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Línea de fuego: Fusilado por los dos bandos - Zenda
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Línea de fuego: Fusilado por los dos bandos

«Desprecio a los señoritos de derechas, a los militares de carrera y a los curas.» —Arturo Pérez-Reverte «Los comunistas son hijos de un jalufo que preñó a su madre.» —Arturo Pérez-Reverte «La democracia está sobrevalorada.» —Arturo Pérez-Reverte «Está bien que España sea republicana, porque los reyes son basura, pero necesita una verdadera revolución social.» —Arturo...

«Desprecio a los señoritos de derechas, a los militares de carrera y a los curas.»
—Arturo Pérez-Reverte

«Los comunistas son hijos de un jalufo que preñó a su madre.»
—Arturo Pérez-Reverte

«La democracia está sobrevalorada.»
—Arturo Pérez-Reverte

«Está bien que España sea republicana, porque los reyes son basura, pero necesita una verdadera revolución social.»
—Arturo Pérez-Reverte

«A los españoles no puedes irles con milongas de patria y bandera.»
—Arturo Pérez-Reverte

«Los políticos de Madrid pagan a los separatistas con trozos de España.»
—Arturo Pérez-Reverte

«Algunos de nuestros líderes políticos coinciden con los fascistas.»
—Arturo Pérez-Reverte

«Ningún comunista lucha por la democracia.»
—Arturo Pérez-Reverte

«El comunista es el único partido español casi completamente obrero. Y eso supone trabajo, disciplina, eficacia, heroísmo silencioso.»
—Arturo Pérez-Reverte

«En España sobran consignas huecas y falta sentido científico para el socialismo.»
—Arturo Pérez-Reverte

«La libertad de lectura es algo tan precioso que debe ser racionada.»
—Arturo Pérez-Reverte

«España no puede ser la criada de Europa, ni casinos y cotos de caza para señoritos.»
—Arturo Pérez-Reverte

En este tiempo de fake news, fake quotes, deep fakes y todo tipo de bulos y trolas, no les extrañe si algún día ven alguna de estas frases en algún meme por internet o en el WhatsApp. Sí, todas ellas son citas sacadas de la última novela de Arturo Pérez-Reverte, Línea de fuego, pero todas ellas reflejan lo que dicen o piensan sus múltiples protagonistas, no su autor. ¿Que no creen ustedes que la cosa llegue a tanto? Desde el 6 de octubre en que el libro se puso a la venta, e incluso antes, hemos podido ver ya por los intertubos a un medio online que en Twitter recortó una frase suya, «seré feliz si con esta novela molesto a la extrema izquierda y a la extrema derecha», para que dijera solo «seré feliz si molesto a la extrema izquierda». También ha habido dos «cartas abiertas» poniendo a caldo al escritor SIN HABER LEÍDO LA NOVELA. Además, hemos visto una reseña en uno de los principales periódicos del país que, a base de hacer una crítica en general negativa, ha provocado que muchos lectores hayan dicho que precisamente por esa reseña y por lo que opinan del medio en que se publicó, ahora sí que se van a comprar el libro. Y en el portal de venta por internet más usado del mundo las primeras «opiniones» sobre la novela eran de gente que venía a decir que ni la he leído ni la voy a leer, pero aquí vengo a ponerle un 1.

