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#LaCulturaesSegura - Miguel Barrero - Zenda
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#LaCulturaesSegura

La seguridad de la cultura   Las distracciones «Todo conspira para que no escribamos», me dijo hace años alguien a quien le he venido dando la razón con más frecuencia de lo que desearía. Uno procura despertar con las primeras luces del alba para dar después curso tranquilo a la escritura, pero en no pocas...

La seguridad de la cultura

El ministro de Cultura presenta en el viejo y acogedor cine Doré una campaña centrada en la evidencia de que apenas se han registrado contagios en cuantos conciertos, espectáculos escénicos, exposiciones o presentaciones de libros se han venido celebrando por toda España desde que el pasado mes de junio empezó el desconfinamiento. Bajo el lema #CulturaSegura —yo habría preferido #LaCulturaesSegura, por su integridad sintáctica y porque su carga semántica resulta más potente, pero tampoco es cuestión de poner pegas—, se enfatiza la obligación de confiar en un sector que lo pasó especialmente mal cuando el coronavirus nos puso la vida patas arriba y cuya recuperación es sólo parcial, dada la precariedad de sus estructuras básicas, pero también su excesiva dependencia de las distintas administraciones y el poco interés o el poco esmero que algunas de ellas dedican a reactivar lo que tuvo que ser abolido de manera tan abrupta como traumática. En aquellos días en que el mundo se detuvo y aún éramos lo suficientemente optimistas como para pensar que la pandemia sólo nos robaría el mes de abril, escribí que la cultura, o lo que comúnmente entendemos por cultura, sería fundamental a la hora de sobrellevar el encierro al que nos forzaban las circunstancias, en tanto que los libros o la música o el cine servirían de bálsamo o de consuelo y harían más habitable una situación inédita e inhóspita. No sólo fue eso, sino que hubo abundantes muestras de generosidad —compañías teatrales que compartieron las grabaciones de sus espectáculos, cantantes y músicos que ofrecían conciertos a través de Internet, artistas plásticos que mostraban en las redes sus obras en curso o sus talleres, escritores que mantenían conversaciones en videoconferencia con sus lectores— que no hicieron más que evidenciar el compromiso con el que creadores e intérpretes asumieron el papel que les correspondía en aquellas horas en las que lo sencillo era dejarse llevar por el desánimo. El hecho de que el coronavirus no se haya dejado ver apenas en las actividades culturales que se han venido celebrando desde el comienzo del verano debería ser suficiente aval para la campaña del Ministerio, que sin embargo ha tenido que afrontar las ya nada novedosas críticas por su respaldo al ámbito que le es propio —tal parece que algunos creyeran que la institución responsable de las políticas culturales en España debe prestar su tiempo y sus recursos al sector aeronáutico, por poner un ejemplo— y que recurren a esos mantras que no hacen más que reducir al absurdo falacias ya de por sí estrambóticas que, por causas que se me escapan, hacen fortuna sin que nadie se detenga a calibrar su sinrazón. La primera es la que acusa a la gente que se dedica a escribir libros, escenificar obras dramáticas, rodar películas o dar conciertos de ser unos titiriteros subvencionados, obviando que no hay sector económico que no reciba ayudas públicas y al que el Gobierno no haya garantizado, a raíz de esta crisis, un respaldo económico adecuado a sus necesidades y a la capacidad de las arcas estatales o autonómicas o municipales. La segunda, mucho más triste, tiene que ver con esa asunción de que ni la literatura, ni la música, ni el cine, ni el teatro, ni las artes plásticas sirven para nada ni son serias —como si el Lazarillo de Tormes, el Fuenteovejuna de Lope, el Dos de Mayo de Goya o el Concierto de Aranjuez de Rodrigo fuesen frivolidades—, ignorando que una cosa es el pragmatismo y otra la utilidad, y que pocas cosas resultan de más provecho como reconocernos a nosotros mismos, a nuestros logros y nuestros fracasos, a nuestras preocupaciones y nuestras inquietudes, en las palabras o las notas o las pinceladas de otros, porque en esa revelación reside la certeza de que no estamos tan solos como pensamos, y de que no somos más que eslabones de una gran cadena cuya memoria, bien empleada, es la que nos permitirá salir adelante. Lo dijo hace algunas décadas André Malraux: la cultura es, a la postre, lo que hace que los seres humanos seamos algo más que un simple accidente del universo.

