir lecciones del Peribolo, que jamás fue a la escuela, pero echó los dientes detrás de una barra y tiene más universidad que un catedrático de la idem. Es chaparro, pero los lleva bien puestos, tanto como para correr con los toros, que son más altos que él. Unos señoritos, que por tener dinero y tierras se creían con derecho a mirarte por encima del hombro, lo trataron con impertinencia. Con toda su flema, les respondió: “Eres jelipollas”. “Peri, qué burro eres. No sabes ni hablar: se dice gilipollas”, le espetaron. “No. Para ser gilipollas hay que tener estudios. A ti aún te falta. Por ahora te quedas en jelipollas”. Los aludidos se fueron echando pestes en medio de la mofa general. Aún tuvo arrestos para darles la puntilla: “Ah, y los que no valen para cabrones se quedan en ovejos”.
Cuando tengo la necesidad de sentirme arropado por el manto de estrellas infinito con el que acuna a sus criaturas el pueblo, acudo a él. A escuchar el jolgorio con el que vencejos (aviones aquí) y golondrinas amenizan las tardes de primavera y estío. A bajar al arroyo arrullado por el cantar de las acequias buscando el centenario acueducto, por el que pasa la canal en ese angostísimo desfiladero. A resucitar a mi madre, a Josete y a Asunción. A devolverle la lucidez a mi padre. A homenajear a las gentes anónimas que se vieron forzadas a dejar sus hogares, a los que se quedaron allí, empapándome de sus historias, imaginando sus vidas, escuchando las huellas en las calles que hollaron. A celebrar la vida al amor de una buena mesa. A sentirme parte de un todo. A darles voz en estas páginas a los que nadie quiere escuchar, sin saber lo huérfanos que se quedan por no hacerlo.
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