Quiere decir todo esto que en algún momento es necesario apartar la hojarasca y el bagaje anterior sobre lo que piense uno de la Guerra Civil Española o sobre Pérez-Reverte y comprobar de primera mano y por uno mismo cómo es la novela y qué puede cada uno sacar de ella. En 2010 Pérez-Reverte publicó El Asedio, un tomo de más de 700 páginas, en el que seguía a seis personajes diferentes por tres tramas ligeramente interconectadas durante el ataque de las tropas napoleónicas a Cádiz durante varios meses entre 1811 y 1812. Diez años después, usa la misma técnica en esta novela, solo unas cuantas páginas más corta, pero con ocho personajes durante los primeros diez días de la Batalla del Ebro (1938), la más sangrienta de la Guerra Civil. Es importante indicar que en ambas novelas la técnica utilizada es la del «narrador omnisciente limitado», desde el punto de vista de cada personaje, y usando sobre todo el presente de indicativo. Es decir, que en cada escena el lector ve lo que ocurre desde el punto de vista de un solo personaje, limitándonos solamente a lo que ese personaje pueda ver, sentir o averiguar, pero al que el autor se refiere en tercera persona, «mirando por encima de su hombro», por así decir. Por ello sus reflexiones, o la forma en la que se nos explica lo que le está ocurriendo, aparecen coloreadas por la naturaleza de cada personaje. Por ejemplo, cuando una ametralladora para de disparar, alguien que esté en el bando sublevado lo expresa así. «Supone que los sirvientes la han abandonado o que los rojos se los han cargado a todos». Por contra, un soldado comunista, describiendo el plan que seguir esa noche, dice que «seis divisiones republicanas están cruzando el Ebro por doce lugares distintos para atacar por sorpresa al desprevenido cuerpo de ejército fascista que guarnece la otra orilla».

Esto puede parecer un tanto trivial, pero no lo es en absoluto. En 2007, Pérez-Reverte usó la técnica de la narración en presente en Un día de cólera, un relato de los sucesos del 2 de mayo de 1808, en aquel entonces con el ánimo expreso de apartarse lo más posible como autor de los acontecimientos que narraba y dejar que ellos hablaran por sí mismos (por eso se refirió a aquel libro como «relato», no novela, «ni ficción ni libro de Historia»). Aquí no se llega a ese grado de distancia interpuesta, ya que los personajes de Un día de cólera eran todos reales y los de Línea de fuego son todos ficticios, pero sí que al autor le interesa muy mucho dejar claro que el narrador de cada escena se expresa como lo hace por ser quien es el personaje al que sigue. Es cierto que pueden encontrarse por todo el libro convicciones y rastros característicos de Pérez-Reverte como escritor y persona (ya volveremos sobre esto más adelante), pero hay que tener mucho cuidado al levantar de este libro según qué citas dando por sentado que reflejan las ideas del autor. Por ejemplo, es lógico que un carlista interprete las guerras de 1838 como el tiempo en el que se luchó «contra los liberales de la reina puta y su madre», mientras que un comunista diga que se truñe «en los señoritos falangistas y en los requetés cagasantos que mean agua bendita», y otro piense de sus hombres que «todos son de fiar, todos son comunistas, y entre ellos no hay un solo sospechoso de oportunismo o tibieza». Este esfuerzo de cambiar de voz al narrador, aunque manteniendo la misma técnica para todos, está hecho aposta y es muy importante para la comprensión e interpretación de la novela.

La novela consta de tres partes (dieciocho capítulos y 104 escenas), más un epílogo. Quien más escenas protagoniza es Patricia Monzón, Pato para los amigos, miembro de una imaginaria Unidad de Transmisiones del ejército republicano, junto a otras diecisiete mujeres. Como dice el propio Pérez-Reverte, las mujeres no participaron en la batalla, porque incluso las de izquierdas ya habían sido apartadas de primera línea («Hasta Largo Caballero dijo que nuestro puesto son los hospitales, las cocinas y las fábricas». «Eso lo dijo Indalecio Prieto». «Qué más da. Menudos imbéciles»), pero se quiso ficcionalizar su presencia aquí en homenaje a todo lo que hicieron en otros lugares, no en plan víctima sufridora, sino como participante formada, entrenada y capaz. Pato es comunista convencida, autora de la cita aquella con la que empezábamos de que «la democracia está sobrevalorada» (continuada con «sólo es una forma de gobierno en la que cada cuatro años se cambia de tirano») y sabe que una victoria fascista hará retroceder a la mujer un siglo en la sociedad española. Durante estos diez días saldrá de misiones por la orilla del río, tendiendo y reparando cables telefónicos, conocerá a un hombre hacia quien se siente interesada y verá de primera mano el efecto de las bombas y las balas. En otro lugar de la ofensiva por cruzar el Ebro hacia el lado fascista está Julián Panizo, antiguo minero murciano, experto en zapa y explosivos. «Comunista desde el año 34», pasa por todo el frente en medio de bombas, tanques, ametralladoras, coplas humorísticas… y hasta un parto. Menos ganas de meterse en fregados tiene Ginés Gorguel, un soldado de infantería albaceteño al que la sublevación del 36 le pilló fuera de casa, le echaron el guante los franquistas, y desde entonces ha servido con ellos, intentando escaquearse lo más posible para poder volver vivo con su mujer e hijo, a pesar de lo cual los dioses borrachos, jugando con sus dados, lo devuelven a primera línea constantemente. Quizá resulta fácil llamarlo cobarde o decirle aquello de que no siempre Iberia parió leones, especialmente porque ya tiene treinta y tantos y no es un mocoso adolescente, pero aquí da voz a un montón de gente de entonces que no quería tener nada que ver con la guerra, fueran cuales fueran las ideologías de todos: él es carpintero, y gane quien gane habrá mucha tarea para él. Si vive.