 

Las distracciones

"Los escritores decimos mostrarnos en todo aquello que ve la luz bajo nuestro nombre, pero si hay algo que verdaderamente nos define es todo aquello que, finalmente, no escribimos"

«Todo conspira para que no escribamos», me dijo hace años alguien a quien le he venido dando la razón con más frecuencia de lo que desearía. Uno procura despertar con las primeras luces del alba para dar después curso tranquilo a la escritura, pero en no pocas ocasiones su propósito termina tropezando con el trasiego imparable de la cotidianidad. Hay que beber uno o dos cafés para que se diluyan por completo las últimas tinieblas de la noche; luego, o bien hay que hacer algunas compras o bien resulta conveniente dejarse seducir por el confortable trajín de la ciudad y recorrer sin prisa unas calles en las que poco a poco se va reanudando una vida aún expectante. De nuevo en casa, habrá que responder ciertos correos electrónicos, quizá telefonear para saber qué tal anda la familia, planificar cuestiones varias que deben hallar solución en los días venideros. Puede que, mientras en la pantalla aguarda el folio el blanco, aparezca en las redes o en el Whastapp algún amigo que se interesa por nuestros asuntos y al que hay que atender con afecto y cortesía, y no cabe descartar que, de pronto, nos fijemos en un libro cuyo lomo nos reclama desde la estantería para que busquemos en sus páginas algo que casi nunca encontramos a la primera. Hay que pensar en hacer la comida, dar un paseo a la perra y repasar por alto las noticias para constatar que el asunto de la pandemia no es una mala pesadilla. Las primeras horas de la tarde son propicias para la siesta o la lectura, o para ambas, y más tarde aparecerán pequeños arreglos que urge remediar, compromisos inesperados que no pueden aplazarse y que amenazan con extenderse hasta el momento de la cena, que nos coge ya con el pie cambiado y a la que no concedemos más importancia que la que le damos a cualquier otro trámite. Se ha echado encima la noche y la fatiga o la pereza nos aconsejan que apaguemos sin remordimientos el ordenador y, si acaso, toquemos un rato la guitarra o retomemos los libros ajenos para dedicar a las palabras de otros la atención que no hemos sabido dedicarle a las que pretendían ser las nuestras. Los escritores decimos mostrarnos en todo aquello que ve la luz bajo nuestro nombre, pero si hay algo que verdaderamente nos define es todo aquello que, finalmente, no escribimos.

Soliloquios

"Se desplaza a la taberna y es un vaso de vino el que acompaña un soliloquio que ya adopta otro énfasis, como si el fragor de la jornada le fuese encrespando el ánimo"

Lo veo todos los días, a todas horas, apostado a las puertas de cualquiera de los bares de mi calle, y siempre que me lo cruzo recuerdo el famoso verso de Machado: «Converso con el hombre que siempre va conmigo». Habrá superado ya la cincuentena, lleva siempre un cigarro prendido entre los dedos y no deja de hablar consigo mismo, como si se entregase a un interminable examen de conciencia al que ha decidido fiar el sentido de su vida. Aparece ya al amanecer, en la cafetería que está junto a mi portal, y en esos instantes en los que todo está aún por comenzar su verborrea es pausada, comedida y casi susurrante: hay que prestar atención para descifrar las palabras inexactas que salen de su boca aún somnolienta mientras va dando pequeños sorbos al café que, aún humeante, aguarda en la repisa. Luego, a medida que se va aproximando el mediodía, se desplaza a la taberna y es un vaso de vino el que acompaña un soliloquio que ya adopta otro énfasis, como si el fragor de la jornada le fuese encrespando el ánimo, en una tónica que va creciendo más y más en las horas que siguen. Es habitual encontrarlo al final de la tarde, en el bar que sea, echándose verdaderas broncas en una jerga que ya es del todo ininteligible, la mascarilla por debajo del mentón y la mirada gacha, igual que si, a la vez que se reprende, se avergonzara de verse cogido en culpa. No sé cómo se llama ni tampoco conozco nada de su vida. Me han dicho que vive solo, y que a menudo se pasan sus hermanos a comprobar que sigue bien y ayudarlo en los quehaceres que no puede cumplimentar por sí mismo. Yo sigo mirándolo cada vez que paso a su lado y no sé si compadecerlo o admirarlo y me pregunto si al fin y al cabo no será un valiente por atreverse a exteriorizar día tras día, sin pudor y sin tapujos, la procesión que todos llevamos por dentro.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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