Quien sí es muy joven es Santiago Pardeiro, un gallego que cumplirá 20 años, si llega a tanto, durante la batalla, a pesar de lo cual ya es alférez de la Legión («alférez provisional, cadáver efectivo», que se decía) con maneras para el mando. Lo que no sabe lo aprende rápido, y las convicciones que tiene y que le han inculcado lo guían hacia adelante. Siempre con el reglamento en la mano, a menudo literalmente, entiende que seguirlo, confiar en él e inspirar a sus hombres desde cinco metros por delante es lo único que podrá sacarlo de situaciones a veces casi imposibles. Desde el otro lado del Eo, Emilio Gamboa es un asturiano, mayor de milicias, al frente de 437 hombres, mientras lleva subido a la chepa a un comisario político que busca la explicación a los fracasos en traiciones internas con las que apaciguar a Moscú. Oriol Les Forques, de 21 años de edad, es un requeté catalán, y catalanoparlante, y a mucha honra, hijo de familia bien, para quienes esta es ya su tercera guerra civil en un siglo. Viene al Ebro de refuerzo con su compañía del Tercio de Montserrat tras saberse de la ofensiva republicana. Un año más joven es Saturiano Bescós, un pastor oscense, de Sabiñánigo, que es grande, fornido, cachazudo, analfabeto y gran tirador, y falangista solamente porque a él y a otros cuantos conocidos los metieron en un camión un día, y desde entonces esos otros jóvenes y no tanto son lo único que tiene. Para rematarlo todo, está la segunda mujer protagonista, Vivian Szerman, periodista norteamericana, que hasta ahora ha estado en los bombardeos de Madrid, pero no en el frente, y que experimentará sensaciones hasta ahora desconocidas cuando empiece el sarao.

Estos son los ocho personajes principales, y a cada uno de ellos les acompaña una recua de secundarios que completan sus escenas. Junto a Pato están varias otras mujeres de su unidad, y también el capitán Bascuñana, que ha llegado a ese rango a pesar de no ser comunista, lo cual le hace sospechoso desde varios ángulos. Panizo tiene un colega de toda la vida, llamado Olmos, y son uña y carne. Gorguel se encontrará con Selimán al-Barudi, «moro de Franco», que idolatra al general y que ha venido a España, como muchos otros, a lo que su gente lleva haciendo generaciones: ganarse la vida de forma cruel y violenta si hace falta, en medio de peligros, odio y privaciones. A pesar de ello, probablemente será el personaje favorito de muchos lectores, con su español macarrónico, su simple claridad de miras y sus recursos inagotables para todo. Pardeiro cuenta con un legionario ruso veterano, un cabo malagueño («zusórdenes») «despechugado de pelo en pecho, tatuajes, patilludo hasta las comisuras de la boca», y a un chaval local de doce años, Tonet, hacendoso cual ardilla. Les Forques tiene varios camaradas en su unidad, uno de los cuales suelta latinajos todo el tiempo, y un superior, don Pedro Coll de Rei, que parece sacado de un retrato de guerra. Y Vivian viaja junto a otros dos reporteros, uno inglés y otro checoslovaco: uno de ellos sabe cuándo no acercarse demasiado a la acción y otro está convencido de que si no te acercas, la foto no te sale.

Entre todos componen un cuadro de vivencias amplio pero limitado (o limitado pero amplio, según quiera verse). No, no hay violadores de monjas. No, tampoco hay carniceros de Badajoz. Tampoco hay peces gordos, ni asustadas madres, ni muchos otros ejemplos de experiencias bélicas, que se van a quedar fuera del cuadro, por definición, pero no por exclusión. Un libro de historia, incluso de menos páginas, podría cubrir todo eso que falta, y el propio Pérez-Reverte anima a leer uno o varios en cuanto terminen su novela, pero mientras tanto esta es eso exactamente: una novela, limitada a observar por el microscopio una muestra de diez días de una guerra de tres años, en un lugar muy concreto: el pueblo imaginario de trescientas casas de Castellets del Segre, en la raya entre Zaragoza y Tarragona, cuya conquista y reconquista ocupa a todos estos personajes durante esa semana y media infernal. Las escenas de acción son detalladas, sonoras y sangrientas, y las consecuencias para todos son graves a menudo, y otras liberadoras. Entre medias, los personajes a veces tienen tiempo para la reflexión, ideológica, sentimental, introspectiva o dialéctica (sobre todo en el caso de los comunistas), y el narrador de cada uno encuentra en los respiros ocasión para hablarnos del pasado de cada uno, de las razones por las que están donde están (elegidas u obligados) y de lo que están averiguando sobre sí mismos y sobre el mundo que los rodea.

Y si antes decíamos que la voz del narrador cambia según cada personaje, también hay muchos ejemplos en los que se ve que todos tienen vivencias y sentimientos comunes. Un personaje «asiste con fascinación al espectáculo pirotécnico de la guerra vista muy de cerca, que nunca imaginó tan bello y tan terrible». Otro «tiene la boca seca como papel de lija; pero al pensar en los hombres caídos al amanecer en el cementerio, en el moro muerto que deja atrás, en los resplandores anaranjados de las bombas que ha visto estallar en la orilla, siente una feroz alegría por seguir vivo». Otro piensa que «ojalá llegue a vivir lo suficiente para ser veterano algún día. Para volver a ver a sus padres, vivir y trabajar en una España en paz (…) más digna y honrada que la que conoció hasta ahora». Otros (al menos dos distintos) lo que quieren es «vivir sin mutilaciones, ni secuelas, ni pesadillas. Vivir con sueños tranquilos y con la capacidad de olvidar, engendrando hijos y nietos que nunca me saquen una palabra de rencor sobre lo vivido estos años». Otro reflexiona que «lo cierto es que no hay nada bello ni romántico en un soldado muerto. Eso queda para las pinturas de los museos, los versos de los poetas y la demagogia de los políticos. La realidad inmediata sólo es carne muerta, carroña pudriéndose al sol». Otro más ve que «aquellos jóvenes, que la metralla y la muerte han respetado milagrosamente hasta ahora, son, en efecto, su familia». En medio del combate, uno, «sordo de explosiones, borracho de violencia y espanto, se siente el hombre más solo del mundo cuando salta dentro de la trinchera y, precisamente por eso, porque se cree solo, empieza a clavar la bayoneta en todo lo que tiene delante». Otro se da cuenta de que «hay muchas formas de miedo, en la última semana ha conocido la mayor parte de ellas, y sabe que el temor a lo que está por llegar es el peor de todos». Alguien cree que «nunca dará con la respuesta; con la explicación de que en su interior se mezclen de súbito, como un cóctel de raros componentes, el coraje, la desesperación, la solidaridad, la cólera y el cansancio». Más prosaicamente, preguntado por lo peor de la guerra, hay quien responde: «El estreñimiento. No cagar bien causa hemorroides». Leídas tal cual, todas estas frases podrían ser dichas o pensadas por cualquiera de los personajes, de cualquier bando, y seguro que incluso los lectores que acaben de terminar la novela tendrían dificultad para emparejar cada una con su protagonista.

Aquellos que ya tengan en la mente la idea de que Pérez-Reverte es «equidistante» (y allá cómo definan tal cosa), probablemente se agarren a esto para confirmarse en su opinión, pero no es esa la intención ni mucho menos. Nadie dice «Paracuellos», ni nadie dice «Guernica». Gente de dos bandos admiran las agallas (o cuajo, o cojones) del contrario, a veces al mismo tiempo que los llaman hijos de puta, y para los que creen que al enemigo ni agua, hay un momento en el que se pacta permitirse mutuamente ir a llenar las cantimploras al pozo, por turnos. También ayudan a parir a una mujer del pueblo, una vida nueva en medio de tanta muerte (ese bebé tendrá hoy 82 años). «Unos mueren por el paraíso de Cristo y otros por el del proletariado», dice alguien, y se concluye que «la guerra está siendo con demasiada frecuencia el empecinamiento de unos y otros en torno a un punto que se toma, se pierde, se vuelve a tomar y perder; y ambos contendientes se desangran aferrados a él incluso cuando deja de tener valor táctico o estratégico. Cuando todo se convierte en simple y sangriento choque de carneros». Rosa, una de las compañeras de Pato, masculla «fascistas hijos de puta» tras sentir «el ziaaang de una bala que pasa». Cuando Pato le dice «puede que fueran los nuestros», Rosa le responde entonces: «Rojos hijos de puta». No es equidistancia, es humanidad.

Y es que a veces hay que reírse por no llorar. La novela abunda en momentos de humor, a menudo negro y otras veces no tanto, que puede que también moleste a quien venga aquí buscando una Condena Muy Seria y Circunspecta de la Violencia en Todas Sus Formas. Gorguel y Selimán, con sus peripecias a veces rayanas en la farsa, son los principales candidatos a servir de alivio cómico, pero en otras ocasiones es al revés, y son ellos los que proveen un momento tierno o desesperado, mientras en otro sitio se canta «por tu querer, miliciana, / tres cosas te ofrezco, tres: / negarme a marchar al frente, / estudiar para teniente / y hasta lavarme los pies», copla que hace reír por un momento a los soldados de ambos bandos. En Twitter hay varios lectores que han escrito sobre lo que sus abuelos les contaban (o no) sobre la guerra, y alguno ha dicho que nunca se les sacaba nada, excepto este tipo de momentos. El mío, por ejemplo, que estuvo de acemilero en el Ebro (sale en la novela, como todos los de ustedes) contaba cómo un conocido suyo, piloto, ofrecía a las mozas «enseñarle al aparato… y si te gusta, te monto». Ya, bueno… No todo va a ser fino ingenio sutil.

Pérez-Reverte, tras haberse negado, a veces por escrito en Twitter, a escribir novelas sobre la Guerra Civil (como mucho, «durante» la Guerra Civil), se ha acabado decidiendo a ello ahora porque no encontraba en otros libros las ideas que a él le habían ido quedando tras su agitada biografía. A punto de cumplir 69 años, nacido en 1951, doce años después del final de la guerra, él no estuvo presente en ella, pero hay dos detalles en su vida que le ayudan a acercarse lo más posible: uno, el haber tenido familiares en los dos bandos, incluyendo gente en el contrario a lo que en principio se esperaría de ellos; y dos, el haber asistido como reportero durante más de veinte años no a una guerra civil, sino hasta a siete guerras civiles por todo el mundo, alguna de ellas en países donde se habla español. A menudo se oye en España que es mejor leer obras históricas de hispanistas extranjeros, ya que el lector siempre puede dudar del sesgo de los autores españoles. Bien, pues Pérez-Reverte a menudo fue precisamente ese extranjero que buscaba informar a sus lectores de lo que estaba ocurriendo, a base de testimonios sobre el terreno (recordemos aquella frase de que el periodismo es el primer borrador de los libros de Historia). Y al recoger esos testimonios es donde fue viendo que la retórica de los de arriba (drusos, somocistas, serbios, rebeldes o leales a lo que fuera) no era lo único que reflejaba las vivencias a pie de tierra de los soldados, milicianos y civiles que se iba encontrando. Al lado de palabras con mayúscula que la iban perdiendo, como patria, bandera, libertad o ideología, había otras con letra minúscula como amigos, familia, supervivencia, compromiso personal o mera mala suerte, que resultaban a menudo mucho más iluminadoras de las razones por las que la gente peleaba de verdad. Y de resultas de todo eso le quedaron sensaciones, testimonios y experiencias que él no estaba encontrando reflejadas por escrito en otros lugares, así que, con cada vez menos testigos directos supervivientes de la Guerra Civil Española, y descendiendo cada año el número de personas cuyos padres pasaron por ella (ya se oye hablar más de «mi abuelo me dijo» o incluso «mi bisabuelo me contó» que «mi padre»), era el momento apropiado para él de poner todo eso en negro sobre blanco.

Y al hacerlo así, lo que resalta sobre todo es que puedes elegir fijarte en lo peor de cada bando o persona o en lo mejor. Puedes escribir sobre las veces en que un dirigente desde arriba dijo que lo que había que hacer era matar a la otra media España, o puedes elegir los momentos en los que desde abajo unos ayudaron a los otros, aunque fuera solo por interés mutuo. En ese sentido, los ocho personajes sobre los que se coloca el foco en esta novela parecen, en general, gente decente, entendiendo por esa palabra no el seguir un decoro impuesto socialmente, sino el tener una calidad humana que te puede llevar a la violencia e incluso la crueldad por tus ideas en un momento y circunstancias dados, pero también a tener presente una raya más allá de la que no se debe pasar. En Línea de fuego hay ejemplos por doquier, con personajes que no permiten matar a prisioneros (otros sí, claro), o que dan al enemigo una oportunidad de retirarse, que luego se verá recompensada, o que buscan a otra persona un sitio en el último bote de salvamento, o que cargan a hombros a un malherido a pesar de que puede poner tu vida en peligro, o que te avisan de que se te ve el cigarrillo, o que dejan lo de matarse «como Dios manda» para otro día, no mientras se está meando de noche. O la ya mencionada escena de la parturienta, donde a la mujer no se le pregunta de qué lado está ni si va a parir a un rojo o a un fascista. O, en definitiva, quien falla un tiro y pasa de recargar el arma. Otros novelistas, y otros libros de historia real, mostrarían al crío recién parido estampado hasta la muerte contra una esquina. No es el caso aquí. Puedes llegar a este libro odiando ya al comunista o al falangista antes de abrirlo, pero si pasas diez días con ellos al menos los entenderás mejor, sin necesidad de por eso cambiar tus ideas. O quizá sí parte de ellas. Como el propio escritor ha dicho, será el reconocernos la humanidad mutua de todos lo que único que nos saque adelante en la vida.

En el apartado de miguitas para los visitantes frecuentes al territorio Reverte, la cosecha de este libro es abundante, y cada uno verá referencias a veces incluso donde no las haya aposta en realidad. Para empezar, está ese pueblo, Castellets, y esa Unidad de Transmisiones, que vienen a añadirse a muchas otras grandes creaciones ficticias de las novelas revertianas, como el 326 de línea de La sombra del águila, el Tercio Viejo de Cartagena y los papeles del alférez Balboa de la saga Alatriste, el navío Antilla de Cabo Trafalgar, la iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas de Sevilla en La piel del tambor o el SNIO de las novelas de Falcó. Cuando alguien idea una estratagema para que «nuestro fuego parezca que somos más de los que somos», a uno se le viene a la memoria Beau Geste, recién publicada en Zenda Aventuras. Hay dos personajes que en un momento determinado sienten «demasiado peso», como Porthos el mosquetero en la gruta de Locmaría. Al presenciar la lucha hay quien dice que «ahora sé de qué hablaba ese novelista polaco» (Joseph Conrad). Otro nota «una especial lucidez: la percepción de las reglas misteriosas, tal vez geométricas, que gobiernan el cosmos y dispensan la vida y la muerte», cosa que recuerda a El pintor de batallas y El Asedio. Hablando de pintores de batallas, hay un (¿Ferrer-?) Dalmau requeté (el autor de las ilustraciones del libro) y un legionario Korchaguin, como el actual embajador ruso en Madrid, y puede que haya más homenajes entre los apellidos (¿Alfredo Landa, quizás?). En una vena similar, otro reflexiona que «en ocasiones se diría que a Dios le gustan las paradojas, los juegos de manos, los escamoteos, las bromas pesadas, poner a prueba a los seres humanos para sondearles el corazón y la cabeza». La sensación de la batalla como «una aventura fascinante» es otro motivo muy revertiano, al igual que el obligatorio personaje oscense. También lo es el desprecio hacia los mandos de arriba, «esa gentuza irresponsable que se dedica a ajustar cuentas, a disputarse el poder y a reventar al adversario», con «los jefes largándose los primeros», u observando que «cuando se dice a toda costa siempre es a costa de los mismos», o que «la jindama se convierte en capital, el capital en plusvalía de poca vergüenza, y la poca vergüenza en germen de verdaderos hijos de puta». El moro Selimán suelta un «más rápido que deprisa» heredado del Yonatan y la Jessi, y además no para de llamar «Inés» a Ginés Gorguel, con ecos de Angélica de Alquézar y su «capitán Batiste, o el Triste», heredera a su vez de Bianca Castafiore, que nunca atinaba con el nombre correcto del capitán Haddock en las aventuras de Tintín. El fotógrafo se queja cuando alguien se le mete dentro del plano, como Márquez en Territorio comanche. Vivian la reportera siente que le «afloran su corazón y sus sentimientos, y que nadie pida otra cosa. El análisis sereno lo deja a quienes peroran limpios, pulcros, en las redacciones, los restaurantes y los cafés. Incluso a los que escriben ecuánimes editoriales. Ella es una reportera mugrienta y sudada». Su compañero Phil, con obligatorio aire cansado, coincide: «Ésta no es una guerra corriente, querida. A la mierda la objetividad». Otro personaje recomienda que «se corre mejor sin un niño en brazos, sin una mujer de la mano, sin unos padres a los que dejas atrás». Ya puestos, otro siente que uno de sus camaradas «es un hijo de puta pero al que daría mucha vergüenza dejarlo avanzar solo. Quizá la palabra idónea sea lealtad». Y si te van bien las cosas, quizá notes, como Alatriste e Íñigo en Flandes, «un placer salvaje en la persecución. En el ajuste de cuentas de la caza, haciendo pagar caro lo que sufres y has sufrido». «Ten cuidado con los soldados viejos en un mundo en el que se muere joven» es una frase que Pérez-Reverte se echó a la mochila hace poco durante una conversación en Twitter. Las mujeres aprenderán, serán archivo de memoria y se encontrarán solas, especialmente ante la camaradería masculina, e incluso decepcionadas porque «hasta los mejores hombres siguen sin entender nada». «Vámonos a Pénjamo», en fin, dice otro, aunque esta vez no «con dos haches» (esta es para residentes antiguos del territorio, no ya visitantes). Y varias más, que cada uno encontrará o dejará pasar según lo que haya leído y recuerde.

Durante su carrera de reportero, Arturo Pérez-Reverte se las apañó para moverse en zig-zag sin que le diera ninguna bala. Como novelista, también se sabe mover, pero a veces uno diría que en «zig-zag reverso»: en vez de procurar que no le den las balas, parece que procura que le den todas. Si vas a escribir un libro de historia de España y luego una novela sobre la Guerra Civil, lo habitual sería hacer el primero frío y analítico y la segunda apasionada y parcial. Él lo ha hecho al revés, con Una Historia de España personal, subjetiva y con las conclusiones por delante, y una Línea de fuego donde a pesar de contener emociones a flor de piel y sensaciones a raudales, son los propios personajes y su narrador quienes se expresan sobre el mundo como lo ven, apartándose él de enmedio. Pérez-Reverte ha descrito su estilo de informar como un decir «aquí una bala, aquí un muerto, aquí un hijo de puta». Los dos primeros son meramente descriptivos, pero el último es un tema de opinión, y por eso él se llama reportero, no meramente informador. Ya su madre le dijo alguna vez que en la guerra le habrían fusilado los dos bandos… y en las redes sociales los tiros ya han comenzado. Pero no hay problema: él saber manera.

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